¡La luz les ciega!

4 – 2 – 1911  – 41

La paz de Dios sea entre vosotros, hermanos, y Jesús guíe vuestros pasos.

Imposible os será poder descifrar las torcidas inter­pretaciones que los hombres que se titulan sabios, han dado a la Ley. Claro está escrito, si quieren verlo, lo que Jesús predicaba; muy explícitamente lo exponen las Sagradas Escrituras, y no hay más que atenerse a ellas para estar en posesión de la Ley divina y de la doctrina evangélica.

Parece imposible que hombres que han estudiado tanto, pue­dan haber tenido la osadía de ofuscar la divina Ley, establecida por el mismo Jesús. Interrogad a estos hombres, y os dirán que no debe interpretarse de otra manera que como ellos enseñan, que es la tradición de los Apóstoles.

¡Ay hermanos! ¡Cuántos errores acumulados, cuánta ofusca­ción! Les domina el positivismo, y por su bienestar, confunden las especies que tan claras están. Pero, después de todo, ¿por qué me extraño? Las palabras de Jesús las comprenden mejor y más fácil­mente los hombres sencillos y puros de corazón, porque están lle­nos de buena fe, sienten con sinceridad y aman de todas veras. Esto lo desconocen los sabios. Su orgullo, su fatuidad les impide el goce de los dones del Espíritu Santo, y abandonados de estos dones, es cosa clara que han de verlo todo bajo el prisma de sus concupiscencias. ¡La luz les ciega! Poco significaría esto, si no tuvieran la pretensión de ser los únicos autorizados para interpretar las Escrituras, y si el pueblo ignorante no se amoldase a ello. De este modo se extienden y perpetúan su dominio y sus errores; de este modo las muchedum­bres se comportan como los borregos, que uno tras otro saltan por el mismo lugar, aunque sea un despeñadero, como no se interpon­gan los gritos y el cayado del pastor para contenerles.

Sed vosotros los pastores del rebaño humano; dadle voces de alerta y levantad y descargad vuestro cayado para contenerle en su camino hacia el despeñadero moral a que son conducidos. Que cada cual sea su propio Sacerdote y su propio Cristo, como acon­sejó el Maestro.

¡Ah, Jesús mío; cuán bueno sois! En aquel tiempo nos distes instrucciones para convertir a la gente, y trabajamos con la más ardiente fe por conquistarlos para la doctrina salvadora. Desapa­recidos nosotros, duró poco la comunión y concordia de los cris­tianos. Nuevamente se apoderaron de los hombres las malas influencias esparcidas por los que querían ser los elegidos y privile­giados, logrando, al cabo de dos siglos, extender una niebla em­ponzoñada que dejaba por todas partes señales deplorables de su presencia, propagando un dogma lleno de absurdos, y profanando tu doctrina, que presentaban como pabellón para cubrir aquella mercancía averiada.

Sí, hermanos; disfrazados de mansos corderos y poniendo en sus labios palabras de la más refinada hipocresía, lograron que al­gunos les siguieran, para derrumbarles de nuevo por el precipicio y hacerles víctimas del despotismo y de la idolatría La pasión por sus vicios les han hecho insensibles; han provocado revoluciones y guerras, persecuciones y martirios, por mantenerse en su cor­rupto pedestal; y aún hoy, después de las sinnúmeras reencarna­ciones porque han pasado, todas ellas poco diferentes entre sí, prosiguen en su empeño, desdeñando volver los ojos al Evangelio con ánimo sincero de adaptarse a él. ¡Infelices! ¡Qué pena me dan! Su estudio, bien encaminado, hubiera perpetuado la Ley de Dios; el Apostolado del Evangelio hubiera sido obra viva y permanente, fecunda en dones inmarcesibles, y no tendría que lamentarse el sin número de almas extraviadas por su culpa.

