¡Ecce  Horno!

9 – 4 – 1911  – 50

La paz de Dios sea entre vosotros, hermanos.

¡Ecce horno, ecce homo!, decía aquel gobernador de los judíos al populacho, para que vieran como me habían puesto aquellos verdugos, mandados por los mi­serables pontífices.

¡Oh, pueblo ingrato!, repetía. Mírale bien; sus sufrimientos son sobrados para el delito de que le acusas.

Y aquella gente no se compadeció de mí. Después de ver la sangre que había derramado por los azotes, clamaron furiosos que fuera derramada toda mi sangre, hasta que diera la vida.

Sí, había de ser toda derramada para redimir a la humanidad, como estaba profetizado; pero ellos no se fijaron en las profecías, sino que lo hicieron obedeciendo a su deseo de exterminarme, pa­ra deshacerse del que venía a poner freno a sus malos procederes. La misión que tenía que cumplir era tan grande, que ofuscó su ra­zón, irritó su -soberbia y desató en contra mía todas sus malas pa­siones. Para bien de la humanidad, para salvación de todas las gentes, tenía que esculpir con caracteres imborrables la doctrina de todos los tiempos, la moral universal y eterna; y esto, que era tanto como subvertir el orden de todo lo establecido por los falsos ministros de la moral de la época, concitó su aversión hacia mí, y vinieron las persecuciones, los tormentos y la muerte. ¿Y qué? ¿Lograron por ello el fin que perseguían? Mil veces no. Mataron mi cuerpo, pero no mi espíritu, que quedó y persiste para seguir velando por el código que sellé con el sacrificio; mataron mi cuer­po, hicieron desaparecer un hombre, y del madero donde le tuvie­ron pendiente, millares de hombres recibieron la luz de la vida eterna; enmudecieron a un Apóstol, acabaron con un sembrador, y surgieron doce Apóstoles y millares de discípulos que esparcie­ron por el mundo la semilla fecundada y fecundante que arraigó y dio fruto en todos los corazones sencillos y puros.

Al ver la estupidez del pueblo y la ceguera en que estaban sumidos, elevé los ojos al Padre y pedí perdón para todos mis verdugos, diciendo que aceptaba gustoso aquel sacrificio para que quedase cumplido lo profetizado y para que mi resurrección fuese la que condujese a todos los cristianos que seguían mi ejemplo al progreso espiritual, muriendo gustosos conmigo en la materia y resucitando con mi resurrección a la vida del alma.

¡Días tristes los de mi pasión! ¡Qué cambio se operó en aque­llos tiempos! Bien sabéis que mi entrada en Jerusalén, fue solem­ne, porque todos salieron a recibirme con palmas y laureles y ra­mos de olivo, en señal de paz, de respeto y de regocijo ¡Cuánta alegría había en aquel momento en el corazón del pueblo! ¡Cuán triste estaba mi espíritu, porque conocía el porvenir de unos y otros! Sabía que aquel Hosana en las alturas y en la tierra paz, se convertiría en himno guerrero y en explosión de cólera para per­seguirme y perderme; y ante tal evidencia, mi espíritu había de estar triste, no por mí, sino por ellos.

No lloraba mi espíritu por los tormentos que me esperaban, no, que cuando el Padre me envió, ya estaba predeterminado todo para la redención del género humano, y gustoso admití mi pasión, porque me devoraba la sed de salvar a todos mis hermanos; llora­ba por ellos, por los que me agasajaban, por los que se henchían de júbilo por mi presencia, en quienes estaba viendo que mi misión, por lo pronto, de poco les había de valer. Ya dije que en aquella ciudad no quedaría piedra sobre piedra que no fuera remo­vida, y que perdería su emporio, para no recuperarlo jamás. ¡Oh, Jerusalén soberana! Has apedreado a los profetas y has dado muerte a los enviados del Padre: hasta la consumación de los si­glos llevarás los grillos de cuanto hiciste sufrir al Hijo del Hombre. (Mateo, XXIII, 37).

Poco tiempo después, vino sobre ella el saqueo de los roma­nos, en la que hicieron más de ochenta mil víctimas. La sangre de aquellos desgraciados corría por las calles como desbordados ríos. Por eso lloraba, en eso estribaba mi pesar, y a eso aludía cuando, dirigiéndome a las mujeres que me seguían llorando al ir al Calva­rio, les dije: ‘No lloréis, madres, mi muerte, más sí que habéis de llorar sobre vosotras, y sobre vuestros esposos, y sobre vuestros hijos, porque la responsabilidad que habéis contraído ante el por­venir, es muy grande». (Lucas, XXIII, 25).

