El enviado y el que envía

10 – 9 – 1911 – 72

La paz de Dios sea entre vosotros.

Os recomiendo, hermanos míos, que seáis buenos defensores de los Evangelios en todo tiempo y lugar, para enseñarlos con toda claridad a las generaciones venideras.

¿Qué sucederá en vuestro territorio, con la publicación de esta obra regeneradora? Nadie en la tierra lo sabe; y vosotros tampoco podéis formaros una idea de lo que acontecerá, aunque seáis los instrumentos escogidos para tal objeto. No tenéis aún bastante per­fección para gozar del don de profecía. Como los enviados de Dios venimos a vosotros para fusionar el común esfuerzo en la obra re­generadora, podréis saber algo más con lo que nosotros os indica­remos.

Desde luego os prevengo que estéis preparados para resistir el ímpetu de los que primeramente lean la obra. Tanto creyentes como incrédulos del espiritualismo, coincidirán en la misma murmu­ración, porque se dirán con el afán de saber: «¿De dónde ha salido esa nueva revelación? ¿Dónde está ese grupo que ha sido el ele­gido para recibir a tan elevados espíritus, según afirman las comu­nicaciones? ¿Dónde habitan? ¿Qué inteligencia es la suya? ¿Cuál su posición social? ¿A santo de qué han sido los instrumentos de tan grande obra?

Los que no os conozcan, sentirán grandes deseos de conoce­ros, y aquellos para quienes seáis conocidos, tendrán a punto el ridículo como recompensa a vuestro esfuerzo, porque ignoran lo desconocido que os ha hecho obrar, y

porque dudan que vosotros, a quienes no conocen como personas de estudio, hayáis podido ha­cer cosa de provecho. «¡Qué pueden enseñarnos esos pobres hom­bres, dirán, si los sabios, con todas sus luces, no pueden estable­cer en el mundo una obra de regeneración, como pretenden estos ilusos y fanáticos haber establecido?»

Si todos fuesen creyentes y hubieran procurado enterarse de lo que dijo Jesús, no calificarían tan despectivamente a la obra ni a vosotros, y comprenderían muy bien que no sois más que unos instrumentos puestos al servicio de los espíritus enviados por el Padre al cumplimiento de sus designios. Si vosotros no hubierais sido verdaderos creyentes dignos de desempeñar esta misión, no hubiéramos venido a vosotros; pero Dios sabe de los que se ha de valer y el provecho que ha de sacar de ellos y de los empedernidos que despiertan a la vida espiritual.

No podrán dejar de decirse: «¿Te acuerdas de quienes eran los miembros que forman este famoso grupo? Uno, hace cuatro días, era un blasfemo y un vicioso entregado a la vida mundana; otro fue de aquellos que persiguieron a sus propios hermanos, durante la guerra civil, con el arma homicida; el tercero, un hombre que parecía no servir para nada más que para su trabajo. Todos ellos no tenían estudios de ninguna clase; todos ellos eran unos calabacines.

Pero… examinad bien su conducta de algunos años a esta parte. Todos sus actos han cambiado Se han hecho sencillos y humildes con todo el mundo; son caritativos con el necesitado; aman con efusivo amor a todos sus semejantes. Hacen lo que nosotros no hemos podido hacer: vencer los respetos humanos y sin hipocresía, cosa que a muchos nos pesa, pero la conservamos, porque no tenemos arrestos ni convicciones que nos sostengan en la empresa emancipadora. Bien se dice: ¡Bienaventurados los arre­pentidos! y ¡No os fijéis de los hipócritas ni de aquellos que dicen somos y queremos ser privilegiados!

Esta confesión, este reconocimiento que harán en público o en privado acerca de la metamorfosis notada en vosotros, ha de estimularles a la lectura y meditación de la obra; y leer y meditar la palabra divina, es quedar prendido en sus redes Trabajad espiritualmente para que vuestros hechos corres­pondan a vuestra palabra; y si algún día quisieren confundiros con vuestro pasado, no os acobardéis: respondedles serenamente, valerosamente, pero siempre con humildad y amor, para que vues­tra palabra penetre en lo más íntimo de su corazón; decidle, digo, que de los arrepentidos nacen los redentores; y si no quieren o no pueden convencerse, que vuestra moral les inspire la necesaria confianza para oír de vuestros labios la santa doctrina que hayáis aprendido en esta obra o que os inspire Jesús o sus discípulos Semejaos a mí, que habiendo sido el más tenaz perseguidor del Galileo, una vez convertido a su palabra, fui el más acérrimo pro­pagador de ella.

