Cultivad   al   espíritu

26 – 2 – 1911  –  44

Dios bendiga todos vuestros actos, hijos míos.

¡Cuán difícil es para algunos hombres compren­der el estado espiritual después de esta vida, si duran­te ella ha sido esclavo del materialismo, y cuán fácil­mente la comprende, por el contrario, el espíritu que en vida pro­curó liquidar sus cuentas materiales! El primero se halla rodeado de tinieblas y recibe los rudos golpes de la adversidad que él mis­mo se fue acumulando, sin saber de dónde le vienen, cuántos son ni hacía que punto debe inclinarse para eludirlos; el segundo se halla en medio de esplendente claridad, ve sus desaciertos, se explica al instante el mejor medio de enmendarlos, y encuentra fácil modo de dulcificar las penas a que tiene que someterse en justifi­cación de pasados extravíos Y aquí tenéis el infierno y el purga­torio perfectamente explicados, racionales, lógicos, sin necesidad de llamas ni potencias infernales y por la sola acción de la propia conciencia. Y el cielo lo obtiene de igual suerte el justo, el piado­so, el humilde, el que adoró a Dios y se entregó al servicio de sus hermanos. ¿Qué mayor gloria que la de estar rodeado de todos aquellos a quienes bien hizo, disfrutando unidos de las inmarcesi­bles bellezas de la eternidad?

Hijos míos, procurad espiritualizaros lo más posible, que esto es acaparar para el mañana riquezas que no se pierden ni corrom­pen. Sería muy bien pagado el pequeño sacrificio que hicierais, si después de los seis días de trabajo, emplearais el del Señor en vuestro desarrollo espiritual, desprendiéndoos poco a poco de vuestro lastre mundano y refinando vuestros sentidos y potencias para la percepción de las bellezas y armonías siderales. En poco tiempo os daríais cuenta de las inmensas ventajas que obtendríais.

Causa lástima ver a la inmensa mayoría de los hombres en su incredulidad cerrada, desarrollando sólo sus aptitudes y energía en aquello que pueda proporcionarle dinero o renombre en la so­ciedad. Nunca piensan en su espíritu ni en su inductable porvenir. Piensan que la vida presente es la única, y si no lo piensan, obran como si lo pensaran. ¡Qué equivocados están! Si leyeran y meditaran las Sagradas Escrituras, hallarían en sus hermosos pasajes las sublimes enseñanzas de Jesús, y sentirían vehementes ansias de comprenderlos. No debéis preocuparos tanto por el cuerpo y habéis de preocuparos más por el espíritu. A éste debéis hacerle robusto en la fe, templado en la adversidad, intrépido en las con­quistas del bien, sano en la virtud, pródigo en el sacrificio, humil­de en la grandeza. Formado así, tiene conquistada su gloria. ¡Cuántos, por su negligencia, se perderán entre las ruinas del tem­plo que se derrumba! No escucharon la voz del Redentor y ten­drán que escuchar la trompeta del juicio.

Si a su tiempo hubieran cumplido su tarea, no tendrían nece­sidad de volver a ella otra y otras veces, hasta completarla, pade­ciendo en cada una las penalidades consiguientes: hoy tienen ne­cesidad de pasar por la catástrofe y sufrir sus peripecias. ¡Caro van a pagar su descuido! Vivamente lo siento, porque todos son mis hijos, todos hermanos de Jesús.

Si un hombre de la tierra os dijera: «Amigo mío, yo soy un acaudalado que no tiene hijos ni parientes de ninguna especie, ni nadie que se cuide de mí. Como te aprecio mucho, desearía fueses el ayuda de mis trabajos, y en compensación de ello, si te portas como es debido, te prometo todas mis riquezas. No creas, sin embargo, que lo que te prometo sea graciosamente; cree, al contrario, que los trabajos en que me ocupo son pesados e ingra­tos y no siempre riden en proporción de lo que cuestan; pero es condición indispensable la de trabajar con ardor en ellos para me­recer el premio ofrecido. ¿Aceptas?» ¿Verdad que aceptaríais la mayoría? ¿Verdad que, sin reflexionarlo gran cosa, iríais a mimarle, a cuidarle, a coparticipar de su trabajo, a sufrir todas las moles­tias que os impusiere, y no en virtud de las obras de misericordia, no, sino por puro egoísmo, por el cebo de sus riquezas, por consi­derar que con éstas todo trabajo estaría recompensado? Pues, ¿por qué no aceptáis esa otra proposición, mil veces más ventajosa que esa, que a diario os hace el divino Cordero? ¿Por qué no acep­táis la cantidad de dones que heredaría vuestro espíritu a cambio de una vida de trabajo, de recato, de modestia, de fe y de sacrifi­cio en bien del prójimo?

