Voz de aliento y de consuelo

15 – 1 – 1911 – 38

La paz de Dios sea con vosotros, hermanos.

Debo daros las gracias porque acudís a este recin­to a pesar del tiempo intempestivo que hace, cumpli­mentando así los designios de Jesús y de los elevados espíritus.

Así debéis obrar siempre, hermanos. Ya encontraréis la debi­da recompensa. No daréis por mal empleados el tiempo y el es­fuerzo que en ello pongáis, cuando os deis cuenta del valor que esto tiene a los ojos del Maestro. Comprendo que no podáis ima­ginar el valor que esto tiene y los beneficios que ha de reportaros, porque la materia es gran obstáculo para divisar en las cosas espi­rituales; más cuando hayáis dejado esa cárcel corporal que tiene confinado a vuestro espíritu, entonces será cuando os gozaréis y refocilaréis, porque comprenderéis en todo su alcance el mérito contraído.

Sí, hermanos míos; trabajad; no seáis perezosos, que para al­canzar la gloria celestial, tienen que hacerse muchos esfuerzos. Ya sabéis que hemos sido muy malos; y para lograr el bien, es preci­so trabajar con mucha fe.

¡Oh, soberana Reina del cielo! Vos, que venís a visitar a es­tos pobres hermanos que están deseosos de poner en marcha la obra y de estampar con letras de oro la moral del porvenir, ayu­dadles, para que después de esta vida puedan encontrar inefable descanso en el espacio. Los que vendrán en la nueva era serán espíritus más adelantados, y en no muy lejano tiempo sufrirá un cambio el planeta, quedando en él solamente espíritus angelicales.

Ahora, hermanos, vendrá nuestra Madre. Es tanto el deseo que tiene de que progreséis, que no podéis imaginaros su satisfac­ción porque sois buenos creyentes y Apóstoles de su Hijo, a quien ayudaréis a llevar la cruz de la redención humana.

¡Venid, Madre mía! ¡Amparad a vuestros hijos que os ve­neran!

¡Fe en Dios y amor al prójimo!

Vuestra Hermana de la Caridad.

¡Hijos míos! Os amo con tierno amor; como amaba a mi Hijo. No es posible que la madre que es buena, pueda olvidar a sus hi­jos. Me compadezco de todas, porque todas han sufrido grandes penas en el cumplimiento de sus sacrosantos deberes.

Recuerdo en este instante lo que yo sufrí cuando la pasión de mi amado Hijo. Odiado y perseguido por el pueblo ingrato, que así recompensaba su ingente amor a todos los seres, no obedecía mis ruegos de que se retirase y dejase a un lado la misión que es­taba cumpliendo. «Tú no sabes lo que es el cielo, madre mía, me decía Tú y yo hemos venido a padecer y a enseñar con el ejemplo el camino de la virtud y el amor que hay que tener a to­dos los seres, para llegar a obtener el progreso del espíritu. Con la doctrina que les predicaré, podrán salvarse de las faltas que hoy cometen. Sí, Madre mía; tenemos que enseñar con nuestros sufri­mientos; y ya os he dicho que además de perseguido, escarnecido y calumniado, he de ser coronado de espinas, clavado de pies y manos y muerto en una cruz.

¡Oh, Madre mía! En tales momentos sentiréis una pena tan grande, que vuestro corazón será traspasado con siete espadas de dolor; pero, ¡fortaleza, Madre mía, que todo ha de ser en honor de Dios y para gloria del género humano!» Y elevando los ojos al cielo, exclamaba resignado: «¡Cúmplase, Padre mío, Tu santa voluntad!»

¿Podríais encontrar otra madre que sufriera tormentos tan crueles como los míos? ¡Ver a mi Hijo devorado por aquella gente sin piedad, y tener que llegar a la consumación de todo lo que por El fue anunciado! ¡Ay, hijos míos! No creía que pudiera ser ins­trumento de tantos padecimientos. Gracias al valor que con su se­renidad me daba, pude resistirlos.

La madre que pierde un hijo entre vosotros, también sufre; pero si fuera creyente en la doctrina espiritual, no experimentaría aquel dolor, porque persuadida de lo que es la muerte, en vez de desesperarse, daría gracias al Padre espiritual por haber llamado a sí a aquel ser, sacándolo de este mundo miserable, donde solo su­frimientos le esperaban. Sí, madres y padres. No lloréis por los hijos que Dios os ha quitado. Elevad los ojos a Él y dadle gracias, lo mismo que a Jesús por haberlos llamado a su compañía…

Mirad a vuestros hijos allá, en las esferas celestes, que están con los brazos abiertos pidiendo a Dios misericordia en vuestro favor, para que reconozcáis la divina justicia. Ha llamado a aque­llos seres para que no se perdiesen en ese charco de inmundicia que os rodea, y para que cuando vosotros dejéis la materia, si vuestras obras os permiten pasar por la puerta angosta, encontrar­los como auxiliares que os tracen el camino de vuestro progreso, y, llenos de amor, os den la mano y os conduzcan a las moradas que vuestro Padre os tiene preparadas.