¡Ay, hermanos! No se concluyeron las lágrimas con las derra­madas durante el tiempo de mi pasión, no; pues como padre que quiere acoger a todos sus hijos, llora sin tregua vuestro Maestro, poique ve que muchos andan por mal camino y otros apenas si adelantan una pulgada en la senda de la virtud, y como buen pas­tor, está receloso de sus ovejas y siente en el alma la pérdida de una de ellas, aun cuando sea la más flaca y más ruin. ¿Puede es­tar tranquilo, si hace diecinueve siglos que su rebaño se está ex­traviando? ¡Ay, olvidadiza humanidad! No te acuerdas del que apuró el cáliz de amargura por libertarte de la esclavitud del peca­do y por enseñarte la ruta del progreso.

Si todos hubierais seguido mis pasos, os encontraríais a gran elevación moral y yo estaría tranquilo contemplando vuestro pro­greso. Sería feliz, porque, cual dueño del Universo, os enseñaría cada día más los casi impenetrables secretos de la naturaleza que nos concede el Padre desvelar para conocerle y amarle. Pero aho­ra no, hermanos; no puedo tranquilizarme, no puedo estar satisfe­cho, porque veo que van para la erraticidad muchos espíritus que no han querido atender al que tanto se ha sacrificado por su bien, y han de purgar durante siglos su rebeldía.

Compadeceos, hermanos, de cuantos sucumben, que son mu­chos. Los cuatro quintos de los que han oído mis predicaciones, o las de mis Apóstoles y sus discípulos, no han despertado de su letargo y son arrastrados entre tinieblas. Han preferido atender a semejantes suyos que les han ofrecido un cómodo perdón de sus pecados; y como han buscado la comodidad, y no el mérito, se han quedado con ella, que es la molicie, el estacionamiento, el re­traso moral.

Para disipar tanta superstición por una parte y tanta incredu­lidad por otra, ha sido preciso que espíritus elevadísimos volvie­ran a la Tierra a enlazar el pasado y el porvenir religioso con un presente racional y científico. Con todo, una buena parte ha clau­dicado, precisamente por llevar uno de los objetivos que perse­guía a su extremo límite. Ha destronado al Dios Fanatismo, sí; pe­ro ha entronizado a la Diosa Razón, sin tener en cuenta que si aquel peca y es reprobable por aceptarlo todo a ciegas, ésta peca y es reprobable por rechazarlo todo cuando no cabe en el círculo de sus percepciones. ¡Insensata! ¿Tan grande presume ser, que llene lo absoluto? Y si no lo llena, ¿por qué no ha de poder haber algo que se escape a su percepción y que sea más que ella? ¡Con qué razón habré de repetir, si estas lecciones y advertencias no les ponen en su verdadero terreno, que muchos fueron los llama­dos, pero pocos los escogidos! (Mateo, XX, 16).

¡Qué lástima que no haya prendido en todos los corazones la llama divina que debía inflamarles en amor, en caridad, en virtud, en fe! Ha germinado, por el contrario, la incredulidad, la egolatría corporal, el orgullo, el infatuamiento, sólo han pensado en figurar en la sociedad y en conquistar el primer puesto en asambleas y festines; ninguno ha querido beber del manantial inagotable que da la salud, y con su amor sincero conduce a las esferas del Pa­dre, donde existe la verdadera felicidad.

¡Qué desgraciados se han hecho los hombres prefiriendo be­ber de la fuente amarga! Ella les precipita a todas las catástrofes y les deja expuestos a todas las enfermedades físicas; provoca el mal vivir en las familias y las disensiones y luchas en. los pueblos y naciones; y colma su obra con la ruina, con el exterminio, con el anonadamiento moral y físico.

Hermanos míos, apóstoles modernos, escuchad: Vosotros, que habéis tenido la dicha de hallar y emprender el camino espiri­tual; vosotros, que al llamaros habéis respondido a la voz celeste, anhelosos de progreso, con la ayuda de elevados espíritus os diri­giréis siempre a beber del agua cristalina que provocó la conver­sión de la Samaritana y de Magdalena, de Pedro y de muchos otros mártires. Sí, bebedla gustosos, que es la única que apaga la sed de los pecadores y transforma en elevados espíritus a cuantos llegan a sus linfas con el pesado fardo de las culpas, la única que consuela y revivifica, la única que sana las dolencias del cuerpo y las cegueras del alma. Perseverad con fe en el camino emprendido para que quedéis a salvo de las iniquidades del mundo y seáis in­demnes defensores del Evangelio y apóstoles sin mancilla de la Nueva Era.,

Os espera vuestro Maestro, y desea que podáis alcanzar la morada de los justos, preparada desde la eternidad por el Padre para cada uno de sus hijos, vuestro hermano y protector,

El Redentor del Mundo.