Cada obrero cobra su salario

1  – 1 – 1911 – 36

Hermanos míos: Grande es vuestra gracia cuando podéis recibir a la Majestad divina. Os felicito, y deseo que el año que comenzáis, lo paséis feliz, en la más per­fecta armonía, con viva fe, amor sincero y esperanza fortificadora, y que, siguiendo las huellas de Jesús, alcancéis las más elevadas esferas morales.

No os afanéis por cosas materiales, sino por cosas espiritua­les. Así lo dice el Maestro: «No atesorad para el mundo, donde polillas roen y ladrones hurtan: atesorad para el cielo, donde poli­llas no roen ni ladrones hurtan».             

Caminad siempre adelante, que Dios os protegerá, y después de los días de dolor, vendrán los de paz, gloria y felicidad eterna, cuando hayáis alcanzado los grados de progreso que os den de­recho a ello.

Que sea pronto os desea vuestra

Hermana de la Caridad.

La paz de Dios sea entre vosotros; este es el saludo que siempre he usado con mis Apóstoles.

Me complazco en vosotros, y mi alegría es grande porque con gusto desempeñáis la misión que os habéis impuesto. Verdaderamente ha de ser así: el buen obrero no falta nunca a la hora, y cobra por su labor. Así vosotros cobraréis el sacrificio que es­táis haciendo acudiendo a este recinto para completar la obra y conservarla, esperando nuevas instrucciones y mandatos de vues­tro Maestro.

A vuestro llamamiento he de acudir, porque creo que seréis buenos apóstoles y que es vuestro anhelo servir a Dios y cum­plir mis preceptos en bien de los demás hermanos.

No es extraño que alguna vez os arrastre la materia. Estáis en un mundo de pruebas y tenéis que ser probados. Dios quiere soldados valientes. Al igual que un general, no puede fiar el éxito de su causa a soldados bisoños, de cuyo valor y disciplina no ten­ga pruebas. Después vienen los ascensos y las gratificaciones, se­gún el comportamiento de cada cual.

No desmayéis un momento. Contra la fuerza material hay la resistencia espiritual, y ésta no será vencida por nadie cuando lle­gue la hora. Si entre los hombres no hay fieles servidores a la doctrina espiritual, el Padre enviará ejércitos formidables para em­prender la lucha contra los que trabajan por aniquilar mis ense­ñanzas y por borrar de las conciencias al que vino para hacerlas comprender en su sublimidad imponderable, el amor que redime y salva.

jamás podrán los falsos apóstoles destruir mis doctrinas y las que ahora dejaremos escritas bajo el lema Dios, Jesús y Evange­lio. Tengo dicho que volveré, y que, al volver, quedará implantado el árbol de la Fe en todo el planeta, extendiéndose su ramaje a to­do lugar y llevando su fruto a toda clase de gentes. Esta es la obra que se avecina. Mis falsos apóstoles y discípulos han tratado ya de llevarla a cabo; pero como en ella han lomado mi nombre por bandera, pero no mi espíritu por ideal, resulta que han edifi­cado en falso, y la primera tarea que se impone a los nuevos sol­dados de mi Fe, es la de reducir a ruinas esos monumentos erigi­dos al error, al egoísmo, a la superstición, a la idolatría y a simo­nía más escandalosa.      

Pilatos, al pedir mi absolución, decía: «¡Pueblo ingrato! ¿Qué haces con tus acusaciones?» Y el pueblo dio patente muestra de su ceguera, respondiendo: «Suelta a Barrabás; crucifica a Jesús, y crucifícalo en una cruz, como signo de ignominia». Yo también me dirijo ahora al pueblo, y le digo: «Pueblo ingrato y contumaz que tan obcecado vives, ya que te ufanas en decir que eres católico, Apostólico y Romano, y que tienes por norma de conducta la que te indican los sacerdotes, tus guías espirituales, ¿por qué no sigues lo que éstos te indican cuando te aconsejan que perdones y ames y que sigas las máximas evangélicas? Ya que te postras a los pies del confesor y le prometes no volver a pecar, cumple tus prome­sas, con lo cual, a la vez que harás honor a tu palabra, ganarás la finalidad que debes siempre perseguir, que es honrar a Dios y amar al prójimo».

¡Ay hermanos! Todos vuestros sanos propósitos desaparecen en cuanto estáis en medio de las diversiones mundanas, a las que ciegamente os entregáis. No pensáis que aquello es en menospre­cio de Dios y en perjuicio vuestro. Al salir del lugar en que os ha­béis entregado a las concupiscencias está vuestro espíritu tan ofus­cado, que no sabe lo que le pasa. Recuerda las promesas que hizo por la mañana y no olvida las escenas de orgía a que se entregó por la noche, y vencido por el espíritu perturbador, acaba por de­cir: «¡Venga lo que quiera, y sigámonos divirtiendo! Otro día vol­veremos a confesarnos y alcanzaremos el perdón de estos de­vaneos».