Desprendeos de las cosas del mundo, que sólo sirven para venda de vuestros ojos, y no os dejan apreciar las cosas que os anuncio ¡Cuán dichosos sois los que tenéis hijos dotados de eleva­do espíritu! En ellos tenéis guías que piden al Padre por vuestro adelanto. No rechacéis las buenas inspiraciones, porque son tele­gramas de los espíritus que os quieren bien. Tened cuidado, que el espíritu malhechor acecha y pudiera conduciros por otro cami­no. Desviadlo de vuestro pensamiento, porque son muchos los es­píritus errantes hipócritas que se complacen en estorbar el progre­so ajeno.

Escuchad y estad atentos a la voz de la conciencia, que es el buen espíritu que habla con el vuestro para enderezaros por la senda del bien a la perfección. Si dais una mirada a los demás hermanos y veis que se regodean en los placeres materiales, no os entretengáis con ellos, porque aquel instante es el que aprove­cha el espíritu del mal para induciros al pecado, ponderándoos los goces del lujo, de la vanidad, de la molicie, de la concupiscen­cia y presentándoos como sobrados, rígidos y sin jugo el cumpli­miento del deber, el amor y la caridad que sentís cuando estáis congregados y entregados a las buenas acciones y meditaciones.

Compadeceos de esos pobres hermanos que no pueden ver la luz, porque les ciega, que no pueden andar por el sendero, porque se han desviado de la línea recta que había de conducirles al posi­tivo bienestar en la familia, en la sociedad y en los senos del Infini­to. No os acongojéis por no disfrutar de sus placeres, pues son tan contrarios al espíritu, que solo tinieblas proyectan sobre él.

Creo que con atención escucháis los consejos de una madre que tanto amor os profesa. Si os parece que esta vida se hace pe­nosa al privaros de ciertas diversiones, desviad esos pensamien­tos, porque cuanto más austeros os hagáis, mejor practicaréis la moral de Cristo y mejor apreciaréis las ventajas de la vida recatar da, laboriosa y ungida con el óleo santo de la virtud. ¿No veis que el tiempo que pasáis en esta vida es sólo un sueño? ¿No veis que en un triste momento podéis encontraros en las tinieblas don­de otros muchos espíritus se arrastran, sufriendo todas las cala­midades?

Vosotros, hijos míos, si seguís mis consejos, añadiréis al rela­tivo bienestar de que ya disfrutáis, y del que no podéis quejaros, la satisfacción íntima de las almas justas, que es el supremo bien a que en la tierra se puede aspirar. No podéis quejaros de vuestro presente, os vuelvo a decir. Tended una mirada en tomo vuestro, y hallaréis millares de familias padeciendo toda clase de infortu­nios. Vosotros disponéis de lo necesario; ¿todavía no estáis con­tentos? ¡Cuánta ambición la del hombre! Romped esas cadenas que os tienen amarrados a la tierra; revestíos de valor para empe­zar a cruzar aquel puente que os indicó vuestro hermano San Agustín, y entonces comprenderéis que no debéis atormentaros por acaparar, que vuestra cruz es ligera, que estos sufrimientos son leves, que la vida de la tierra, cumpliendo con lo que dice Jesús, es buena, es feliz; porque el trabajo para el perfeccionamien­to, dignifica al hombre.

Habéis tenido la suerte de ser llamados al rebaño de Jesús, como las ovejas descarriadas de tantos siglos; habéis comprendido al Espíritu de Verdad, que ha venido a despertar vuestros senti­mientos; habéis sentido la influencia bienhechora del Padre, que os llama así por la virtud y el sacrificio de lo estéril y dañoso. Estáis de enhorabuena. Sois de los que pueden gozarse en su corazón, porque les ha llegado el día de su renacimiento a la vida del es­píritu.

Hermanos míos, considerad cuán grande es el amor divino, cuando así se comporta con vosotros. Correspondedle, no seáis ingratos. Ensanchad vuestros corazones al amor; amad a vuestras esposas, a vuestros hijos, a vuestros deudos, a vuestros semejan­tes todos. ¿Veis el sol cuando amanece, que vivifica con su beso de luz y de calor a la naturaleza entera? Pues así vosotros, vivifi­cad con vuestro amor a cuanto os rodee. El amor es el gran Jor­dán de las almas. Si no hubiera sido por el amor que sentía por los hombres, Jesús no hubiera ascendido al Calvario; si no hubie­ra sido por el amor que sentía por mi Hijo, yo no hubiera perdo­nado a sus verdugos. El amor es perdón, olvido, fe, esperanza, sacrificio y resignación. Amad mucho, y lo tendréis todo; amad más aún, y los cielos y la tierra se estremecerán de gozo en vues­tra presencia.

Tened piedad y compasión de vuestros enemigos; no tengáis vosotros enemigos; envolvedles con vuestras benéficas influen­cias, arrebatadlos del camino de perdición porque transitan y con­ducidles al del deber, que es por donde deben ir, y entonad a co­ro, desde el fondo de vuestras almas un himno de amor a Dios por ser fuente de todo bien y de amor al prójimo como comple­mento del amor a Dios.

Os lo recomienda vuestra Madre,

María.