Lo más difícil

8 – 1 – 1911  – 37

Hermanos míos: Jesús guíe vuestros pasos.

Llamáis a los espíritus para que vengan en vues­tro auxilio, y aquí estamos. Mi espíritu goza al ver vuestro entusiasmo en celebrar ese ágape de las al­mas; sublime oración que como columna de aromático incienso se eleva a lo infinito.

Trabajad, hermanos míos, que por mucho que trabajéis no podréis terminar vuestra tarea en esta jornada. Pero esto no debe desfalleceros ni amilanaros, sino todo lo contrario. En la obra de la redención sucede lo contrario que en la de la conquista del pan: en esta crece la fatiga con la continuación del esfuerzo, y en aque­lla disminuye y es reemplazada por el goce íntimo del beber cum­plido. Vosotros emprendéis ahora el camino de la Virtud, y lo halláis pesado y fatigoso: seguidle, que a medida que le sigáis, se os irá haciendo ligero y descubriréis sus muchos encantos. Quizás en esta existencia no tengáis el necesario vigor para llegar al oa­sis: no os importe: donde quiera es sitio para vivaquear, cuando se tiene fe en el ideal, confianza en conseguirlo y resolución para emplear en ello las propias energías. Entonces se enlazan con ca­dena de flores el ayer y el mañana mediante el hoy, desaparece toda fatiga porque viene compensada con el reposo, no hay dolor que abrume porque lo conforta la esperanza y lo disuelve la fe en el ideal, y mirando siempre a Oriente, le baña el astro-rey con sus efluvios y nunca entenebrecen su conciencia las sombras de la noche.

Dar el primer paso, vencer el primer obstáculo, resistir a la primera tentación: eso es lo difícil. Para vosotros, ese primer paso es el respeto humano, el temor al qué dirán. Vencido este obstá­culo, que no es flojo, viene la tentación. ¿Sabéis cuál es? Gozar de las cosas materiales. Este goce no fuera malo, sería legítimo contenido en sus justos límites, y de él no tienen que privarse los que se propongan seguir el sendero. Pero entonces, no tiene seduc­ciones. Lo que seduce, lo que entusiasma, lo que fascina, es el abuso, el pecado, lo que destroza el alma, y esto es lo vedado, lo prohibido por la Ley de Dios. Grande prueba es para jóvenes y ancianos, para nobles y plebeyos, contenerse en los límites de la Ley; en esta sociedad depravada, no hacer lo que no se debe, atenerse a lo justo, obrar con nobleza, es equivalente, o poco me­nos, a ganarse el calificativo de imbécil y a ser menospreciado por el mayor número; y resistir a esta prueba, además de vencer a la tentación de lo desconocido, es obra de empuje, sin disputa.

Sin embargo, necesario es realizarla para proseguir por la senda. ¿Cómo, si no, es posible que se eleve el espíritu, mez­clado en aquellas ardientes llamaradas que devoran la carne y secan su jugo? Para elevaros debéis vencer estos obstáculos, y cuando lo hayáis conseguido, hallaréis todo lo demás sumamente fácil; porque la Cruz, el Yugo santo de la Ley, es sumamente ligero para el que a él se amolda.

¡Cuánta verdad la de Jesús, al afirmar que su reino no era de este mundo! (Juan, XVIII, 13). ¿Cómo había de serlo si El no vino para disfrutar de cosas terrenas, si su estancia en la tierra sólo du­ró el tiempo predestinado para cumplir su misión noble y santa en bien de la humanidad, sacrificando su vida para dar ejemplo de amor al prójimo y en cumplimiento de los designios del Altísimo?

¡Oh, Redentor mío! ¡Cuánto os debemos y cuán admirable ejemplo de fortaleza nos disteis al resistir sereno tanta burla, tanta afrenta, tanto ultraje de aquellos mismos a quienes tendías tus bra­zos y estrechabas contra tu corazón! Para la salvación de un pue­blo ingrato te impusiste unas pruebas que solo Tú podías culmi­nar. Los hombres, a cambia de tantos beneficios de Ti recibidos, siguen befándote, siguen ultrajándote, siguen mintiéndote, puesto que te aclaman con los labios y te aborrecen en su corazón. Tú sabías lo que te había de acontecer y no te espantaron los atropellos de aquellas gentes sin piedad, que esperaban tu venida para impugnar tu doctrina y para flagelar tu cuerpo hasta consumar su sacrificio con la muerte. Y Tú, ¡ay! lleno de misericordia, tuviste compasión de todos y abrazaste a todos con el más sublime amor, demostrando que sentías el más elevado cariño por toda la huma­nidad; y para su bien, dejaste escrita por los Santos Evangelistas la doctrina que había de salvarles. Los que la practiquen con apro­vechamiento y recuerden a los Apóstoles que repartiste sobre la faz de la tierra, serán dignos de recompensa como ellos, porque, si con su predicación apuraron el cáliz de amargura, también esta­rán dispuestos a apurarlo los que ahora quieren seguirlos.