¡Pobres y desgraciados los que así pensáis! Creéis que ese continuo pecar, y confesaros, y volver a pecar y a confesaros, ha de daros la salvación; y yo os digo que la confesión es nada cuan­do no va precedida del arrepentimiento y seguida del inquebranta­ble propósito de no reincidir; que no hay nadie, absolutamente na­die, que pueda cargar con las culpas ajenas, y que la redención del individuo ha de ser obra del individuo mismo.

Buena parte de chipa de este extendido error, corresponde en justicia, a los que os reciben en confesión y dicen absolveros. ¿Quién son ellos para perdonar las culpas de los pecadores, si son tan pecadores como los demás? ¿Quién les ha dado potestad para perdonar a los demás si son ellos los primeros que deben pedir perdón? He aquí por qué son los culpables de que las gentes, obs­curecidas o pervertidas en su inteligencia, confundan el precepto divino, lo acomoden a todas las concupiscencias y vivan confiados en que un leve simulacro de humillación ha de bastar en cualquier momento para reconciliarles con Dios. Por esto dije de ellos: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el reino de los cielos delante de los hombres! Ni vosotros entráis, ni a los que entrarían dejáis entrar». (Mateo, XXIII, 13).

Estos falsos discípulos y confesores, dicen que cumplen loque preceptúo en el Evangelio, y que son los sucesores de mi Aposto­lado. Yo les digo: ¿Estáis dispuestos a lo que ellos estaban dis­puestos? ¿Podéis hacer lo que ellos hacían? ¿Os encontráis tan perfectos, tan limpios de corazón como ellos se encontraban? ¿Sois tan celosos defensores y propagadores de mi fe como lo fue­ron ellos? ¡Ay, infelices!, ¡Ojalá que lo fuerais, porque de serlo, la regeneración del mundo sería un hecho! No, no sois los sucesores de mis Apóstoles y discípulos, por­que en vosotros domina el orgullo y el afán de predominio, y por­que lo que -más os estorba es el Evangelio. De ahí que seáis los más acérrimos contrarios míos y de cuantos practiquen la verda­dera doctrina. Yo dije que debía perdonarse, no siete veces, sino setenta veces siete veces; y bajo esta base, ofrecí a los Apóstoles que lo que ellos ligaren en la tierra, quedaría ligado en el cielo, y lo que en la tierra desligaren, en el cielo quedaría desligado. (Ma­teo, XVIII, 18, 21 y 22). Vosotros, amparándoos de esta promesa, perdonáis y ligáis y desligáis, ateniéndoos a la letra que mata, y no al espíritu que vivifica; y la prueba de ello está, en que vuestro perdón no precede, sino que sucede al castigo; y la prueba de ello está, en que no desatáis al que os ofende, sino que le atáis, y no atáis al descarriado, sino que le dejáis más libre con la promesa de vuestro fementido perdón.

¡Padre mío! ¡Ten misericordia para todos esos seres que no pueden comprender el divino amor y burlan y menosprecian la verdad de la doctrina por mí predicada! ¡Haced que puedan ver pronto el día de su reconciliación, y que, en la próxima existencia, si no pueden hacerlo ya en ésta, vislumbren el camino que a Ti conduce!

Vosotros que habéis empezado vuestro progreso espiritual, ¡seguidle! No dejéis esa luz celestial que en todo tiempo ha guia­do a la humanidad a sus inefables destinos. Cargad con la cruz de vuestros pecados, y mientras éstos la hagan mazorral y pesada, no soñéis con felicidades. Tened fe y confianza; amad sincera­mente a vuestros semejantes; disponeos a todo sacrificio. Recordad que el que se humillare será ensalzado, y tened por cierto que, si hubierais merecido la felicidad, no hubierais venido a este pla­neta que es de expiación. Aquí solo vienen los que tienen que purgar errores pasados, o los que, en misión generosa, han de en­señar a purgarlos, sacrificándose por el bien común. En uno y otro caso, la felicidad es incompatible.          ‘

Pedid todos a Dios, por mediación e intercesión de vuestros protectores, la fuerza necesaria para salir a puerto de este mar de inmundicias, que, si nos tenéis a nosotros como punto de apoyo, no sucumbiréis en el naufragio y después de esta vida obtendréis la recompensa a que os hayáis hecho acreedores con vuestros méritos.

Esto os lo fía vuestro Maestro,

Jesús.