Sanos consejos

30 – 7 – 1911  – 66

La paz de Dios sea entre vosotros hermanos.

¡Hermoso grupo, magnífico acompañamiento de mujeres, y en medio de ellas, María, la Virgen santísi­ma, con su luz de pureza sin igual! ¡Oh, Virgen cariño­sa! ¡Cuán buena sois para todos vuestros hijos! ¡Así, cobijadlos con vuestro manto! Proteged a estos vuestros hijos arrepentidos, como protegéis a todos los pecadores.

¡Ay! Si vierais la brillante luz que despiden, hermanos míos, quedaríais admirados. Con ellos van Teresa de Jesús, María Mag­dalena, María Jacobó y la buena hermana Verónica, aquella que enjugó el sudor de la frente de nuestro amantísimo Jesús cuando iba con la cruz a cuestas camino del Calvario. ¡Oh! ¡Con qué ad­miración vieron los creyentes estampado el rostro de Jesús en el lienzo de la Verónica! Y los sayones, los que impulsados por el populacho iban a cumplir la sentencia, ¡con qué furor y terror vie­ron el prodigio!

Estas mujeres lloraban amargamente por la ignominiosa muer­te que Jesús había de sufrir, y porque consideraban que se sepa­raría de ellas aquella hermosa luz que iluminaba sus pasos y que reforzaba su fe y consolaba su aflicción de pecadoras arrepentidas, A vosotros viene, hermanos míos, la arrepentida Magdalena, para comunicarse por primera vez en esta obra, para que su ejem­plo pueda ser imitado por las muchas pecadoras como ella antes de arrepentirse. Escuchad atentos sus palabras, porque es una her­mana que progresa, y su ejemplo es digno de imitarse.

Vuestra Hermana de la Caridad.

Estimados hermanos en Jesucristo: Mucha es la satisfacción que experimento al cooperar con mis palabras a la obra de la tedención venidera.

Estáis en el siglo veinte, y este es como el primero, porque los procedimientos de maldad son igualmente grandes que en aque­llos tiempos que vino Jesús. Los que se han eregido en redentores de la humanidad, son los primeros en obstruir el paso del progre­so, habiendo sembrado tanta hipocresía, que ésta ha invadido a todas las clases sociales y hace que persigan todo lo bueno y es­piritual, con pretexto de que no es lo acatado y proclamado por la Iglesia; pero ¡ay! se verán impotentes para destruir lo que está lla­mado a progresar, porqué la justicia divina es inexorable e inapla­zable y arrollará cuantos obstáculos se opongan a su cumpli­miento.

¡Desgraciadas mujeres, hermanas mías, cuanto os compadez­co! ¡Cuánta dicha sería para mi veros iluminadas por aquel rayo de luz que a mí me penetró en los momentos en que más feliz me consideraba en mi vida crapulosa! ¡Ah, no; aquello no es felicidad! ¡No creáis que la felicidad sea tan pasiva y tan llena de remordi­mientos! ¡Llorad, mujeres extraviadas; llorad vuestra vida de per­dición, y despreciad los momentos de goce que se os brindan, a cambio de largas horas de angustia y de terribles noches de in­somnio y de remordimientos! ¡Despreciad el deleite, aunque os lo ofrezcan en copa de oro y entre perlas y esmeraldas, que ese de­leite es veneno, y atosiga el alma, y atosiga el cuerpo!

Apartaos de la corriente que os conduce al insondable abismo. ¿Sabéis cual es? La vanidad, el lujo, el coqueteo, el deseo de agra­dar, el empeño en seducir, el querer vencer en las lides del amor. ¡Por Dios os pido que despreciéis todo eso; que os despojéis de joyas y perfumes, de sedas y de gasas, que no son sino lazos y cadenas con las que quedáis sujetas al carro de la liviandad que paso a paso va despeñando su carga por la pendiente del vicio. Haced lo que yo hice al disponerme a seguir a Jesús. Aún estáis a tiempo para reconciliaros; aún podéis ayudar al Galileo a llevar su pesada carga, para que, con los sacrificios hechos por Él, ven­ga el premio a vuestro arrepentimiento. Haced con fe el propósito de no pecar más; dirigíos suplicantes al Padre y pedidle perdón de vuestros grandes extravíos. Con este proceder os hallaréis con fuerza suficiente para defender a vuestro Redentor; como lo hice yo al presentarme delante de aquellos escribas y fariseos a pedir el perdón de nuestro amado Jesús, de Él, que perdonaba a todos, por grandes que fueran las ofensas inferidas. Dad gustosas la vida por el que con la suya redimió a la humanidad, y así seréis libra­das de la corriente destructora de cuerpos y almas.

No temáis a la muerte: ella es un gran factor para que el es­píritu, libre de los estorbos de la materia, vea con más claridad la verdad y bondad de la doctrina del Mártir entre los mártires. Si en vida procuráis seguir sus pasos, es ya un peldaño ganado en la escala del progreso; pues todos, a medida que nos perfecciona­mos, ascendemos y ascenderemos, hasta llegar a la infinita sabi­duría.

