De la palabra divina

20 – 8 – 1911  – 69.

Hermanos míos: en nombre de Dios os saludo.

Como adicto a las leyes divinas y a las palabras del sin par Maestro, vengo a cooperar a esta obra de adaptación universal, y a consolidar con mi palabra la columna de la fe, testimoniando los irrefutables argumentos del profeta que siempre se atuvo a las inspiraciones de nuestro Padre celestial; y vengo también para que conste que somos los espíritus enviados defensores de la única religión evangélica, que es la que debieran seguir todos los hombres, sin distinción de razas ni de pueblos.

Si en los antiguos escritos se hallan conceptos que hoy pare­cen absurdos, no lo eran en su tiempo, porque estaban destinados a impresionar inteligencias poco cultas. Yo, uno de los apóstoles de las leyes adámicas, reconozco que se hicieron cosas durante mi misión que hoy serían imposibles; pero, precisamente por eso, después de preparar el terreno varios profetas, vino el divino Maes­tro para rectificar aquellos yerros, y hacer renacer de la misma Ley unas enseñanzas puramente espirituales, y, por lo tanto, distintas a las político-religiosas imperantes. Estas eran de tendencias cesaristas: las de Jesús fueron de amplia libertad y democracia, hermosea­das con las ricas flores del ejemplo y del sacrificio.

Aun siendo tan consoladoras sus doctrinas, no han faltado hombres poco escrupulosos por su porvenir que han querido sos­tener las leyes mosaicas y propagarlas entre los hombres de la tie­rra, para poderse afianzar en sus puestos. ¿Sabéis cuáles son és­tos, hermanos? Los que se titulan ministros del Señor y sabios de la Ley; pero ¡cuánta será su responsabilidad! Con su rango y por la ignorancia de las muchedumbres, sólo han procurado su bienes­tar, interpretando a su guisa los Evangelios. Y Jesús, viendo su porvenir y como testimonio anticipado de su pésimo comporta­miento, les dice en los Evangelios:

  1. Entonces habló Jesús a las gentes y a sus discípulos:
  2. Diciendo: Sobre la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos;
  3. Así que todo lo que os dijesen que guardéis, guardadlo y ha­cedlo, mas no hagáis conforme a sus obras: porque dicen y no hacen.
  4. Porque atan cargas pesadas, y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; más ni aún con su dedo las quieren mover.
  5. Antes todas sus obras hacen para ser mirados de los hombres, porque ensanchan sus filacterías, y extienden los flecos de sus mantos;
  6. Y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras si­llas en las sinagogas;
  7. Y las salutaciones en las plazas, y ser llamados de los hombres: Rabí, Rabí,
  8. Mas vosotros, no queráis ser llamados Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois herma­nos.         .
  9. Y vuestro Padre no llaméis a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el cual está en los cielos.
  10. Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo.
  11. El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo.
  12. Porque el que se ensalzare, será humillado; y el que se humi­llare, será ensalzado.
  13. Mas, ¡ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; que ni vosotros entráis, ni los que entrarían dejáis entrar.
  14. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque coméis las casas de las viudas, y por pretexto hacéis larga ora­ción; por esto llevaréis más grave juicio.
  15. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque ro­deáis la mar y la tierra por hacer un prosélito, y cuando fue­ra hecho, le hacéis hijo del infierno doble más que voso­tros.
  16. ¡Ay de vosotros, guías ciegos!, que decís: Cualquiera que ju­rare por el templo, es nada; más cualquiera que jurare por el oro del templo, deudores.
  17. ¡Insensatos y ciegos! Porque, ¿Cuál es mayor, el oro, o el tem­plo que santifica al oro?
  18. Y: cualquiera que jurare por el altar, es nada; más cualquiera que jurare por el presente que está sobre él, deudores.
  19. ¡Necios y ciegos! Porque, ¿Cuál es mayor, el presente, o el altar que santifica al presente?  .
  20. Pues el que jurare por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él.
  21. Y el que jurare por el templo, jura por él y por aquel que ha­bita en él.
  22. Y el que jurare por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquel que está sentado sobre él.
  23. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque diez­máis la menta, y el eneldo, y el comino y dejasteis lo que es más grave de la ley, es a saber: el juicio, y la misericor­dia, y la fe: esto era menester hacer, y no dejar lo otro.
  24. Guías ciegos, que coláis el mosquito, más tragáis el camello.
  25. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque lim­piáis lo que está por fuera del vaso, y del plato; más por dentro están llenos de robo y de injusticia.
  26. ¡Fariseo ciego! Limpia primero lo que está por dentro del va­so y del plato, para que también lo que está fuera se haga limpio.
  27. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados; que, de fuera, a la ver­dad, se muestran hermosos, más por dentro están llenos de huesos de muerto y de toda suciedad.
  28. Así también vosotros, de fuera, a la verdad, os mostráis jus­tos a los hombres, más por dentro, llenos estáis de hipocre­sías e iniquidad.
  29. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque edi­ficáis los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumen­tos de los justos;
  30. Y decís: Si estuviéramos en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus compañeros en la sangre de los profetas;
  31. Así que testimonio dais a vosotros mismos, que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas.
  32. Vosotros también, henchid la medida de vuestros padres.
  33. ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo evitaréis el jui­cio del infierno?
  34. Por tanto, he aquí, yo envío a vosotros profetas, y a unos mataréis y crucificaréis, y a otros de ellos azotaréis en vues­tras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad:
  35. Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre del Zacarías, hijo de Barachías, el cual matasteis entre el templo y el altar.
  36. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta genera­ción.
  37. ¡Jerusalén, Jerusalén! que matas a los profetas, y apedreas a los enviados a ti: ¡cuántas veces quise juntar tus hijos como la gallina junta sus polluelos debajo las alas, y no quisisteis!
  38. He aquí vuestra casa; os es dejada desierta;
  39. Porque os digo, que desde ahora no me veréis, hasta que di­gáis: Bendito el que viene en nombre del Señor.

