No caigáis en tentación

15  – IO   – 1911  – 76

Dios os santifique, hermanos.

Velad y orad, nos dice Jesucristo, para que no caigáis en tentación. El punto de apoyo más firme pa­ra el día que Dios mande sobre la Tierra lo que ha de aniquilarla, es ese, la oración. Vengo a recordároslo en estos crí­ticos momentos en que tan cercana está la hora postrera, para que veléis y oréis y no os sorprenda el momento señalado, que será rápido, instantáneo y de desastrosos e inmediatos efectos. Como buena Madre vengo a advertiros una vez más, que pronto van a terminarse para vosotros las delicias de la Tierra, y como quisiera que os salvarais, os exhorto a que redobléis vuestros esfuerzos por cumplir con lo que preceptúa mi Hijo y entrar en el rebaño de sus elegidos. Os lo pide vuestra Madre, a quien angustia vuestro porvenir. No ceso de llamaros, de atraeros y de ofreceros mi man­to protector para que os cobijéis bajo él, porque me horroriza la espantosa noche que se os avecina.

¡Pobre humanidad! Cuando pienso que te hallas confiada y descuidada a la orilla de un mar alborotado; cuando veo que se dirigen hacia ti las olas rugientes y asoladoras que amenazan zam­bullirte en los profundos abismos, exclamo: ¡Padre mío! ¿Qué se­rá de tantos hijos, si no realizan la conversión que les aconsejo y deseo? ¡Pobrecitos! Sin daros cuenta, os veréis en el abismo, se­pultados en la tierra, y vagando vuestros espíritus por el espacio, sin daros cuenta de vuestra verdadera situación y resarciendo con que lo lian leído hubieran tenido empeño en ver e! pensamiento de Jesús, lo hubieran conseguido y hubieran podido ser los mentores de sus otros hermanos de cautiverio. Se han contentado con la pa­ja y han menospreciado el grano: ahora han de cargar con la res­ponsabilidad que les abruma.

Por la misericordia del Padre bondadoso, por la sangre que derramó mi adorado Hijo, a todos os pido, hermanos míos, que, ya que no habéis hecho caso de sus doctrinas, os hagáis capaces de las advertencias y sanos consejos que os dan los buenos espíritus en esta obra regeneradora. Son los seres más elevados los que en ella han depositado las mieles de su bondad y las tintas irisadas de su sapiencia: que al darse a luz seáis vosotros los que le pres­téis acatamiento y la divulguéis.

Despertad del sueño soporífero que solo os puede proporcio­nar pesadillas; seguid al Maestro y pedidle perdón, y Él os condu­cirá a moradas de luz y de felicidad verdadera. Si vuestro arre­pentimiento es sincero y vuestra fe ferviente, posible es que os destine al rebaño de sus elegidos para la siembra y el cultivo y defensa de su sacratísima doctrina. ¡Qué dicha la vuestra, si lle­gáis a ser de ese moderno Apostolado!

¡Padre mío! ¡Atended los incesantes ruegos de esta vuestra miserable[1] hija, y conceded el perdón y la gracia del progreso in­definido a todos los pecadores! ¡Jesús mío! A Ti acudo también para que escuches mis súpli­cas y niegues al Padre por la salvación de esa pobre humanidad. No había comprendido, Hijo mío, tu abnegación de antaño, cuan­do te inmolaste por ellos. Mucho padecí, porque vi en ello la muerte a traición del Justo; pero padezco ahora mucho más, por­que me doy cuenta de tus angustias morales, mil veces superiores a tus angustias físicas. Haz un nuevo esfuerzo, y que todos sean salvos y eleven sus alabanzas al Padre de los padres.

Hermanos míos, cumplid con lo que os preceptúa mi Hijo, pues son llegados los tiempos en que se han de cumplir los desig­nios del Eterno. Los espíritus elevados no dejamos de ver que es­te gran cambio ha de reportar un grandísimo progreso, tanto a dolores las faltas ahora cometidas con negligencias y livianos pla­ceres. Atendedme; atended a las enseñanzas que contiene esta obra regeneradora, llevada a cabo por elevados espíritus que sólo anhelan el bien, la felicidad de todos. Ya que antes no habéis vis­to la luz celestial que brota de los Evangelios, ved ahora esa mis­ma luz en esta Nueva Revelación que se nos da para la Regenera­ción del Género Humano, y para libraros de la catástrofe y de que vuestro espíritu se halle inhibido de las ventajas del progreso pla­netario.

¡Qué tristeza causa el considerar que después de tantos siglos de haberos enseñado Jesús con su ejemplo, todavía miréis con desprecio sus doctrinas y todo lo por El anunciado! ¡Ay, herma­nos! No os habéis tomado la molestia de escuchar su palabra, y os encontraréis con los ojos vendados y sin poder descubrir el porve­nir ni practicar entre vosotros la moral que inspira un verdadero amor a los semejantes. ¿Podréis encontrar hermano y maestro más fiel que Jesús? ¡No! ¡Nunca! En la Tierra, por falta de fe, os sois contrarios unos a otros; olvidáis los favores que recibís y no olvi­dáis ni perdonáis los agravios; tenéis por norma de conducta ante­poner vuestra particular conveniencia a. toda otra conveniencia, y como desconocéis el espíritu de verdadera caridad, sois incapaces de sacrificaros por nadie ni por nada.

Cosa totalmente distinta fue Jesús. Vino a la Tierra con toda su potestad, y vino para sacrificarse por sus hermanos, para der­ramar su última gota de sangre y lavar con ella las culpas ajenas, para llamarnos a Sí, y enseñarnos a ser buenos. Vosotros, siem­pre duros de corazón, le pagasteis y le pagáis con ingratitudes, y no sólo os habéis olvidado de sus enseñanzas redentoras, sino que habéis escarnecido su infinito amor, menospreciando el perdón que pidió al Padre para todos, y en primer término, para sus desdicha­dos verdugos. Ni esta sublimidad insuperable logró conmoveros; al contrario: habéis negado la cara a Dios para más abusar y en- cenegaros con las cosas del mundo. ¡Cuán desdichados sois! Os habéis entregado sin resistencia a los que ajusticiaron a Jesús, y os han hecho esclavos de sus errores, para que no podáis pro­gresar.

Causa lástima que sean tantos los que han leído el Nuevo Testamento, y tan pocos los que lo han interpretado. Si todos los planetas como a sus habitantes; pues si estos son verdaderos cre­yentes, una nueva era de felicidad es la que el cataclismo les de­para; pero, ¡ay! contra los pocos merecedores de galardón, están los muchos que habrán de empezar una nueva vida de penalidades para cubrir sus deudas y poder, de existencia en existencia, le- montar en alas del progreso a la purificación primero, a la perfec­ción después.

¡Animo, hermanos míos, ánimo! Abrid los ojos para ver la luz; estad alerta para no caer en poder de los traidores que os sa­len al camino. No temáis: se os ha dado y se os dará luz suficien­te para que podáis distinguirlos, y si no seguís sus malos procede­res, veréis coronados vuestros esfuerzos con la correspondien­te diadema de gloria. Seguid siempre teniendo la mirada fija en los Evangelios, que éstos serán para vosotros lo que la estrella para los Magos: el guía que os librará de la catástrofe y os llevará al lado del Redentor.

María