¡La Ley ha de cumplirse!

21  – 5 – 1911  – 56

Os saludo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Hermosa luz…! ¡Bendita seas! Ella os bendiga, como yo, hermanos.

¡Llorad, hermanos míos, llorad, porque se acercan los tiempos anunciados por Jesús, en los que ha de haber no más un sólo re­baño y un sólo pastor! (San Juan, X, 16).

Siguiendo como sigue la humanidad, ¿es esto posible? No, hermanos. Ha desoído sus palabras y se ha extraviado; no ha es­cuchado las profecías y viene sobre ella el peligro que le amenaza. Las palabras de Jesús han de cumplirse. Por eso dijo: «E1 cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras se cumplirán», (Marcos, XIII, 31).

Mirad atentamente a la humanidad actual, y la veréis llena de miserias, de imperfecciones, que las han extendido por todo el mun­do, pisoteando lo más sagrado, lo que podía salvarla: la Ley de Dios predicada por mi Hijo.

No sería posible dominar a los hombres de tanto extravío, si no fuera por medio de un cataclismo. Con él, su espíritu podrá re­generarse para lo venidero, porque separado de la materia, aunque se sienta refractario a la luz, acaba por verla más pronto y más cla­ramente.

¡Pobre humanidad! ¡Cuán ciega vives! ¡Cómo te deleitas en to­dos tus vicios! ¡Cómo vas a sucumbir, si no cambias pronto de rurribo! ¡Despierta, y oye la voz del Padre, que llama a sus hijos para que se acojan a seguro puerto! Desprecia esas absurdas ideas que quieren inculcarte los que negocian con su falsedad y la apatía de las gentes; despierta, que aún es tiempo deponerte a salvo. El Pa­dre celestial puede detener el golpe fatal, y si para entonces estuvie­res preparada, aunque corporalmente perecieres entre las ruinas, espiritualmente hallarías el edén merecido.

Pedimos al Padre que os perdone; pero su justicia es inflexible, y como con vuestro proceder indigno os habéis hecho acreedores de todo el castigo que os amenaza, habréis de recibirlo. Lo que hay que dentro de este castigo está en vosotros sufrir más o menos y sacar más o menos provecho. Llorad y arrepentíos y enderezad vuestros pasos, y sacaréis provecho; reíd, seguid solazándoos y no penséis para mañana, y sufriréis mucho, sin ventaja ninguna. Vendrá día, para los que obren de este último modo, en que el do­lor será tan grande, que lo considerarán insoportable. ¡Y cuántos serán estos desgraciados!

Creen muchos que estos fatídicos anuncios son hueras amena­zas, porque pasan años y nada adviertan en torno suyo. No lo advierten porque tienen cerrados los ojos y tapados los oídos; no lo advierten porque su inteligencia está embotada y su corazón se ha insensibilizado. Que reparen en su entorno, y no han de tardar en apreciar, en el orden físico, los terremotos, las pestes, las gue­rras, las enfermedades; en el orden moral, las luchas irreductibles en los campos de la ciencia, de la literatura, del arte, del comer­cialismo, de la política; del odio de razas y de clases; ¡el angustio­so vivir de cada día, pendiente de una noticia de la banca o de! cambio de un ministerio. Y todo esto no son más que los podromos de la gran hecatombe que se avecina; hecatombe que, ya lo he dicho, es fatal y tiene que acontecer, porque habéis provocado las causas que las generan y no hacéis esfuerzo ninguno para neutralizarlas.

Cuando estéis cansados de recorrer la tierra y de pasar años y más años en el espacio sin obtener grandes progresos, se os despertarán las ansias de avanzar y pensaréis en algún amigo au­sente que os dio sana lección evangélica, que a la sazón desoís­teis ¡Si fuera ahora!, pensaréis, y rogaréis a vuestro guía que os instruya en iguales materias. Este será el principio de vuestro bien porque será el de vuestra reconciliación. Entonces os haréis estas reflexiones: Vivo y no progreso: luego pierdo el tiempo. Y para no perderlo, ¿qué hay que hacer? ¿Ser moral, ser laborioso, ado­rar a Dios y amar al hermano? Sí; os contestará vuestro guía; eso es lo que hay que hacer; eso es lo que precisa para remontar en alas a lo infinito. Emprendedlo, perseverad en esa obra y tened fe; veréis cuán pronto cambia vuestra situación y gozáis de verda­dera felicidad.

Hermanos míos, si estos tristes pero provechosos aconteci­mientos sucedieran dentro de un año, o dentro de cinco años, ve­ríais a todos estos hombres que se creen valientes, porque son in­crédulos, arrodillarse y pedir perdón; veríais como clamaban a Dios que tuviese misericordia de ellos, que les salvase de una muerte segura… ¡Ay! Desgraciadamente para ellos, si dejan llegar el fatídico instante, nada será oído. La reconciliación ha de ser antes para que tenga alguna eficacia. Dios no quiere contriciones de úl­tima hora: eso se queda para los que explotan sus misericordias. A los que esperan el día trágico para ponerse a bien con su con­ciencia, ha de pasarles lo que a los que esperaron que Noé tuviera terminada el arca para llamarse a arrepentimiento: que mientras Noé flotaba en el arca y se salvaba, ellos iban pereciendo unos tras otros.