(Mateo, capítulo XXIII).

Así es el proceder de esas gentes, y por eso les gusta la ley del talión: ojo por ojo y diente por diente. Creen lógica su reli­gión, y consecuentes con ello, sujetan al que no les sigue a terri­bles venganzas. Antes les sujetaron a terribles potros, a terribles piras, a terribles in paces. Pero Jesús, el gran reformador, dice: Perdonad siempre a vuestros enemigos; orad por los que sufren; haced caridad; enseñad con el ejemplo la verdadera moral; amaos unos a otros para llegar a ser del rebaño de Jesús. Así lo hacían también los Apóstoles: cuanto poseían lo entregaban a los necesi­tados. A esos que se llaman directores de almas y ministros del Señor, no les conviene seguir el Evangelio de Jesús, porque les preceptúa la caridad, la abnegación, el desinterés y el perdón de las ofensas; y como están dominados por el orgullo y la avaricia, no es posible compaginar su modo de ser y de obrar con aquellos preceptos. Sienten aversión al perdón, porque son rencorosos, y no perdonan a nadie que les haya ofendido; y así como Jesús amó a los pobres con el más puro amor, para que se encaminasen a la perfección, ellos hacen lo opuesto: detestan a los pobres, para que no causen repugnancia a los ricos que se acercan a ellos a com­prarles la misericordia divina, de la que se han hecho habilidosos traficantes. ¡Ah! ¡Cuánta responsabilidad han echado sobre su con­ciencia! ¡De cuánto retroceso son causantes!

Con la destrucción quedarán arruinadas sus sinagogas, y con ellas sus dogmas y sus ritos y ceremonias. Vendrá otra vez Jesús, y a latigazos los volverá a sacar del templo, convertido por ellos en alhóndiga. Todo caerá para ser reedificado por los creyentes, y éstos enseñarán las doctrinas del Redentor bajo las inspiracio­nes y las enseñanzas que hemos venido difundiendo los enviados por el Padre a modo de precursores, dando a la par testimonio del Espíritu de Verdad ofrecido por el Cristo. No tendrán excusa los que digan que Jesús había dejado velada su doctrina por la pará­bola; pues, aunque grande sea el empeño que se tenga en presen­tarla confusa, se ve en toda ella el esplender de su grandeza, y se interpreta a maravilla con las comunicaciones de los espíritus en­viados.

La sencillez y claridad de esta obra será objeto de muchos co­mentarios por parte de todos los hombres: pues los sabios materia­listas la despreciarán, no queriendo parar mientes en las elevadas revelaciones que contiene; habrá algunos espiritistas que se atre­verán a decir que no están al alcance de los que las han recibido revelaciones de tal magnitud, y que las firmas de los espíritus co­municantes, son apócrifas; otros habrá que deploren el que en todo el libro falte el lenguaje científico, que tan seductor es en esta época, para con él hacerse acreedor de la atención de las inteli­gencias cultivadas; otros, en fin, descubrirán que hay una serie de conceptos que se repiten insistentemente, machaconamente…

Decidme, hermanos: los que así se atrevan a juzgar, ¿serán buenos creyentes? No; porque si estudiara con atención las Sagra­das Escrituras, tendría que calificarlas del mismo modo. Sin em­bargo, nadie podrá negar, ni dudar siquiera, que las parábolas de Jesús, son axiomas filosóficos y tesis científicas. Eso mismo es lo que ocurre con esta obra. A través de sus páginas mazorrales, sencillas en la expresión, sin floreos, sin alardes de sapiencia, en­contrará el que la examine detenidamente verdades científicas y verdades filosóficas a granel, como no puede dejar de ser tenien­do en cuenta que han sido dictadas por espíritus elevados inspira­dos por Dios. Si hablaran el lenguaje científico, muchos serían los que se quedarían sin entender su tecnicismo; hablando el lenguaje vulgar, se dejan entender de los ignorantes y de los sabios.

No creáis, hermanos, que nuestras comunicaciones sean fal­sas, ni tampoco que lo que os anunciamos no tenga otro objeto que el de atemorizaros. Nuestra finalidad es moveros a que os dis­pongáis a creer y a seguir el camino que debe conduciros a la sal­vación. Venimos a deciros de donde procedéis y a donde debéis encaminaros para ser felices. Venimos a infundiros fe, esperanza, consuelo, resignación, amor… venimos a repetiros con Jesús: Adorad a Dios en todas las cosas, y amad al prójimo como a vos­otros mismos. Yo os digo que el que no quiera ver en esta obra la verdadera doctrina de Jesús y de sus enviados, será borrado del libro de la vida y no heredará el reino de los cielos hasta haber pasado muchas existencias.

¡Oh, Dios mío! Escuchad los ruegos de vuestro siervo y los de los Apóstoles y enviados para el bien de la humanidad; tened compasión de los pobres hermanos que pueblan el planeta y están a punto de naufragar en la gran catástrofe. ¡Sí, Jesús mío! Haced que vuestra divina luz penetre en los corazones de estos empeder­nidos hermanos, y que la palabra de vuestros mensajeros pueda moverles y prepararles el camino de su perfección en el corto pla­zo que les queda.

Los deseos de vuestro progreso espiritual, son en mí muy grandes. ¡Ojalá que correspondáis a ellos!

Moisés.