El Credo verdadero

18 – 6 – 1911  – 60

Hermanos míos, os saludo en nombre de Dios, como salu­daba mi espíritu a María, diciéndole. «Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo y ben­dita tú eres entre todas las mujeres». Yo, a vosotros, os digo, pidiendo a Dios que os salve y os llene de gracia para que seáis bendecidos por El entre los demás hombres, y que esta gracia fortalezca vuestros espíritus para ser derramada sobre los demás hermanos de la Tierra.

Bien sabéis que son muchos los que consideran como sabios a los sacerdotes, a los letrados y a los hombres de estado, de quie­nes buscan el consejo porque creen que, habiendo estudiado leyes, han de ser buenos consejeros. Se equivocan, no obstante, muchas veces; porque la mayoría de los seres aludidos, si bien son inteli­gentes, les falta la fe y la creencia en lo espiritual, y esto es causa de que no puedan aconsejar y guiar como es necesario. A lo que aplican su sabiduría, ya lo véis: al dominio de los demás, al logro de honores y riquezas, no importa el modo de alcanzarlas en el fon­do, con tal de que sea visible en la forma. Esto, naturalmente, les crea enemigos y odiosidades; y como lo saben, hace que ellos sean déspotas y orgullosos, y que, al legislar, lo hagan en provecho de los menos y no de los más.

Realmente estos sabios, estos legisladores que así os tratan, os dan lo que os merecéis. Sois verdugos y sois incrédulos. Vues­tra poca fe y el orgullo que os domina, porque también os consideráis sabios, hace que los sabios que habéis aclamado y colocado en el pináculo, os den lo merecido, lo apropiado a vuestra manera de ser. No os quejéis, si sois atropellados: no tenéis derecho a quejaros. ¿Como queréis que hombres tan materializados, tan me­talizados, puedan aclarar vuestras dudas y guiaros por caminos de sana moral, si empiezan por desconocerlos ellos? Por otra parte, vosotros tampoco sentís otra cosa que el materialismo, y si os acon­sejaran y guiaran espiritualmente, les desoiríais, como desoís a Je­sús, como desoís a los que os predican su doctrina. Sois los ciegos guiados por otros ciegos de que habla el Evangelio.

Los directores de vuestra sociedad, no se han hecho conseje­ros para servir a los demás, no, sino para servirse a sí mismos; no tratan de extender la riqueza pública, sino de acaparar la riqueza propia; no buscan la gloria y bienestar para su pueblo, sino la glo­ria para su nombre y el bienestar para su cuerpo. Cuando un pobre acude a ellos a pedir consejo, pronto le descorazonan y despachan. «Es pleito perdido; no tenéis razón, no es justo lo que pedís», le dicen en tono seco y con ademán despectivo poniéndole en la puer­ta poco menos que a empujones. Cuando es un acaudalado el que se va a informar, puede ser dudoso el asunto y tenerlo que estu­diar el consejero; pero injusto, irracional, nunca. «Lo estudiaré, y veremos qué puede hacerse; desde luego le prometo poner a tribu­to todo mi escaso valimiento; váyase V. confiado que yo velaré por sus sagrados y legítimos intereses…»; y realmente velan por ellos, pero con la pérfida intención de ver el modo cómo van pa­sando de la caja del cliente a la propia. Este es el cuadro. ¿Qué es deforme, horroroso, nauseabundo? ¿Y quién tiene la culpa? El hombre, la mayoría de los hombres, que, en lugar de ajustarse a la Ley de Dios, han buscado siempre la manera de conculcarla.

Si la sabiduría se hubiera desarrollado paralelamente con la moral; si los conocimientos humanos arrancaran y se apoyasen en la base y fundamento de todo conocimiento, ¡qué cambio habría experimentado la humanidad! Todos los hombres habrían seguido el buen camino, y a los que se dicen sucesores de mis Apóstoles les hubiera sido obra meritoria no disfrazar las leyes de Dios con las secundarias por ellos impuestas. Pero la igualdad de mi ley no era conveniente al bienestar que esa minoría se ha procurado, y de ahí el menosprecio y la conculcación de los preceptos. Triunfar, señorear; nada importa que este triunfo y este señoreo implique la derrota y humillación del mayor número.

