Habla Kardec

13  –  11   – 191 O  – 28

Hermanos míos: Dios ilumine vuestros espíritus.

Tengo inmensa satisfacción al visitaros por pri­mera vez. Os felicito y agradezco vuestros trabajos. Así es como debéis obrar. Tened siempre presentes las palabras evangélicas: «Donde haya dos o tres congregados en mi nombre, allí estaré Yo». (Mateo, XVIII, 20).

Efectivamente, hermanos; es una perfecta verdad; Jesús no deja a nadie, y menos a los que, como vosotros, están designados para levantar la Nueva Jerusalén, donde todos los hombres, incluso los que se titulan sabios y están muy pagados de su saber, verán palpablemente que la doctrina del Maestro es imperecedera. Bajo el bendito lábaro que tremola, caerán los que han querido falsificar su Evangelio, porque siempre irán surgiendo nuevos apóstoles, nuevos redentores y nuevos Cristos que darán su vida, si preciso es, por proclamar muy alto los mandamientos de Dios, y por des­enmascarar a los que han hecho mandamientos de hombres con el propósito de sustituir a los divinos y de que les sirvan de esca­bel con que encumbrarse.

¡Pobre humanidad, cuán ciega vives! Por tu incredulidad ha sido necesaria la venida de muchos Redentores, que han enseñado las doctrinas de Jesús, ya proclamadas por los Patriarcas y Profe­tas de la antigua Ley. No puedes salir del estacionamiento, por­que no das crédito sino al error, no puedes ascender en la fe, por­que sólo conoces el fanatismo. Hasta que por tí misma sacudas ese yugo y eleves el pensamiento a Dios pidiendo luz y amor, es­tarás en el más profundo letargo de la vida espiritual.

Los profetas Abraham, Moisés, Josué, Daniel, Jeremías, Isaías, Abacuc y otros que se citan en el Antiguo Testamento, anunciaron la venida del Maestro. En sus profecías hallaréis el es­píritu de la doctrina del Mesías esperado. Y no es extraño: alguno de ellos, era Jesús mismo revestido con otra materia; y los demás, recibían de Jesús las inspiraciones.

Todo lo que profetizaron, siendo tanto y tan sublime, no bas­tó para redimir a las gentes de sus malas intenciones. Creyeron en la venida del Mesías prometido; pero no se figuraron que tu­viese potestad para destruir las doctrinas por ellos enseñadas. Cuantas veces se decían: «¿Qué leyes impondrá ese enviado? Im­posible que imponga ninguna que contraríe las nuestras; porque, además de basarse en la Ley natural, impuesta por el mismo Dios a la conciencia, en nosotros está la sabiduría, el poder, la virtud y el dominio; de modo que no podrá, ni quitar una tilde de lo escrito, ni intentar rebelarse contra nosotros. Y ¡ay de él, si una u otra co­sa de estas intentase!» Ya en aquel entonces, como ahora y como siempre, se trataba de sofocar con la fuerza todo movimiento de rebelión o de protesta contra lo estatuido.

Dios, al ver los deseos de Jesús de restablecer la fe y esparcir la doctrina espiritual, le mandó a la tierra dotado de toda po­testad para difundir las bases de la moral eterna y para levantar el árbol de la libertad y de la justicia.

En cuanto vino no tardó en repercutir por todas partes la no­ticia de que había nacido el prometido Mesías; y el furor que sin­tieron aquellos escribas y fariseos tampoco tardó en hacerse evi­dente por la impaciencia con que reclamaron la promulgación de las leyes que habían de consolidar en su trono al Rey de reyes y Señor de señores.

Jesús, en tanto, iba creciendo a la vista del mundo, porque así había de parecerlo; y cuando los hombres sabios vieron que en tan temprana edad era un prodigio de inteligencia, según les de­mostraba por sus discusiones en el Templo, temieron que, con efecto, pudiera aplastarles. Este temor fue el que incubó su ira y su propósito de deshacerse de él; ira y propósito que iban crecien­do a medida que notaban los efectos que las predicaciones deje sus causaban en las multitudes, las que se alejaban tanto de ellos como se agrupaban en torno de Jesús.

Hubo siempre gente ingrata que se afanó en la persecución del Justo. A los dos años, poco más o menos, fue perseguido por el tetrarca Herodes, inducido por los sabios de la ley, que de día en día se sentían más molestos en su ya intolerable malestar. Se reunieron en asambleas y concilios y deliberaron sobre la manera más segura de hacerle desaparecer; y aunque tramaron una idea infernal, y aunque dispusieron de toda la fuerza de los ejércitos para ejecutarla, no bastó a sus propósitos y nada afectó al Ser que vino al mundo con la misión de regenerarlo.

