El Espiritismo, ley divina

5 – 11  – 1911  – 79

La paz de Dios sea entre vosotros, y que Jesús os con­serve la fe para que vuestros méritos puedan alcanzar la luz radiante que de Él se desprende.

Hoy vengo, hermanos míos, para discernir la luz de las tinieblas y esclarecer la verdad del error; vengo a mover los corazones, para que se hagan cargo de la torcida interpreta­ción que dan á la doctrina evangélica, que es la misma del Espi­ritismo.

¿Por qué los hombres dicen que el Espiritismo es retrógado? Porque ven que es Ley divina y rechaza todo lo reprobable de las costumbres mundanas. Que lo estudiaran a fondo los que así le califican, y verían que en todas las épocas han padecido grave error al considerar como retrógado lo único que puede proporcio­nar el positivo y armónico desarrollo del cuerpo y del espíritu. Nunca será obstáculo la doctrina espiritista para el adelanto del planeta, ya sea en inventos, ya en descubrimientos, ya en literatu­ra, filosofía, arte, política, etc.; antes al revés, con el impulso que él dé, los progresos materiales pueden espiritualizarse, y entonces alcanzar el máximum de esplendor e importancia; porque nunca faltan espíritus de orden superior que se complacen en auxiliar a los buenos obreros con el caudal de sus superiores luces.

Jesucristo vino a enseñarnos el modo de progresar en todos los órdenes: ¿cómo es posible que retrocedamos, si a El seguimos? Nuestro Padre, y Jesús, su enviado, declaran la libertad del hombre, concedida desde el principio; a nadie lian forzado para que cumpla lo que Dios manda; el que se extravía, es responsable por sí sólo del mal uso que haga de su albedrío. Hoy, por desgracia, son tantos los que han abusado de él, que es necesario otro llama­miento para encauzarles por la corriente evangélica. Hallan los hombres que la verdadera doctrina pone trabas en muchas cosas, y es verdad; pero no reparan que para la purificación del cuerpo y del espíritu esas trabas son imprescindibles, como imprescindibles son los malecones que se construyen en las carreteras y que en cierto modo cohíben la libertad del tránsito, eso sí, pero libran del despeñadero al que les atiende, mientras que el que no hace caso de ellos, indefectiblemente se despeña. Así las trabas puestas por la Ley de Dios a los desenfrenos de los hombres, no tienen otro objeto que advertirles del peligro que corren con sus vicios y con­cupiscencias, pero dejándoles en libertad de atenderles o no. ¿Que las atienden? Pues se salvan. ¿Que no las atienden? Pues se des­peñan sin remedio. El vivir en armonía con la Ley lleva empareja­do el goce de la felicidad, de toda la felicidad, y, por el contrario, el vivir inarmónico; no puede acarrear otra cosa que penas, aun­que éstas, en su principio, estén recubiertas con deleites. Son co­mo las almendras amargas recubiertas de azúcar: primero agradan, pero luego hacen sentir todo el peso de su sabor desagradable.

¡Desgraciados de los que dicen que no les conviene seguir los Evangelios! Se apartan de la luz y forzosamente habrán de estre­llarse en las tinieblas. Están cegados por su egoísmo, por su vani­dad, por sus riquezas; son tan avaros, que no dan, ni quisieran que nadie tuviera lo necesario para vivir; se envuelven en un lujo asiático para que les tape las miserias ajenas que les repugnan a la vista, pero que no conmueven su corazón; y tan metalizados es­tán, que para ellos profiririó Jesús el apostrofe a los ricos que no se sacian de atesorar riquezas. ¡Como si las pudieran llevar consi­go en el gran viaje! ¡Insensatos! No se dan cuenta de que las ri­quezas les fueron dadas en administración, no en propiedad, y que tienen que responder del uso que de ellas han hecho hasta el último maravedí.

