¡Dios es!

28 – 5 –  1911  – 57

Hermanos míos: en nombre del Padre celestial, os saludo.

Así, estando congregados en su nombre, como ahora, es la manera de escalar la gloria que vuestro deseo anhela; y aprovisionándoos aquí de la buena se­milla, podréis ser luego sus sembradores entre los hombres que la desconocen, y por desconocerla, la vituperan.

¡A cuántos hombres hace temblar la sola palabra de Dios! ¡A cuántos les intranquiliza la sola idea de que Dios pueda existir! ¡A cuántos la negación que brota de sus labios, es espina que se cla­va en su cerebro y gusano roedor que atormenta a su conciencia! No es extraño. Su espíritu, aunque atrasado y rebelde, hay mo­mentos en que aprecia los efluvios que recibe de Dios, y en tal instante, aunque las pasiones le digan «niegan, la experiencia le dice «afirma» y su voluntad no desarrollada le aconseja «duda», que es la antesala de la futura negación. Hombres de poca fe, ¿por qué no os decidís a averiguar qué es lo que pasa en vosotros cuando vaciláis? Y si tan seguros estáis de vuestro ateísmo, ¿por qué tembláis al sólo nombre de Dios, o porqué os lo ponéis en los labios, aunque sea solamente para blasfemar?

¡Infelices! Si pudierais formaros concepto de su grandeza, ¡qué dichosos seríais! ¡El que con sólo el pensamiento lo hace y domina todo! El, que con su recta justicia penetra los secretos más íntimos de los hombres y ve las buenas o malas influencias que los espíritus derraman sobre ellos; El, que es autor de todo lo crea­do y que con su infinita presencia llena los universos, ¡ser negado por su misma obra! ¿Quién es el osado que así se permite blasfe­mar? ¿Quién el que dice que a Dios lo han hecho los hombres y que El nada ha hecho? ¡Ay, materialistas y ateos! ¡Qué errantes habréis de vivir! ¡Cuánto tiempo habréis de arrastrar el grillete de la pesada e indómita materia que vuestra ceguera ha divinizado! ¿Os creéis capaces para convencer a los hombres de que todo por sí sólo, se ha generado a sí mismo, se ha dado vitalidad e impulso, se ha sometido a ley, creando, antes que a sí mismo, a la ley a que se somete? ¿No veis que, si rechazáis al Creador y la creación por milagrosos, hay que rechazar vuestro mecanicismo por absur­do? ¿Cómo concebís que lo no existente pueda dar existencia a lo que no es, y de lo que él mismo no será sino un esclavo?

No señalaréis, no podréis señalar nunca un efecto que no sea debido a una causa. Pues bien: el efecto «creación», según voso­tros, no es debido a causa ninguna; es debido a la «casualidad», con la rareza estupenda de que esta «casualidad», es decir, esta sin-razón, este sin-motivo, este sin-fundamento alguno, sometió en el acto a todo lo creado a causa, a razón, a motivo, a funda­mento, a disciplina, a ley. ¿Qué os parece del milagro de habili­dad, del milagro de poder, del milagro de grandeza de ese «fortui­to» desconocido, inexistente, insubstancial, atrabiliario?

¡Abrid vuestros ojos, ciegos! ¡Contemplad la maravillosa obra del más grande de los artífices! ¡Doblad la rodilla e inclinad la frente ante tanta belleza, ante tanta bondad, ante tanto orden, an­te tanta armonía! ¿Creéis que obra semejante puede ser hecha por otro nadie que no sea el Ser de los seres, el Infinito, El Omnipo­tente, el Eterno, Dios, en suma? Reconoceos como el infusorio, como la larva, y adorad a Dios y proclamadle.