Viendo que todos sus esfuerzos habían resultado inútiles, de­cidieron darle muerte, para de ese modo acabar de una vez con El y con su doctrina y lograr que su estandarte no tuviera otro es­tandarte que le proyectase sombra. Lo ejecutaron, pero poco les duró la felicidad. El goce que experimentaron al hallarse sin El fue tan grande, que se consideraron desde luego con la primacía de la fe; más al tercer día reconocieron todo lo apabullante de su impo­tencia al saber que había resucitado. Ya, antes, este recelo amargaba su dicha. ¿Será verdad, se decían, que al tercer día de muerto se levantará de su sepulcro con toda su gloria y ascen­derá a los cielos? ¡Ah! De ser cierto, ¡cuánta contrariedad para nosotros! Pero no, no es posible que vuelva a la vida después de perderla. A pesar de tan óptimos razonamientos, no estaban muy seguros de su valor, y quisieron asegurarse mandando guardar el sepulcro con hombres de armas. Precaución también inútil. A su hora, se remontó glorioso al espacio, para ir a gozar con el eterno Padre.

Grande fue el terror de los fariseos al saber que Jesús había resucitado; pero más grande fue todavía cuando supieron que se había presentado a sus Apóstoles para darles fe de lo que les ha­bía prometido y para exhortarles a seguir predicando la doctrina y a desparramar sus raíces por todo el mundo Siempre han procu­rado los falsos apóstoles, sucesores de los que le condenaron a muerte, cortar esas raíces para que la fe verdadera no pueda bro­tar y florecer en el corazón de los hombres. Muchos siglos hace que su trabajo es continuo para derribar el edificio que cimentó el propio Jesús; pero no les será posible alcanzar la meta, porque la principal raíz se excluye a su percepción, y por lo mismo, a sus planes de exterminio.

Hoy hermanos míos, renace con más rigor que nunca. Nos hallamos como en tiempo primaveral, y por todas partes brota y florece la semilla del verdadero Cristianismo, vinculada en la teo­ría y la práctica de la doctrina espiritista. Sí, esta doctrina es la esencia del Cristianismo; sí, esta religión científica, o esta ciencia religiosa, como queráis, es el catolicismo que Jesús mandó predi­car y practicar a sus Apóstoles, y a cuantos quisieran seguir sus huellas. La incredulidad de los hombres y la indiferencia que sen­tían por sus doctrinas, fue causa de que, a los dos siglos después de Jesucristo, quedaran casi olvidadas, pese a las continuas predi­caciones de los Apóstoles.

Para despertar de nuevo los corazones empedernidos, fue preciso vinieran otros redentores, recordando la moral y la doctri­na de Cristo, y oponiéndose a los mandatos de la Iglesia Romana, que tanto ha falsificado los mandamientos de Dios, como lo prue­ban las bárbaras iniquidades que han hecho sufrir a los que no quisieron ser como ellos. De haber enseñado el camino de Dios, todos habrían de querer a sus hermanos con el mayor cariño, con fraternal amor, y así hubieran cumplido con lo que Dios quería y su progreso fuera mayor y mejor que lo que ahora es; porque has­ta que hayan purgado su mal obrar, les tocará sufrir espiritualmen­te. Ya les dijo Jesús cuando le pidieron señales: «¡Hipócritas! Co­mo queréis comprender las señales del cielo, si las de la tierra no comprendéis? Seguid vuestra carrera, que largo será el camino y grave vuestro juicio». (Lucas, XII, 36).

Sí, hermanos; cuantos redentores vinieron, otros tantos fue­ron mártires de la humanidad retrógrada. Sócrates, Platón, Aristó­teles, Savonarolo, Lutero… todos ellos, y muchos más, fueron víctimas del propio verdugo. Colón, espíritu clarividente que. os proporcionó un mundo por vosotros desconocido, estaba segurísi­mo de lo que decía, y al participarlo a los hombres que se creían sabios, le despreciaron y le trataron de loco. De loco trataron tam­bién a Jesús y de loco tratarán a todo hombre que se proponga restablecer la doctrina evangélica.

Los Apóstoles, al separarse de Jesús para empezar sus predicaciones, le preguntaron que les sucedería y cuáles serían sus sufrimientos a lo que Él les contestó: «¿Creéis que habéis de ser más que vuestro Maestro? ¿No veis lo que me ha sucedido a mí? Solo por practicar el bien moral y materialmente, me he visto persegui­do, calumniado, escarnecido, mancillado y sometido a juicio de aquel magistrado material, que, influido por aquellos desalmados, me condenó a muerte. Por lo tanto, si queréis ser mis discípulos, no penséis en lo que habéis de padecer; tened confianza en vues­tro Maestro, que yo estaré entre vosotros; no temáis a la muerte, porque la muerte del cuerpo es la liberación del espíritu si se ha cumplido dignamente; y como recompensa a vuestros trabajos se­réis sentados a mi tribunal, dando por muy bien empleados vues­tros sufrimientos, diciendo: «Gracias, Jesús; vuestras promesas se han cumplido estrictamente».