Los que queráis seguir el camino que os trazó y sigue trazan­do el Maestro, procurad, en la medida que os sea posible, socor­rer al necesitado y apartaros de toda fastuosidad, para que no os falte la benéfica influencia que recibís pródigamente de los Espíri­tus elevados. Siendo sencillos, humildes de corazón y piadosos, obtendréis el amparo del Piadoso y Humilde y Sencillo entre los sencillos. Seguid siempre la Ley de Dios y ésta os dará paz, ale­gría y conformidad para soportar todas las contrariedades a que estéis expuestos por vuestro pasado y por la imperfección de Ja materia y del medio que os rodea.

Detestad las fiestas que no sean los domingos, porque sólo debéis hacer lo que Dios estableció. Un día de descanso entre sie­te, es lo suficiente para la salud del cuerpo. ¡Ay, hermanos! Cuán­tos son los que hallan su goce en las fiestas, y éstas les conducen a su perdición. Principian por no darse cuenta de que las fiestas fueron impuestas por los hombres, para favorecer el negocio de los que con ellas comercian, luego no advierten que el holgar es incitar a visitar los sitios públicos de recreo, de vicio o de corrup­ción, y por último, no se percatan de que consintiendo en lo he­cho por los hombres en mengua de lo que el Señor dispuso, llevan la perturbación a sus hogares, se esclavizan a la más degradante es­clavitud, que es la del vicio y ofenden abiertamente a Dios. A los que establecen y fomentan estas fiestas les va muy bien, en primer término, porque el sacerdocio cosecha su fruto, y en segundo lu­gar porque el comercio en común también obtiene sus ventajas. Quien pierde sobre todas las cosas es el alma, y con ella, la tran­quilidad del hogar y el bienestar de las familias.

Me preguntaréis, acaso: ¿Se puede pasar sin sacerdotes? Y os contesto: Se puede pasar sin sacerdotes; pero no sin directo­res. No es lo mismo ser sacerdote que ser director espiritual, aun­que se haya pretendido que uno y otro son sinónimos. El sacerdo­te, sobre todas las cosas, es el servidor de una iglesia, y al es­plendor de ésta lo supedita todo. El director espiritual no tiene otra finalidad que el engrandecimiento, el esplendor de las almas, y a ellas y sólo a ellas atiende. Jesús fue el primero y más excelso (Je los directores espirituales, lo que no le privó decir de los sa­cerdotes de su época: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipó­critas que cerráis el reino de los cielos delante de los hombres, no entrando vosotros, ni dejando entrar a los que entrarían1» («Ma­teo, XXIII, 13).                   

Todos los pseudo-directores de almas, yo les digo que, si no cambian de proceder, no tardarán mucho tiempo en ver aplacado su orgullo, porque vendrá el momento que el Padre dispondrá el cataclismo anunciado, y quedarán todos sepultados entre las rui­nas. ¿Pueden quedar salvos los que tanto han interrumpido el pa­so al progreso, persiguiendo a los enviados del Padre y a sus fie­les discípulos? No, imposible. Han de purgar sus desaciertos; han de saldar sus cuentas.

Los sacerdotes, pseudo-directores de las conciencias, para ser como el Padre manda, habrían de enseñar todo cuanto emana de la palabra y voluntad divina, a fin de que sus fieles pudieran ca­pacitarse de la verdadera fe que ha de brindarles las delicias de! espacio. Tampoco habrían de vivir a costa de sus hermanos, ni vanagloriarse de sus puestos ¿Lo hacen? No, porque esto les lia­ría sencillos, humildes y servidores de los demás, y ellos desean ser servidos y aclamados.

En todos los tiempos ha habido una mala interpretación de la Ley eterna. ¿Por qué? ¿Acaso, Dios mío, tenía que ser así? Proba­blemente, cuando Vos no lo habéis evitado. El vivir de ese planeta tan aferrado a la materia, demuestra el grado de atraso en que se halla así él como los que lo pueblan. Todos hemos tenido que pagar deudas, excepto los nacidos en él en misión, para encami­nar a los demás. No podemos culpar a nadie de lo que acontece: nos hemos de culpar a nosotros mismos, porque nosotros somos los causantes. Si somos esclavos, nosotros nos hemos forjado y puesto el grillete.