Todo nos habla de El: el Sol, cuyos rayos nos dan calor, luz y vida; la Luna, cuya plateada placidez parece hecha para recor­darnos nuestro excelso origen, al que debemos aspirar a reconquis­tar; las rutilantes estrellas, que en número infinito son morada tam­bién de infinitas humanidades hermanas nuestras; el suelo que pi­samos, seno fecundo de pródigos dones; el aire que mantiene nuestra vida, océano a la vez de colores y sonidos, de gérmenes de salud y de gérmenes de muerte; nosotros mismos, máquinas delicadísimas alimentadas por el fuego y por el agua y por el aire, o taller inmenso, en el que millonadas de operarios cumplen sin dis­traerse las funciones a cada cual encomendadas… todo nos habla de Dios; los cielos y la tierra, lo visible y lo invisible, lo que razo­na y lo que carece de razón, y a pesar de ello, todavía hay quien no percibe ese lenguaje, quien no ve esas demostraciones, quien no se percata de tamañas evidencias. Y entre estos tales, abundan los sabios. ¿Quién es Dios? dicen. ¿Dónde está? ¿Quién le ha visto? ¿Cómo es que estando en todas partes, no le vemos? ¡In­sensatos! Querrían verle como se ve a un escarabajo; querrían so­meterle a la potencia de un microscopio, para contarle hasta los latidos del corazón.

Dijo un sabio que, para ver a Dios, había que cerrar los ojos y paralizar el entendimiento; y tenía razón. ¿Sabéis por qué? Por­que los ojos sólo pueden apreciar las cosas finitas y mutables y el entendimiento sólo puede discurrir sobre lo que quepa en la invisibla pequenez de una célula; y ¡Dios es inmenso, infinito! ¡Y Dios es inmutable, eterno!

¿Queréis ver a Dios, sabios? Buscadle en vuestro corazón, no en vuestro cerebro; evocadle con obras de amor, de caridad, de paz, de sacrificio, de dulcedumbre, y veréis como os responde y como se os presenta con toda su majestuosa Omnipotencia.

Los que dicen que Dios tendría mucho trabajo si hubiera de atender a todo, ignoran Su poder, Su omnisciencia, Su omnipresencia, y a la vez, los atributos de los espíritus elevados, mensa­jeros suyos. Que estudien un poco la materia y saldrán de su caos.

Hay otros que creen en Dios, y no obstante su creencia, le desnaturalizan. No es de ellos la culpa: es de los que se lo pre­sentaron tan mal ataviado. Creen los tales que Dios castiga y pre­mia y esperan que al morir irán al cielo o al infierno después de pasar por el juicio; porque, si hemos cumplido bien, dicen, Dios nos colocará a su diestra, y si mal, a su siniestra, desde donde seremos precipitados al infierno. Hay en esta concepción error de forma, pero no de esencia. Es verdad inconcusa que la Ley no puede violarse sin que dé lugar a consecuencias; es verdad que el que obra bien recibe bien en recompensa, y va a un paraíso, que tal es el mundo de los espíritus felices; como el que obra mal, recibe sufrimientos como castigo, y queda en la erraticidad y vuel­ve a un mundo de pruebas, verdaderos infiernos para él; pero ni aquel paraíso ni aquel infierno son eternos, ni es Dios el que ac­tuando de juez condena a unos y premia a otros. No hay más juez que la conciencia ni más ley que la Ley. Somos nosotros, los se­res, los que nos labramos el destino, y los que nos premiamos o castigamos, en consecuencia, de nuestras obras. Al espíritu, cuan­do vuelve al espacio, le queda todavía mucha tarea que cumplir; porque si ha empezado su progreso moral, debe seguirlo para perfeccionarse a lo infinito, y si no lo ha empezado, debe esforzarse por entrar en esa etapa.

Los espíritus que por su ambición o soberbia han conculcado los designios del Padre, son los rebeldes, los ángeles caídos, que para volver a recuperar su antigua posición han de pasar por toda la carrera ascendente de que descendieron. ¡Cuánto han de sufrir, hermanos! De estos han tomado pie los sacerdotes para crear al diablo y sus legiones infernales, ocupadas constantemente en ten­tar a los hombres Y no es esto, no. Son espíritus que se han re­belado contra el Padre, como millares de hijos en vuestro mundo se rebelan contra los suyos; y como la Justicia es inmutable, se ven precisados a castigarse a sí mismos, a sufrir nuevas reencar­naciones llenas de pruebas, para purgarse de la lepra que contra­jeron con su rebeldía. Claro es que mientras estos espíritus están dominados por sus defectos, son en la tierra y en el espacio, dia­blos verdaderos por su manera de comportarse; pero esta actitud suya dura tanto como quieren, tanto como tardan en reconocer su extravío, en arrepentirse y dar comienzo a su regeneración Nunca el Padre castiga por una eternidad. Todas las faltas son redimibles y la reencarnación es el Jordán que las purifica.

