¡Honra a tu padre y a tu madre!

4 – 6 – 1911  – 5.

Dios os ilumine, hermanos.

Si pudierais tener la dicha de percibir la majestad que está a vuestro lado, ¡qué gozo os Inundaría el alma!

Jesús trascendía sobremanera cuando, dirigiéndose a sus pro­pios discípulos, les decía: ¿Hasta cuándo seréis duros de corazón?

La humanidad ha seguido tan endurecida después como antes del sacrificio: no se ha modificado con la pasión del que vino a redimirla. El, en cambio, siempre tan bondadoso, aun viendo la indiferencia de la masa, ha continuado y continúa prodigando sus bondades, y no cesa en su tarea regeneradora, para que llegue un día en que toda la humanidad se nutra de tan sabroso fruto.

¡Oh, Padre misericordioso, que os dignasteis aceptar los pro­pósitos de vuestro Hijo para encaminar a los hombres! Haced que todos tengan fe para seguir al que por ellos tan generosamente dio su vida.

Hermanos míos, permitid que os diga. ¿Hasta cuándo seréis azote del Maestro? Arrepentíos y volved los ojos al cielo pidiendo misericordia, pagando con vuestra sumisión los inerrables sacrifi­cios de Jesús.

Cedo gustoso el puesto a nuestro amantísimo Jesús, que vie­ne a confortaros, y espero veros dispuesto para restablecer la doc­trina que Él nos enseñó.

Así os lo desea uno de vuestros ángeles tutelares.

Adiós.

La paz de Dios sea entre vosotros.

¡Ay, hermanos míos! No ignoráis que hace diecinueve siglos que está en evolución la generación presente, sucesora inmediata de la adámica. La diferencia moral entre una y otra, sin embargo, no se ha notado, y a no ser la misericordia del Padre, este planeta hubiérase destruido mil veces.

Dios creó el Universo y lo pobló con millares de planetas, po­niendo en cada uno lo necesario a su propio progreso. En la Tier­ra dejó al hombre como dueño y dominador de todo, dándole po­testad para hacer y deshacer dentro de las leyes. Esta prodigali­dad divina no es de extrañar después de haber hecho a su favore­cido a su imagen y semejanza, y después de haberle prometido la gloria inefable a cambio de conquistarla a través de los reinos de la naturaleza. Para ello estableció la evolución y las reencarnacio­nes; aquella para ir ascendiendo y transformándose, y éstas para señalar las etapas del vivir eterno. Durante el paso por los reinos mineral y vegetal, el espíritu no se da cuenta de su existir; en el reino animal empieza a adquirir conocimientos, que van desarro­llándose hasta un grado muy superior, en el que también tiene asiento la conciencia; y por fin entra en el reino hominal, pasando por las razas inferiores, en que tienen algo que envidiar a las bes­tias y ascendiendo sucesivamente a las más cultas y civilizadas.

Cuando el hombre ha efectuado ya tan larga parte de su ciclo evolutivo, tiene conocimientos suficientes para distinguir su poder de todo otro poder, y tiene motivos sobrados para reconocer la existencia de Dios y para caer rendido de hinojos y darle gracias por los beneficios ya alcanzados y por los que su inagotable bon­dad le ofrece en perspectiva; y el no hacerlo, es una ingratitud y una torpeza.

La evolución con todo, sigue su curso, porque Dios sabe es­perar infinitamente y porque la Ley se cumple sin remedio. Pero esa evolución puede acelerarse o retenerse, y esto sí que depende del hombre.

Trabajad vosotros porque se acelere, ya que os hacéis res­ponsables de vuestros actos; pensad en el porvenir, ya que habéis cumplido inconscientemente parte del camino que todo espíritu ha de recorrer, y luego en la seminconsciencia y en la consciencia re­lativa que os ha proporcionado vuestro estado actual. Así iréis cumpliendo la misión que impone el Padre a todos sus hijos y así iréis llegando a la perfección.

Desgraciadamente no todos han cumplido de ese modo y el Padre ha tenido que arrepentirse de haber creado al hombre. (Gé­nesis, VI, 7).

Cuantos padres de la tierra se quejan del mal comportamiento que para con ellos tienen sus hijos; cuántos arrastran una vida de privaciones y sufrimientos, con la esperanza de ser recompensa­dos en la vejez, y cuántos reciben esta recompensa en ultrajes y desprecios. ¿Por qué? Porque la humanidad se sucede, no como el agua de un río, sino como los canjilones de una noria, siendo hoy padres los que ayer fueron hijos, y viceversa. De aquí que el padre despreciado de hoy, puede ser el hijo despreciador de ayer, y cuando no, es, sin ninguna duda, el despreciador del Padre Eter­no; todo lo cual, ya lo tenía El previsto, puesto que le dijo a Adán: «Trabajarás y ganarás el pan con el sudor de tu frente», y a Eva, «alimentarás con tu seno a tus hijos, y entre ellos y tú, reinará la discordia y el egoísmo».