Ya veis en qué consiste toda la sabiduría de vuestros super­hombres. ¡Cuántos y cuántos pasarían por eminencias, si no hu­biera quien contradijese sus palabras! Generalmente, conocedores de su flaqueza, sólo gustan hablar desde donde definen, pero no discuten ni pueden ser contradichos. El pulpito es su mejor tribu­na, su ideal tribuna. Saben que allí está garantizada la inmunidad por mucho que disparaten; y los que los oyen, aunque se den cuenta de las falsedades, de los absurdos o de las inmoralidades que viertan no tienen otro remedio que callarse y pasar porque aceptan lo que han oído. Y que lo predicado en tal lugar y en esa forma no suele ser lo predicado por Jesús y los Apóstoles, aunque lo esmalten con algunas de sus parábolas, es cosa evidente; pues, siguiendo la oración, se ve que lo adherido a la doctrina evangé­lica, hace que el sentido de ésta quede totalmente cambiado. Para con ello lo que con el Credo: no es conocido por el que se enseña, el que los Apóstoles formularon. Estos, aun siendo espíritus eleva­dos, no pudieron interpretar todo lo que yo les dicté. He aquí, her­manos, el Credo que debe confesar todo buen cristiano:

Creemos en un solo Dios Omnipotente; Justo y Bueno, que hace y puede hacer todas las cosas.

Creemos que para la redención del género humano envió a su Hijo, el cual es Jesucristo.

Creemos en la pluralidad de mundos habitados e inhabitados.

Creemos en la sublime Ley de Reencarnación, porque sin és­ta sería imposible el progreso del espíritu y no se comprendería la divina Justicia.

Creemos que todos somos hermanos y que tenemos que amar­nos mutuamente, teniendo en cuenta que el odio, el orgullo y la ambición, es un retroceso para el espíritu, y sin fe, amor y caridad, no puede prevalecer este Credo, porque se dejarían de cumplir los mandamientos de Dios.

Algunas de estas frases no fueron interpretadas por los Após­toles, hermanos míos; y ahora que han comprendido los secretos de la Naturaleza y el fondo de mi doctrina, las rectifican, para que puedan regirse por ellas los verdaderos espiritualistas regenerado­res de lo venidero.

Ya poseéis, hermanos, El credo que os dicta Jesús; también se os ha dado en el curso de esta obra el verdadero Decálogo, y a continuación se os formula el acto de contrición, para cumplir con los deberes que el hombre tiene para con Dios.

DEBERES DEL HOMBRE PARA CON DIOS

Primero: Dios es espíritu, y los que le adoren, en espíritu

(mental, con recogimiento, boca y ojos cerrados) y en verdad es necesario que le adoren. (Juan, IV, 24).

COMO ARREPENTIMIENTO

¡Oh, Dios! Conforme a Tu misericordia, conforme a la multi­tud de Tus piedades, borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, límpiame de mi pecado; porque yo conozco mis rebe­liones y mi pecado está siempre delante de mí. A Ti, a Ti sólo he pecado y he hecho lo malo delante de Tus ojos. (Confiésalo). Porque sea reconocido justo en Tu palabra y recto en Tu juicio. He aquí: Tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría, Esconde Tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades, cual yo borro las de mis enemigos. Crea en mí, ¡oh, Dios! un corazón limpio, y renueva la rectitud en mi espíritu. No me eches de delante de Ti, y no quites de mí tu Santo Espíritu. (Salmo, Ll).  ;

TRIPLE ORACIÓN

Un padrenuestro, para que Dios nos conceda nuestra salud espiritual y corporal. (Salmo, XLI, 4).

Otro padrenuestro, a la salud de todos los que sufren. (San­tiago, V, 14 y 15).

Y otro padrenuestro por todos nuestros enemigos (Mateo, V, 44), así los espíritus encarnados (que son las personas vivas) co­mo desencarnados (que son las personas difuntas), de todos los cuales tenga Dios misericordia tan purificados como los espíritus que os han asistido, y con ellos seréis conducidos a la Ciudad Santa, para derramar desde allí be­néficas influencias sobre los demás hermanos, impulsándoles a la propia y pronta conversión. Juntos todos, trabajaremos para el progreso de la humanidad y el infinito progreso universal.

Jesús.