Yo también, en mi última existencia, vine a la tierra para es­parcir el Evangelio e introducir las ideas espirituales entre los hombres de la época presente; porque ya sabía Dios que había hombres que podían aceptar las sublimes doctrinas del Espiritismo como verdades trascendentales de las doctrinas de Jesús. En otras ocasiones había venido; pero no habían tenido mis enseñanzas el alcance que, en esta última, porque fueron quemadas las obras es­piritistas y cuantas similares hicieron los hombres que sólo traba­jaron en aras de la moral de Jesús. Ahora no; ahora han sido acep­tadas y han dado mucho provecho, por lo que me siento satisfe­cho y bendigo el momento en que Dios me llamó para conferirme tan sagrada misión, bajo la égida e inmediata dirección y amparo de Jesús. Bajo su inspiración compuse las obras que tanto se han divulgado por todo el mundo y que tan sazonado fruto han dado y han de dar todavía a cuantos por ellas reglen su vida.

Vine en misión del muy elevado planeta Sirio, donde reina la más completa fraternidad, donde no se conoce el orgullo ni el egoísmo. ¡Ay hermanos! El día que podáis morar en él, ¡cuán grande será vuestro goce! Ahora yo me traslado donde quiero, porque acudo a otros planetas todavía inferiores a la Tierra, para inspirar a los que allí se distinguen las ideas espirituales e ir pre­parando de ese modo su evolución progresiva

Nicasio también vino con misión redentora. Era espíritu elevadísimo y estaba dotado de grandes facultades. Hubiera hecho cosas notables, asombrosas, si no se hubiese extraviado. Estable­ció un apostolado muy acérrimo a las ideas espiritistas; pero, ¡qué lástima! ¡Cuánto lo sentimos todos los espíritus que queremos el progreso y trabajamos por él! Fracasó por el orgullo de que se dejó apoderar, al ver las distinciones de que era objeto por parte de los espiritistas. Hoy se encuentra perturbado; pero en su pri­mera reencarnación, podrá, otra vez, desarrollar sus facultades psíquicas.

El orgullo y el egoísmo fueron causa de que Adán viniese a este planeta y fuese cabeza de la raza adámica. Mientras desinte­resadamente no se siente una idea, por elevada que sea, resulta estéril; mientras desinteresadamente no sintáis y abracéis la doc­trina espiritista, ésta no dará fruto para vosotros y no podrá realizarse lo que algunos espiritistas desean.

Hermanos míos: os deseo y ruego a nuestro Salvador que los acontecimientos no os cojan desprevenidos; que tengáis fuerza pa­ra seguir la senda que habéis empezado y que cooperéis como buenos obreros a echar las bases del nuevo Templo, según habéis ofrecido a Jesús. Estoy seguro de que no os dejaréis dominar por ninguno de los malos instintos que a otros varios han vencido. Os pido, como espíritu protector de los espiritistas, que perdonéis sin­ceramente a vuestros enemigos y que los acojáis al amparo de vuestra bandera, que es la de Jesús que cobija a todos los hom­bres.      

Así como la doctrina de los ultramontanos dice que fuera de ella no hay salvación, vosotros, no, nosotros los espiritistas, deci­mos y hemos de decir que todas las doctrinas salvan si se practi­can con sujeción a la Ley y con pureza de propósitos Si los lla­mamos a nosotros y les decimos que sean buenos, que estudien el Evangelio y que practiquen lo que Dios y Jesús proclamaron, es porque ese es el camino más breve, más suave y más placente­ro para alcanzar la felicidad. Fuera de este concepto, todos los credos sirven para honrar a Dios y amar al prójimo, y la Ley da­rá a cada cual lo que en justicia se merezca.

¡Oh, Padre misericordioso! Tened compasión de vuestros hi­jos; acogedlos en vuestros divinos brazos. Se cansan ya de pade­cer; pero comprenden que cosechan lo que sembraron. ¡Perdonad­les! Todos hemos sido malos, y con vuestra infinita bondad he­mos ido mejorando. Haced que ellos mejoren también y sean aptos para difundir la doctrina.

Os lo pide vuestro discípulo que trabaja por el progreso de la humanidad, y porque vuestras leyes echen raigambres por doquier. Concedédselo; haced que estos sus patrocinados tengan fuerza pa­ra resistir lo que el porvenir les reserve y para convertirse en ada­lides, en campeones decididos de vuestras doctrinas de paz, amor y progreso universal. Esto os implora, Allán Kardec.