Los que dicen que Jesús hablaba de demonio, han de enten­der que en aquel entonces había entre los hombres espíritus muy endurecidos, y para que se apartasen de lo malo, Jesús les amena­zaba con el fuego del infierno, que era lo que más impresión po­día causar en tan ruda inteligencia. Más de cuatro deben al temor lo que la persuasión hubiera tardado mucho tiempo en proporcionarles. Hoy, el procedimiento, resultaría contraproducente. La inteligencia de los hombres es muy superior y las doctrinas de Jesús han de predicarse a la razón y no a la fantasía. Los que las com­prenden, ven bien claro que el infierno es una metáfora, y los de­monios y el fuego eterno, un modo de hablar de la conciencia y del estado a que conduce al espíritu. Lo contrario fuera hacer de Dios el ser más inhumano que puede concebirse. Las palabras de Jesús traspiran por todas partes: «hay que renacer de nuevo», y esto destruye el erróneo concepto de un infierno localizado y abre amplios horizontes a la comprensión del devenir.

Yo vine a este planeta por mandato de Dios, para reesparcir la doctrina de Jesús, pisoteada por muchos hombres con el propó­sito de que no quedaran aislados los que se titulaban sus ministros. Con la inspiración de elevados espíritus compuse las obras espiritistas, al objeto de que estas, al difundirse, enseñasen la inmortali­dad del alma, la reencarnación y el progreso indefinido; y como corolario de estos tres principios básicos, el fantasma de la muerte y de las penas y merecimientos irreductibles, la comunicación en­tre vivos y difuntos y la solidaridad universal.

Esta era la misión que me confió el Padre y que gustoso vine a cumplir desde elevadas esferas donde gozaba de bienandanza. Esto después de ser un progreso para mí, era un inmenso bien para los demás, puesto que venía a ofrecerles una gran luz con que ilu­minar su camino. Mis trabajos han dado frutos muy sabrosos y mis escritos han sido besados y bendecidos por miles de miles de se­res; pero aún esperaba más. Yo esperaba que la semilla fructifica­se aún entre piedras, aún entre zarzas, y sólo ha fructificado en terreno de cultivo más o menos abonado. Confío en la perseve­rancia y abnegación de los buenos creyentes para que las doctri­nas del Maestro, reverdecidas con mis enseñanzas, venzan todos los obstáculos y se propaguen en todas partes. Gracias a las bue­nas influencias de Jesús, no desmayé, y gracias a esas mismas in­fluencias hoy me siento fortificado y puedo prestaros mi apoyo para la obra de espiritualización emprendida.

Es hora, hermanos, de que los que quieran ser adictos, se descubran y pregonen en alta voz las verdades del Espiritismo, que son las mismas verdades de Jesús y las mismas verdades de Dios, de quien derivan. Valor, hermanos. Ya sabéis que ha sido dicho que el que persevere hasta el fin, ese se salvará. Luchad co­mo todos los propagandistas, como todos los apóstoles, como to­dos los confesores de una causa: después seréis recompensados en proporción de la lucha que habréis sostenido, y a vuestro lado hallaréis a todos los que trabajan por regenerar a la humanidad.

Hay instantes en vosotros que os entristece el pensar cómo y cuándo podréis llegar a desempeñar misiones trascendentales, y os decís: ¡Dios mío! ¿cuándo llegaremos a la perfección necesaria para ello? No os amilanéis, no perdáis las esperanzas. Pensad que no hay nadie que deje de cumplir una misión, y que no hay misión pequeña si se cumple con aquel desinterés, con aquella alteza de miras que adorna las frentes con nimbos de gloria. La misión po­bre, mezquina, es aquella que se cumple con estrechez de miras, con egoísmo. Dios da más al que más tiene.

¡Ay de los que se hacen sordos, porque él tiempo se conclu­ye; y si no se disponen a emprender el camino espiritual, después de sepultar su cuerpo las ruinas, se encontrarán en grande pertur­bación de espíritu! Procurad que vuestras influencias y oraciones les aparten de esa senda de perdición; pedid a Dios misericordia para ellos, y que abran los ojos para distinguir la verdad del error, el espiritualismo que les conducirá a la vida eterna del materialis­mo que, aunque no les conduzca al no ser, les mantendrá por du­rante siglos aletargados, sin vivir la integridad de la vida, en un ostracismo dolorosamente enervador.

¡Rogad, rogad por ellos!

Vuestro hermano,

Allán Kardec.