Auto retrato

29 – 5 – 1910  – 3.

La paz de Dios sea entre vosotros, amados míos. Vengo, por segunda vez, para daros un ejemplo de mi vida antes de ser discípulo de Jesús. Era uno de aquellos más acérrimos perseguidores del Maestro; uno de aquellos corazones empedernidos, que tenían por adversarios a todos los que seguían sus huellas. Nombrados por los Tetrarcas, jefe de grupo de aquella soldadesca, mi misión era conducirle a donde acudían los cristianos y perseguir y maltratar a éstos, Mi corazón, duro como el bronce, no sentía compasión alguna, y envuelto por malas influencias de espíritus inferiores, que sin duda estaban jugando con el mío, era dominado por ellos, ha bien dome hecho insensible a las penas de los buenos. ¿Qué me importaba las víctimas, sacrificadas por las hordas que yo capitaneaba? Nada absolutamente.

Un día tuvo que ejecutarse una sentencia, y corno jefe de la banda, fui a cumplirla. La sentencia era dar muerte a un joven inocente, aun mártir más, por seguir a Jesús.

Este joven sentenciado estaba al servicio de los Tetrarcas, sabios de la ley, y como comprendió que el modo de proceder de sus dueños, no era el que mandaba Jesús, empezó a refutar sus doctrinas,  y se decidió a seguir al Nazareno y a practicar sus enseñanzas.

Con ello concitó contra sí una cólera terrible de los que fueron sus directores. Se juntaron en infernal tribunal para dictar la pena que podrían darle al que protestaba de los actos que cometían, y resolvieron condenarle a ser apedreado hasta que muriera, entregándolo a las manos de los herejes.

Seguidos de la muchedumbre, lo llevarnos a un campo. El pobre seguía corno un manso cordero, sin dar señal alguna de desesperación. Al llegar al punto destinado, «hincó las rodillas, y elevando los ojos al cielo, oró a Dios para que le diese. fuerza para resistir aquel martirio, acabando por pedir que perdonase a sus ejecutantes» (Hechos C.  7.  V.  59, 60).

Corno si multitud de espíritus hubiesen bajado a rodear su cuerpo para darle fuerza, recibía las pedradas de aquella gente indígena sin inmutarse y con la mayor resignación. Luego se elevó al espacio, acompañado de aquellos espíritus que bajaron a recibirle, y su cuerpo quedó allí, cubierto de piedras.

¡Pobres cristianos seguidores  de Jesús! ¡Cuánto padecieron por nuestro mal proceder, y sólo par hacer el bien y predicar el evangelio! Cuando vi a aquel, resignado joven, que dio pruebas de ser un santo, sufrir aquella mala muerte, fijos los ojos en el cielo y sin proferir una queja, quedó mi corazón preso de un extraño temblor y tristeza, no comprendía lo que pasaba por mi. Dios mío, me dije, ¿porqué ha sido mi desgracia ser nombrado jefe de esos ejecutores, para dar ese martirio?

Mi espíritu lloraba; pero como hasta entonces no habría sentido nunca compasión, debía sostener mi fuerza; y estando en medio de sayones, no lo daba a comprender, pero en mi interior sentía el grito de mi conciencia, que me llamaba al arrepentimiento.

Al ir a  dar cuenta de todo lo ocurrido a mis  superiores, en la ciudad de Damasco, fui con otro compañero. Yo, muy triste y afligido, no sabia que pasaba en mí. Al encontrarnos a mitad del camino, dije a mi compañero: «Reposemos un poco porque estoy muy apesadumbrado». Lloré amargamente al pensar en la ejecución que acabábamos de hacer. En aquel momento se llenó mi corazón de fé; pedí a Dios que tuviera misericordia de mi, y que se concluyese el tiempo de perseguir a los cristianos.

¡Oh! Cuánta fue mi sorpresa al ver que se presentó ante mí, una luz radiante, y en medio de ella, la figura de Jesús. Caí de rodillas, oyendo una voz que me decía: «Saulo, Saulo, ¿Por qué me persigues?» Aquella voz era de Jesús, que me Mamaba, para mi progreso (Hechos  C.  9.  V.  4, 5),

Quedé anonado, y mi corazón, triste y afligido, pidió perdón por todas las faltas y persecuciones que había hecho contra los creyentes de Jesús. 

Mi compañero, viendo la gran aflicción que sufría, me tomó por el brazo y me acompañó, porqué  había quedado sin ver. Llegamos a la ciudad, y al dar cuenta de lo que había sucedido, y al explicar la visión que tuve, aquel gran Tetrarca no daba crédito a mis palabras y se sentía muy regocijado del asesinato que habíamos cometido. Resueltamente le dije: «Es tan cierta mi visión, corno la ejecución que acabamos de hacer; y desde este momento, ni un minuto más con vosotros: Me siento arrepentido del mal que he hecho, y me voy con Jesús, para que me perdone».

Me volvió  la vista, y desde aquel entonces, fui el acérrimo propagador de sus doctrinas, deseando que así seáis vosotros, hermanos.

PABLO APÓSTOL.