Vuestro proceder ha sido como el de los infieles administra­dores y serviciales del hombre rico, a quienes confía éste su hacienda, porque él ha de ausentarse. ¿Qué hacen ellos, mientras su señor está ausente? Procurar únicamente para sí; acaparar lo más posible, pensando que de ese modo se cobran la soldada, por si el amo no volviera. Vosotros también os habéis esforzado por cobra­ros la soldada en este mundo, por si no volviera el que os prome­tió pagárosla en la eternidad. Nada os ha detenido: ni el temor a ofender a Dios, ni el perjuicio que causábais a vuestro prójimo, ni lo que apreciáis sobre todas las cosas, porque os sirve de esca­bel: el escándalo de las gentes. Cuando estáis entre vosotros, demostráis lo que sois con toda desnudez: materialistas avarientos; cuando estáis ante otros no os despojáis de la avaricia, pero la cubrís con el manteo de fingida piedad o caridad; y, de hecho, vuestro lema es éste: «¡Quien nos fía del mañana! Lo cierto es que hoy vivimos, y gozamos, o sufrimos, según el modo de vivir. Vivamos para gozar. Nuestro Dios no se opone a ello: jamás nos reprende: lo tenemos bien supeditado a nuestra voluntad: aprueba y confirma cuanto hacemos o decimos en su nombre. El mundo nos pertenece: ¡gocemos del mundo! ¡Desdichados! Estáis labrando vuestro propio lecho de Pro- tusco. Volved sobre vuestros pasos; enmendaos; corregíos.

Dado el atraso en que se hallan todavía las multitudes, no es extraño que piensen que deben cumplirse los ritos y ceremonias del mosaísmo. Yo quisiera que hubiesen progresado, y que se aluvieran al espíritu y no a la letra de la. codificación del gran legisla­dor hebreo. Jesús fue presentado al Templo por la necesidad apre­miante de la época; Jesús fue bautizado y circuncidado para no profanar la tradición. ¿Qué necesidad tenía Jesús del bautismo que le redimiera de pecados, si era un espíritu perfecto, y era, además un Redentor del mundo? Pero necesitaba dar ejemplo; y mal hubiera podido decir luego que debía dársele a Dios lo que es de Dios y a César lo que es de César, y que el señor había de ha­cerse el siervo de los siervos, si a la vez no hubiera ido al encuen­tro de Juan para que le bautizase, y si no hubiera vencido la re­sistencia de éste sometiéndose a su unción. (Mateo, 111, 14-16).

Vuestra época es otra distinta, y distinto debiera ser vuestro comportamiento. Dejad ya la tradición, que solo puede serviros de remora. Tenéis inteligencia y libertad: aprovechadlas. Si fuerais más decididos, no estaríais en este estancamiento de charca, que, como todos los de igual clase es pestífero. Teméis al qué dirán, y esto os inmoviliza y os conduce a la desesperación. Os sentís cul­pables y no os revestís de valor para salir de la culpa y entrar en la gracia.

Al ver a los que tantos ultrajes han dirigido al Maestro, me excito contra ellos, y hago mal. No me imitéis en esto. Perdonad­les: yo también me arrepiento y les perdono. ¡Oh, Padre celestial! Perdonadme, si con mi modo de obrar os he ofendido. Ya sabéis que, como Apóstol, fui apedreado y arrastrado por predicar la su­blime doctrina, y que gustoso di y daría mil vidas por ella y por El. Sí, es verdad que había sido un miserable perseguidor de vuestro Hijo. Perdonadme. Me arrepiento. Aquellos malos espí­ritus encarnados y desencarnados me habían subyugado a su vo­luntad, y no podía ver el porvenir y la felicidad que me esperaba.

Hermanos míos, decidíos de una vez a romper las ligaduras de vuestra esclavitud; no os dé vergüenza decir que sois espiritis­tas, que sois cristianos, y que queréis seguirá Jesús, porque anhe­láis el feliz devenir de vuestro espíritu y el feliz devenir del espí­ritu de cada uno de vuestros semejantes; no os dé vergüenza pro­clamar que trabajáis por la regeneración venidera, que estáis preparando una obra para que sirva de guía a los espíritus que vengan después de la catástrofe.

¡Animo, hermanos! Erguid la frente, desvendaos los ojos, despertad del sueño que os amodorra y emprended una nueva era: la de hacer renacer la doctrina del Evangelio, predicándola por to­das partes y sellándola con la sangre del martirio, si preciso se hace.

Sed buenos, sed sinceros, sed amantes de la luz, y sed fuer­tes, sed intrépidos y valerosos para desplegar el estandarte de la regeneración futura. Si os lo merecéis, empuñaréis la palma del martirio, que luego será de gloria; porque habéis de tener presen­te que el morir por causa de la fe, no es galardón que puedan os­tentarlo todos. Perdonad y orad por vuestros enemigos; cobijadles con el manto de vuestra benéfica influencia; borrad sus malos pen­samientos con la esponja de vuestros sacrificios en favor suyo, y procurad que por doquiera que paséis quede el perfume de vues­tras virtudes y el esplendente testimonio de vuestras buenas obras.

¡Honrad a Jesús!

Pablo.