Para regenerar a los espíritus endurecidos de la progenie adá­mica hasta Noé, fue necesaria una destrucción, porque había lle­gado la humanidad al colmo de la miseria moral, y no podía espe­rarse que diera una nueva generación más adicta a Dios y más co­medida en sus pasiones. Quedó Noé y los suyos, y también los descendientes de este Patriarca, que debieran haberse conservado puros, en agradecimiento por haber sido preservados del diluvio, se corrompieron y despreciaron a Dios y a su Ley, moviendo al Padre a tratar de destruirles de nuevo.

Esta vez no se consumó la sentencia, porque pude yo, con mi atrevimiento, salvar el golpe fatal, me impuse a su voluntad, diciéndole: «Padre mío, ¿no hay otro camino para salvar a vuestros hijos que el de! exterminio? Vos sois bueno y misericordioso: sal­vadles sin que tengan que sucumbir en este gran cataclismo; haced que puedan todos comprender vuestra doctrina y la rectitud de vuestra justicia, y que la inmortalidad del espíritu pueda conducirles hasta Vos por medio de reencarnaciones, progresivas, para go­zar de las maravillas de que gozamos los espíritus elevados. Per­mitid, Padre mío, que se cumplan mis deseos».

Muchísimas fueron las advertencias que me hizo, y entre ellas, ésta: «¿Por qué quieres sufrir tanto, si con la destrucción nada se pierde? Tan sólo estas transformaciones hacen adelantar a los espíritus refractarios al progreso, Ya ves que cuando están en­carnados, se olvidan de todo lo que conduce a la perfección’». «Es verdad, Padre mío, le contesté; pero yo tengo confianza en que podrán salvarse, restableciendo Vuestra palabra. ¡Quiero tanto a mis hermanos, que siento vivos deseos de regenerarlos!» «¡Ay, Hijo mío! Te otorgo lo que con tal insistencia me suplicas; pe­ro quiero antes manifestarte todo lo que habrás de pasar. Los hombres de la tierra te llenarán de insultos, te ultrajarán, serás burlado, escarnecido y abofeteado; te amarrarán con fuertes cor­deles y te encausarán como impostor; serás juzgado por los falsos guardadores de la Ley, tu rostro será escupido y tu cuerpo azota­do; coronarán tus sienes con espinas, y no contentos todavía con todo esto, te clavarán de pies y manos en una cruz, que habrás te­nido que llevar en hombros a la cumbre del monte Calvario, don­de expirarás entre dos ladrones agobiado por grandes sufrimientos, Si estás dispuesto a ir a la Tierra para la salvación de todos tus hermanos, no podrás excusarte de nada de lo anunciado: la humanidad es muy ingrata y descargará sobre ti toda su ira» «Muy bien Padre mío, le contesté: estoy dispuesto a cuantos sacrificios sean necesarios; derramaré la sangre por ellos, pues ya sabéis que sien­to un vehemente deseo de corregir sus yerros y conquistarles para el progreso, que ha de ser su salvación. Ya sabéis que no me in­duce el afán del premio, no, porque bien disfruto, Padre mío, en vuestras moradas; pero sí desearía corregirlos con mis enseñanzas. ¡Padre mío, perdonadme y dadme fuerzas para resistirlo todo!»

Ya veis, hermanos míos, a cuánto quedé sujeto por libraros del pecado y enseñaros el modo de llegar a Dios. Mi espíritu que­dó muy afligido por lo que me había dicho el Padre; pero me re­vestí de valor y adquirí la fuerza necesaria para llevar a término el cometido. ¡Cuántos espíritus elevados vinieron a felicitarme! Desde aquel momento quedó efectuado el misterio de la Santísima Trinidad, misterio que aún los hombres sabios, en su mayoría, no saben definir. ¿Por qué? Porque su sabiduría es toda material. A vosotros, creyentes de buena fe, os es dado saberlo por la revela­ción de elevados espíritus.

El Padre sabía lo que había de suceder, y ya tenía escogida a esa mujer santa y pura que me sirvió de madre, espíritu elevadísimo que vino a la tierra para cumplir esa misión. Mi espíritu le anunció que había de ser Madre del Redentor, y ella aceptó gus­tosa los designios del Padre, quedando en el momento hecha la emanación del Hijo del Verbo. Al presentarme en el mundo como un niño, fue porque estaba anunciado por los profetas; y al hacer­me mayor a la vista de los hombres, trabajaba espiritualmente y confundía a aquellos sabios de la Ley. Llegados que fueron los tiempos, fui ultrajado por los mismos que me habían recibido con tanto júbilo. Al ver que mis doctrinas rebatían las suyas, no pudie­ron contener su furor y me hicieron cuanto ya tenía anunciado.