¿Por qué los pseudo directores de las masas atemorizan a las gentes, diciendo que con la muerte acaba todo? ¿Por qué dicen que hallarán el premio de sus actos buenos con el goce del cielo, o el castigo de sus actos malos con el penar del infierno? ¡Ah, hermanos, cuán pequeño hacen a Dios! El, todo bondad y justicia, no puede condenar a penas eternas a sus hijos. Para evitárselo les ha dotado de libre albedrío y les ha dado medios de rehabilitación en abundancia. Al lado de cada caída que produce el consiguiente descalabro, está la mano protectora que nos ayuda a levantarnos y el bálsamo bienhechor que cicatriza la herida. No hay castigos eternos impuestos por Dios, como tampoco hay posibilidad de que un espíritu se perfeccione en una sola existencia. Si en vez de amedrentar con la muerte y con las penas eternas, dijesen a sus oyentes los que tienen la misión de educar a las masas, que la muerte.es solo un cambio que experimenta el ser, y que el espíri­tu, libre de su envoltura, progresa con más facilidad; si les hicie­sen comprender también que no hay deuda que no se pague, y que cuando el espíritu se dispone a saldar sus cuentas, tema nue­vo, cuerpo y reencarna en el mundo adecuado a su finalidad, don­de con sus virtudes cancela él debe y aumenta el haber de su per­fección; y si les dijesen, en resumen, que depende de ellos y sólo de ellos su bienestar y su malestar relativo así en lo presente co­mo en lo futuro, podrían llamarse maestros y directores, porque le serían de verdad y su trabajo sería ciertamente espiritual; pero haciéndolo como lo hacen ¿qué hay que decir, ni qué pueden pro­meterse de su obra?

La verdadera enseñanza evangélica sería un freno para todos, porque su virtualidad amortiguaría las pasiones y encendería la llama de la fe y amor al prójimo, lo que daría por resultado pen­sar más en el presente y el porvenir del espíritu que en el presen­te y el porvenir del cuerpo; pero con la enseñanza que de los Evangelios se da, no cabe otra cosa que la indiferencia, la incredulidad y la hipocresía.

¿Sabéis cómo debéis portaros para con toda la humanidad, y en especial, para con vuestros enemigos? Con humildad, con dis­tinción, perdonándoles siempre las ofensas que os hagan, auxilián­doles en todo lo que necesiten. De este modo venceréis a vuestro más implacable adversario, y le venceréis para siempre. Vuestra resignación y buen comportamiento le subyugarán y se sentirá obligado a convertir en respeto y en cariño el odio que os profe­sara; más aún: al reconocer que sus faltas eran grandes, dirá para si: «A este hombre le daría mi vida, si fuera necesario, porque, pudiéndome perder, me ha perdonado y me ha protegido y socorrido, no consintiendo que fuera atropellado-como merecía.»

Así también, al encontraros con los que sufren por la pérdida de un ser querido, debéis confortarles con la verdad de la vida, diciéndoíes: «No lloréis a los que se han separado de vosotros; no están muertos los que con tanto dolor lloráis, muy al contrario, vi­ven y trabajan por su progreso y por vuestro despertar. Libres de la materia que en la tierra se hace tan pesada, reconocerán la jus­ticia divina, y encaminados a ella, rogarán por vosotros hasta el día señalado para vuestra desencarnación, viniendo en aquel en­tonces a recibiros y guiaros por buen camino.

Conformaos con lo que Dios os envía y dadle gracias por ha­berlos llamado a sí. ¡Quién sabe si un día, dominados por las pa­siones terrenas, les hubierais deseado la muerte que ahora lloráis! Todo son pruebas que Dios envía, y los hijos que pone bajo vues­tra custodia, cumplen el doble fin de requerir vuestro sacrificio y de moveros a la perfección; porque la paternidad es una carrera de obstáculos y sinsabores, y el que logra sortear unos y otros sin hacer traición a sus deberes, logra también un gran avance en su progreso indefinido.

Practicad vosotros estas enseñanzas, tan antitéticas a las de las clases directoras; porque si vosotros no las practicáis, se per­derán por desuso. Es preciso que la humanidad se imponga de es­tas verdades, para que espere a la muerte con serenidad, sin te­rror, sin odios, convencida de que es una simple transición en la que nada se pierde y mucho puede ganarse. Los que traspasan su umbral, si van acompañados de fe y no tienen remordimientos gra­ves de conciencia, ven en el espacio fenómenos que les resultarán incomprensibles, pero maravillosos; y los que, desgraciadamente, tienen que doblegarse al peso del remordimiento, hallan lo que di­jo Jesús: el llanto y el crujir de dientes (Mateo, XIII, 5).

Apartaos de las cargas que os imponen los escribas y fariseos de vuestra época, que os cierran los ojos a la verdad y os convier­ten en siervos. No les faltará el condigno castigo, Jesús ya dijo de ellos que echaban cargas pesadas sobre los hombros de los hom­bres, y ellos, ni con el dedo las querían mover (Mateo, XXIII, 4).

Os pido, por los méritos de Jesucristo, que corráis presurosos a recibir al Redentor y Maestro, como yo lo hice: llorando amarga­mente, pidiéndole perdón por las muchas faltas pasadas y dándole gracias por haber percibido un destello de su divina luz, causa de mi arrepentimiento.

¡Oh, Jesús mío! Vos que sufristeis tantas amarguras y una muerte afrentosa por salvar a los hombres, que eran vuestros ver­dugos, no podéis dejar de atender mi voz, que os pide llorando un derroche de clemencia para las infelices mujeres que van ex­traviadas, como yo anduve mucho tiempo. Haced que todas se arrepientan y que tomen el camino de la virtud, que es el de la verdad eterna. Inspiradles que se acojan al lábaro santo del Espiritismo, donde hallarán a la vez consuelo, esperanza, sed de mejo­ramiento y seguridades de alcanzarlo.

María Magdalena.