Todos los bienes que podéis adquirir en la tierra, son sólo un préstamo que habéis de devolver el día que menos pensáis. Lo más que os es permitido con respecto a ellos, es administrarlos a vuestro antojo, pero respondiendo de como lo hagáis. ¡Ay de vos­otros, si en la inversión y manejo no habéis sido fieles! El céntimo derrochado o invertido en obras de dilapidación o de injusticia, os será reclamado con más severidad que el duro entregado al cami­nante, aunque el caminante no fuere digno de él; que el duro en­tregado a la viuda, aunque la viuda no fuere muy respetuosa con sus velos; que el duro entregado al lisiado, aunque el lisiado lo fuere a consecuencia de sus torpezas. Sólo serán partidas de vues­tro haber, las empleadas en buenas obras; y en cambio os serán de cargo, no solamente las del mal uso, sino las del bueno que no hayáis hecho. Decid, después de esto; si las riquezas son merece­doras de ese afán con que tratáis de acapararlas. Constituyen un tormento antes de adquirirlas, otro tormento mayor cuando se tie­nen, y cuando se intenta disfrutar de ellas, cualquier incidente las arrebata, o viene la muerte y os hace su presa. Y luego, ¿qué se­rá de vosotros si habéis sido avaros por ser ricos, inhumanos por conservar las riquezas, disipados por disfrutar de los goces que pueden ofrecer y réprobos, por haber traspasado el umbral del misterio sin reconocer vuestra falta y sin tratar de repararla?

¡Ah, no! No hay nada que tenga ni que pueda tener tan bue­nos resultados como el trabajo espiritual, porque éste es bien re­compensado, y la moneda con que se paga no sufre deprecación en ningún tiempo ni en parte alguna. Trabajad, hermanos, en este coto, porque el espíritu vive y progresa siempre. Si durante la existencia hacéis la siembra en tal campo, al volver al espacio re­cogeréis la cosecha copiosísima en doradas espigas.

Vosotros, hermanos, dad gracias a Dios por haber tenido me­dios para instruiros y guías para conduciros y apoyaros. Sois, por esta sola circunstancia, grandes deudores al Padre; que, si los de­más le deben los dones de la existencia, vosotros le debéis, ade­más de ellos, los de la gracia santificante o de las enseñanzas que recibís. Comparad vuestro estado con el de los que no están ni pueden estar en relación con el mundo de los espíritus y veréis la diferencia.

Oigo voces que dicen: El camino de la virtud es estrecho y está lleno de espinas, y el que recorre la mayoría de los mortales, es ancho, cómodo y lleno de atractivos. En apariencia, así es; pe­ro lo que os he dicho de las riquezas, os digo aquí de las comodi­dades, de los atractivos y de los goces de toda especie. Desgra­ciado del que se adormece a su perniciosa sombra. Nada de lo que alucina es real; lodo es flor de un día, fulgor de un relámpago, llamarada de fuego fatuo. En cambio, queda permanente la lesión que produce en el alma con su baba corrosiva. En cambio, los virtuo­sos, los que pasan por la senda estrecha, los que pisan sus pro­pias espinas y van librándose de sus mismos abrojos, esos, son los benditos de Dios, los compañeros de Jesús, los espíritus puros que gozan del inefable goce de ser buenos.

Ya lo sabéis, hijos míos: las espinas del mundo, son las flores inmarcesibles del espacio; y las flores y galas de la tierra, son las sombras y sufrimientos del más allá. Escoged.

Escoged, sí; pero, imitad a Jesús. Luchad por el desarrollo del espíritu; batallad por las doctrinas del Crucificado; sacrificaos por el bien de vuestro prójimo. Siguiendo estos consejos, aunque empuñéis la palma del martirio en esta vida, no debe importaros ni debéis temerla: después vendrá para vosotros la inmarcesible gloria que os desea vuestra Madre,

María.