¡Oh, Jesús mío! Es tan grande tu misericordia para con todos tus hermanos, que se manifiesta doquier en el planeta, para reco­ger a los que no quisieron reconocerte antes. Prometiste venir por segunda vez para hacer nueva recolección de creyentes y para ex­purgar al mundo de los que, llamados de nuevo, no hayan querido entrar en el rebaño; y para más facilidad en la colecta, has dado a otros facultades para obrar en nombre tuyo, antes de tu segunda venida, has escogido nuevo Apostolado para que enseñen y difun­dan tus doctrinas y has desplegado el lábaro de la fe para que se acojan a su sombra bienhechora todos los que quieran salvarse.

¡Qué mayor rasgo de tu bondad infinita!

Y vosotros, hermanos míos, ya que habéis sido elegidos para tan piadosa misión, esclareced y purificad vuestro espíritu para que desempeñéis con la perfección posible la encomienda que Dios os ha dado, porque seríais más responsables delante del Padre que no los que, por no conocerlas, no han podido practicar sus ense­ñanzas del Nazareno. Acordaos de que, «al que más tiene, más se le pedirá, y al que menos tiene menos se le pedirá», como dijo Jesús. (Mateo, III, 12).

Procurad seguir bien; haced el más amplio adelanto posible, porque serán trabajos muy bien recompensados. Tened presentes las palabras del Maestro, para que podáis hacer su santa voluntad. No podéis servir a dos señores (Lucas, XVI, 13), y si servís a Él, no podéis servir al mundo.

Cada palabra del Maestro es una sentencia, y a la vez una fuente de vida. Con todo, pocos hombres las quieren meditar en su sentido espiritual, y esta es la causa por la que muchos, consa­grando horas y horas a la lectura del Libro Santo, no hallen el ca­mino que a Dios conduce. Es que advierten desde el principio que tienen que renunciar a las frivolidades y bagatelas, y piensan que todavía son jóvenes y que tiempo les queda para hacer penitencia. Así pasan los años sin decidirse nunca a comenzar, porque mien­tras tienen vigor, se consideran demasiado jóvenes, y cuando ya son decrépitos, consideran que llegan tarde y que ya lo harán en la existencia siguiente, si es que es cierto que se renace de nuevo. ¡Desgraciados y desatinados ciegos! ¿Acaso no sabéis que la vida se compone solamente de un ahora, porque lo pasado ya no vuel­ve y lo venidero está por engendrar? Si, pues, no os aprovecháis de lo único que podéis, de ese instante en lo eterno que es el aho­ra, ¿cuándo comenzará vuestra redención? ¿No sabéis que vinis­teis al mundo para redimiros de pasados extravíos? ¿A cuándo, pues, esperáis para comenzar vuestra obra? ¿Por qué guardáis pa­ra mañana, lo que podéis hacer hoy? ¿No sabéis que a cualquier momento os puede llamar Dios a cuentas, y que sois responsables, no solo del mal que hayáis hecho, sino del bien que, pudiendo, dejasteis de realizar?

¡Pobres hombres! ¡Cómo os seducen las vanidades del mundo y cómo os adormecen las apariencias de bienestar material! ¿Pen­sáis que esperar una nueva existencia es cosa de poco tiempo? No, hermanos. El espíritu en la turbación no sabe los años que ha de pasar; y con el remordimiento por las faltas cometidas y la pe­na por no haber aprovechado la existencia en labrarse su porvenir, tiene un tormento atroz, que solo se aplaca cuando se ha reconciliado y. sigue a los guías que le inclinan al progreso y al cumplimiento del deber.

Por la sangre que derramó nuestro amado Maestro, os pido, hermanos, que no dejéis para mañana lo que debáis hacer hoy; que consideréis que siempre es momento oportuno para cumplir con el deber; que tengáis en cuenta que todo lugar y tiempo es propicio a Dios para recibir las loanzas de los que le sirven. De este modo abreviaréis vuestro peregrinaje y os ahorraréis incalculables sufrimientos lo mismo en la vida corporal que en la vida espiritual. Compadeced a los hermanos que no se comporten así; inspiradles el amor y la misericordia de Jesús, para que se sientan atraídos al bien y acometan al instante el trabajo de su propia redención. Perdonad a vuestros enemigos; no toleréis que el orgullo ni el egoísmo os dominen; y así, siendo unos verdaderos herma­nos de todos los hombres, ayudadles en sus adversidades para que os ayuden en las vuestras; consoladles en sus penas, para que os consuelen cuando necesitéis de consuelo; tendedles los brazos con fraternal cariño, para que os tiendan los suyos y forméis juntos una sola familia, teniendo a Dios por Padre y a su inagotable pro­videncia por lazo de unión inmarchitable.

¡Así sea!

San Agustín.