¿Por qué es tanta la incredulidad de los hombres? ¿Por qué vi­ven tan a ciegas? ¿Cómo es que no pueden comprender que estos terremotos, guerras, pestes e inundaciones, son preludios del día de dolores? ¡Oh! Su indiferencia es tan grande, que grandes han de ser las consecuencias que provoque. No sienten el dolor de los que sucumben ni se corrigen de sus extravíos, y como masas inconscientes, exclaman: «Mientras a mí no me toque, no hay que temer; son cosas que siempre han pasado y siempre pasarán y no hay razón ninguna para consentir que turben nuestro gozo»

¡Qué infelices son los que así piensan, y qué felices podéis consideraros los que habéis comprendido las doctrinas espirituales, porque ellas han de salvar a cuantos con verdadera fe y firme vo­luntad las practiquen! Pero, hermanos, ¡ay de vosotros si delin­quís, y retrocedéis en esa hermosa senda! ¡Cuán caro pudiera cos- taros! Tomad como ejemplo al soldado, que después de haber jurado la bandera, queda sujeto por entero a la Ley de justicia militar, en la que se señala como pena para la casi totalidad de los delitos, el ser pasado por las armas Así sucederá, hermanos, al que haya jurado la bandera espiritual y retroceda. Su responsabili­dad será mayor que no la del que desconozca esa bandera, como se testifica por la parábola: «EI que no cumpla mis leyes, morirá de muerte». (Marcos, VII, 10).

¡Cuántos hay qué a más de su incredulidad, expresan su ig­norancia, diciendo: «Si Dios fuese tan justo y bueno como asegu­ran, en el momento de cometer una mala acción, debería castigar­le». Yo os digo, hombres incrédulos, que como nunca os habéis preocupado en averiguar qué es y lo que supone la ley de la plu­ralidad de mundos en correlación con la pluralidad de existencias, por eso os expresáis de modo tan poco cuerdo. Cuanto sucede en la Naturaleza está regido por Ley inviolable que nunca se deroga ni aplaza su cumplimiento; cuanto sucede o afecta a la Humanidad es efecto de causas pretéritas que no podéis concebir si no estu­diáis atentamente la Ley de la pluralidad de existencias. Con este estudio y los buenos consejos de los espíritus elevados, haríais desaparecer la ignorancia que os ciega ¿Cómo empezar a lo que os digo? Despreciando las miras interesadas de los hombres, olvi­dando el temor a lo que pueden decir, estudiando con firmeza la palabra de Dios, que es la que conduce a la práctica más sincera y eficiente del amor, de la caridad, de la perseverancia, de la fe en el porvenir: atributos todos que conducen a Jesús, fuente de inteligencia y de piedad.

Los espíritus de la nueva generación que vengan a poblar la Tierra, indudablemente han de decir: «Parece mentira que aque­llos hombres, sabiendo todo lo que se desprende de lo que halla­mos y sirve de base a nuestro régimen, tuvieran que sucumbir en el cataclismo. ¡Qué espíritus tan endurecidos los suyos! ¡Qué ma­teria tan grosera la que les ligaba! Cuando la palabra de Jesús y la de tantos espíritus no pudo despertarlos, ¡qué terquedad la suya…!»

Ya veis, hermanos, su desgracia, y ya veréis el atraso y el sufrimiento a que esto habrá de conducirles. Por esto os digo que lloréis por ellos, como nosotros lo hacemos por todos, porque es­tán próximos los acontecimientos Estad alerta, hijos míos; traba­jad por la vida del espíritu; velad y orad para que no caigáis en tentación. Os repito estas palabras, que son las de mi Hijo a los Apóstoles, porque veía que podían faltarles fuerzas. Igualmente, os lo advierto, porque temo que puedan faltaros fuerzas en el mo­mento que la mano del Padre se descargue sobre esta ingrata hu­manidad.

¡Oh, Padre mío! Os digo lo que mi Hijo cuando le prendieron: ¡Venga sobre mí todo el peso de la Ley porque así está profeti­zado; pero dejad en paz, preservad a este Apostolado que ha de esparcir por doquier vuestra doctrina! Sí, Padre mío; junto con mi Hijo y multitud de espíritus, os suplicamos que dejéis en salvo a estos creyentes, si su fe persevera hasta el fin. Así con sus escri­tos y las doctrinas de mi Hijo, podrán esparcir por toda la humani­dad las saludables influencias derivadas del Sinaí y del Gólgota, a fin de que un día puedan llegar a vuestro Trono los hombres redi­midos, para pediros perdón por sus culpas.

Así os lo desea vuestra Madre, María,