Pero, hermanos, ¿qué importa el sacrificio de la vida, si con él se salvan millares los seres que luego podrán engrandecer el re­baño de los elegidos? Son muchos los que han pagado con ingra­titud los esfuerzos que hice para conducirles por buen camino; pe­ro ellos se cansarán un día de andar errantes y de vivir en las ti­nieblas.

Vosotros que habéis empezado a ver la luz que conduce a puer­to, no cerréis nunca los ojos, porque ella os guiará, como guio la estrella a los reyes magos, hasta conducirles a los pies del Reden­tor. ¡Cuánto sufro si os extraviáis, dominados por la materia! Os hacéis egoístas, avaros, rencorosos, maldicientes…; la duda hace estragos en vuestra alma… perdéis la fe, el amor, la caridad… sois esclavos misérrimos. Tened fijas en el pensamiento las palabras que le dije a Pedro: El que viene a mí y conmigo piensa, nunca se pierde». Haced esfuerzos porque la fe nunca os abandone y así podréis realizar los más estupendos prodigios.

¿Sabéis lo que dijo el apóstol Pedro, cuando me vio andar por encima de las aguas? «Señor, manda que yo vaya también sobre las aguas». Y descendió del barco y ando. Pero al poco rato vol­vió la cabeza, y al verse separado de la playa, tuvo miedo y dudó. Inmediatamente empezó a hundirse. Desesperadamente gritó: «¡Se­ñor, sálvame: me ahogo!» Le cogí y le dije: «¡Hombre de poca fe, por qué dudaste de mí? ¿No eres testigo de cuando la embarcación iba a zozobrar, que os dije que tuvierais fe?» (Mateo, XIV, 28 a 31).

Ya lo veis, hermanos. La fe en el Maestro lo puede todo. No os impacientéis por vuestras cosas materiales. Sufrid con resigna­ción y no injuriéis nunca a Dios ni al prójimo. Vuestro Padre ce­lestial sabe lo que habéis de menester. Llenad de virtudes vuestro espíritu, cumpliendo los preceptos divinos. Contemplad la hermosa naturaleza: en ella todo crece y sigue su curso sin interrupción. Mirad las aves: hallan su sustento sin murmurar del Creador. ¿No sois vosotros más que las aves, más que los animales todos que pueblan el mundo? ¿No es el hombre el rey de la creación? ¿Por qué, pues, habría de faltarle a él lo que a nadie le falta?

Estáis en error al suponer que las especies todas viven sin tra­bajar y de un como pillaje general. Nada ni nadie que aliente deja de llenar una misión, y decir que llena una misión, es decir que eje­cuta un trabajo. Sólo así le es posible la vida; porque la vida, tal como se interpreta en sentido general, no es otra cosa que el tra­bajo apreciado. Vuestra ciencia es todavía muy infantil para poder apreciar el trabajo utilísimo y gigantesco del infusorio. Aprecia el de la hormiga, el de la abeja, el topo, el de una decena de pája­ros… ¿Por qué lo que éstos hacen, no han de hacerlo los demás animalitos? ¿Y por qué no han de hacerlo también las plantas?

Pues sí, todos lo hacen; animales y plantas contribuyen con su trabajo a la armonía del Universo, y ni un animal, ni una planta blasfema de Dios, ni un animal, ni una planta conculca su santa Ley. Sólo el hombre se permite este triste privilegio. Por esto re­sulta el animal más indomable.                                                                   ,

A cuantos disfrutéis de la presencia de vuestros padres, her­manos míos, os pido que rompáis las cadenas que aprisionan a la humanidad pasando de generación a generación. Respetad, vene­rad al padre que quiere conduciros a buen camino, y de ese modo os evitaréis que mañana vuestros hijos se conviertan en vuestros verdugos. Sabed imponeros ante él si os enseña malas doctrinas y os conduce a lugares de perdición. ¡Qué dichoso el que ha en­contrado un padre amoroso que le ha enseñado a ser perfecto! Es­tos disfrutan de la felicidad en la tierra, y la disfrutarán todavía más en el espacio.

Los que podáis ver el fruto que han de dar estos hijos bien di­rigidos, gozaréis y daréis gracias a Dios por haberles sabido incul­car la saludable y fructífera palabra por mí enseñada. Si las gene­raciones lo hubieran hecho así, porque también tuvieron sus pro­fetas, no tendría necesidad de volver vuestro Maestro a la Tierra.

Cuando estén bien implantados la creencia en Dios y el amor a vuestros semejantes, viviréis en estado feliz en el planeta y go­zaréis de las delicias de las esferas elevadas que os prepara vues­tro Padre y mi Padre,

Jesús.