Muchos son los absurdos que ha alimentado la humanidad, y entre ellos, no ha dejado de haber alguno de provecho; pero ahora, a medida que todo progresa, hay que ir eliminando errores y abriendo puerta franca a la verdad racional que doquiera se descu­bre. Para impulsaros a ella venimos los espíritus, mensajeros del Padre con la encomienda de corregir lo equivocado y enseñar ca­da día más lo mucho que hay oculto. Así, sabiendo el hombre, por medio de los espíritus, el camino seguro que ha de pasar, se ex­plicará claro el porqué está en la Tierra, de donde viene, y a dónde ha de encaminarse.

No debe extrañaros ver en la Tierra a hombres que sin pensar ni creer en Dios, prosperen en sus negocios; mientras otros, cre­yentes de verdad, están sometidos a una vida de privaciones, y a veces, de continuos descalabros. La justicia de Dios es recta, y no hay efecto sin causa. Los que, sin motivo al presente, sufren quebrantos de toda especie, es porque pagan deudas del pasado, o porque llevan a término la prueba que a sí mismos se impusieron para acelerar su progreso. El mérito de todo esto estriba en llegar a la cumbre del Calvario sin arrojar la cruz, y mejor aún, sin mur­murar siquiera del peso de la cruz. Quien esto consigue confiando en Dios, gana la partida; quien se desespera; la pierde. Descono­cen muchos que el gozar de hoy es el llorar de mañana, y vicever­sa; con la particularidad de que, el que padece resignado y confía en la bondad de Dios, vive feliz en medio de sus vicisitudes y espera con ansia vencer las pruebas.

No hay sino un camino que conduzca a la gracia del Padre, el de las buenas obras. Pero hay otros caminos aparentemente simi­lares, y éstos engañan al que confiadamente los emprende. Están muy bien cuidados y ornamentados, y ofrecen lugares de recreo y de reposo. ¡Cómo si el camino de la virtud pudiera estar alfombra­do con vicios degradantes! Si queréis seguir el camino recto y libre de laberintos y encrucijadas, tomad la senda estrecha de la vida austera; la que todo sea humildad, benevolencia, amor, desinterés, sacrificio…; .tomad esa senda y no la dejéis nunca, que ella os conducirá al deseado edén, donde cariñosos guías os alentarán y os encaminarán hacia el progreso.

¡Qué felices aquellos que habrán podido disipar las tinieblas, dando muestras de su voluntad a los muchos pobres que pidieron su apoyo! ¡Ah! Todos se creen bondadosos; pero si pudieran in­terpretar lo que va a suceder; en cuanto leyeran esta obra, es se­guro que ninguno dejaría de abandonar su actual corriente para seguir al momento a los del actual rebaño de Jesús. ¡Qué lástima pensar que sean tantos los que desatiendan nuestros consejos! Vendrá el cataclismo y quedará aplastada la ambición, el egoísmo insano de los que solo sienten sed de riquezas y delirio por los goces carnales. El día que reciban una poca luz y que guiados por sus ángeles tutelares, contemplen desde el espacio el progreso del planeta, les parecerá imposible que en él haya podido imponerse la armonía ambiente que reinará, y recordando su proceder, se re­conocerán culpables del malestar que provocaron en la Tierra, por no haber seguido la Ley de Dios renovada por el Redentor y Maestro.

¡Animo, hermanos, los que habéis servido de instrumento pa­ra que los espíritus eleváramos esta atalaya desde donde se descu­bre el porvenir y este refugio que ha de salvar del embravecido oleaje de la tempestad que se avecina! Sed fuertes, que siéndolo y conservando indeleble las enseñanzas de estas comunicaciones, podréis ayudar eficazmente al progreso de los demás hermanos.

¡Oh, Jesús mío! Vos que todo lo podéis, pedid al Padre celes­tial, y en esta plegaria os acompañaremos todos los espíritus encarnados y desencarnados, que despierte la humanidad, que practique vuestras sacrosantas enseñanzas, que se haga digna de reunirse, lo antes posible, con los espíritus perfectos, en las mora­das de luz, para darle gracias como dispensador de todas las mer­cedes, como fuente de todas las clemencias.

Así os lo desea vuestra hermana y protectora,

La Hermana de la Caridad.