¡Ah! ¡Con qué suavidad me dijo Jesús, al presentarse delante de mí: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Aquel reproche, a la vez tan dulce y tan amargo, conmovió las fibras todas de mi al­ma; y desde aquel entonces, ya no fui su enemigo, sino su servi­dor, su Apóstol. No me importaba oír de muchos que decían: «Es­te es aquel hereje, aquel perseguidor de Jesús, y ahora le defien­de con tanta fe?» Cuando tal oía, me dirigía a los preopinantes con toda amabilidad, y les contestaba: «Sí, hermanos, sí; yo soy aquel perseguidor de Cristo; yo soy aquel hereje que con tanta saña iba en busca de cristianos para maltratarlos. No lo extrañéis: en aquel entonces estaba ciego y no oía más voz que la de aquellos hombres materializados qué me inducían a la persecución. Ahora, ¡oh, Dios mío! ya es otra cosa. Gracias a la divina luz que ha irra­diado en mí, me he convencido del poder de Dios y de la majes­tad del Redentor divino, y defiendo sus doctrinas hasta dar por ellas mil vidas que tuviera».

No os afrente todo lo que os puedan decir: con vuestras obras, y con vuestras palabras llenas de unción evangélica, con­fundiréis a los más sabios entre los sabios materialistas de la tierra. Estos, al verse superados por unos hombres sin ciencia ni letras, se avergonzarán, porque se darán cuenta de que las gentes han de notar que los más sencillos han enseñado cosas de mayor vir­tualidad para la regeneración del mundo que no aquellos que a sí mismos se dan el título de sabios y se han querido elevar a la ca­tegoría de redentores, de Mesías dé los pueblos. También los que se tienen por Apóstoles de la Ley de gracia, habrán de reconocerse fracasados, porque su enseñanza no es la que Jesús predicó, y como su atrevimiento ha sido tanto, vendrá el castigo que se me­recen. ¡Atreverse a decir que a los que no profesen sus doctrinas, ni el mismo Jesús podrá salvarles! Esto es una blasfemia sin igual y una infamia sin precedente. Es una blasfemia, porque quien re­dimió a toda una humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte, no hay razón para que no pueda redimir a un individuo cuyo único pecado sea proclamar su libertad de conciencia; y es una infamia, porque con tal frase usada a modo de torniquete, ha­cen claudicar a todos.

Os sucederá a vosotros, hermanos míos, lo que Jesús dijo: que nadie es profeta en su tierra. No os importe. Tened arrestos e imitadme: defended y propagad con fuego santo el Evangelio del Maestro, hasta ser mártires, si es preciso, por tan noble causa. No temáis a ese cáliz de amargura, que antes que vosotros lo han apurado muchos. Los sufrimientos arrostrados en cumplimiento de una misión tan excelsa, serán dulces, porque vendrán amortigua­dos por la fe, embellecidos por la esperanza y embalsamados por la caridad; y doctrina que tiene tales soportes, ha de esparcirse por todas partes como manantial de agua viva, la más pura, la más saludable, y la más regeneradora para las almas. Cuantos sean espiritistas de buena fe, serán manantiales inagotables de amor; y por eso os digo que no temáis, porque en todas partes encontraréis apoyo, para que los sempiternos perseguidores del Cristo no detengan vuestro paso ni vuestra filosófica siembra.

El progreso se debe esparcir por todo el mundo; y cuando Dios disponga la renovación, habrá ya la semilla germinado, y la regeneración futura podrá recolectar el fruto. Los que no hayan abierto los ojos y continúen en el atraso, serán enviados a otros planetas a laborar por su salud.

Esto es, hermanos míos, lo que vengo a deciros hoy. Prose­guid en la tarea con la más sincera fe, con el más ardiente amor y con la caridad más generosa; pedid misericordia al Padre para vuestros enemigos, para los que no lleguen a comprenderos y pa­ra los que se mantengan en su contumelia, y tended los brazos en todas direcciones, para quien reciban vuestro abrazo y vuestro ós­culo de paz todos los pueblos de la tierra.

Así lo desea y pide vuestro hermano,

Pablo apóstol.