¡Tomad y comed!

9 – 7 – 1911  – 63

Dios os ilumine, hermanos.

Hemos cumplido vuestros deseos. Habéis evoca­do a espíritus elevados, y aquí nos tenéis, para daros saludables consejos y descifraros algunos enigmas. Soy anunciadora, como otras veces, de esa Majestad radiante de luz y de hermosura que viene a confortaros y a tenderos la ma­no para que nunca desmayéis. Es mi deseo acompañaros en vues­tras reuniones, ya que con tanto gusto os dedicáis a celebrarlas to­dos los domingos. Ello os ha de servir de gran merecimiento.

Me retiro, porque va a entrar nuestro Maestro. Amadle y cum­plid sus preceptos, y así siempre acudirá a vuestro llamamiento.

Vuestra Hermana de la Caridad.

La paz de Dios sea entre vosotros Vengo a explicaros otro misterio, para que la humanidad ha­lle el modo de regirse espiritualmente prestando acatamiento a las leyes inmutables y eternas.

En las generaciones venideras, los que pueblen este planeta serán espíritus bastante más elevados que los actuales, y recono­cerán que Dios continuamente avisó a los hombres para que no anduvieran en camines de perdición, a fin de que no les sorprendieran los trastornos planetarios hallándose en tinieblas. Porque sabe nuestro Padre todo lo que ha de suceder, manda emisarios para que los hombres se dispongan a seguir sus doctrinas para sal­varse. Si perecen sin haber seguido mis huellas, los que les suce­dan dirán extrañados que la generación actual ha sido muy estrépida, porque no ha querido ver la verdad mostrada al mundo por Jesús y refrendada reiteradamente por conducto de los médiums.

¿Qué diríais vosotros si no hubieseis encontrado ninguna pá­gina que expresase lo que las leyes de Dios establecen? Podríais decir que Dios se había olvidado de vosotros. Pero no: Dios nun­ca olvida a sus hijos; muy al contrario: cada día les advierte que se perfeccionen y se pongan a salvo de la catástrofe. ¿No advertís muchas veces el grito interior que os detiene en medio del peligro? ¿No conocéis cuando Jesús os llama, diciéndoos: Despertad de ese sueño; mirad las cosas mundanas a que tan apegados estáis con redentora indiferencia, elevaos al infinito para contemplar al Autor de esta maravillosa obra y seréis dueños de un feliz porvenir?

¡Desgraciados de los hombres que sólo abren sus ojos para dis­traerse en lo terreno! ¡Desgraciados aquellos que no escuchan a su conciencia en los momentos que les llama al arrepentimiento! ¡Po­bres hermanos! Todo lo interpretan al revés, y si alguna vez pres­tan atención a lo que dicen los Evangelios, lo toman al pié de la letra, olvidándose de que, como dije, la letra mata y el espíritu vi­vifica (Corintios, III, 6.)

Los que se han eregido en directores, han hecho uso, en mu­chos puntos, de la letra de la Escritura, porque, dado el tiempo y el estado de las gentes a quienes me dirigía, hablaba, en ocasio­nes, de castigos muy severos; y esto hoy les favorece. Apoyándo­se en mis palabras y considerando a los hombres de escasa inteli­gencia, como entonces, vienen haciendo prevalecer su convenien­cia y sólo enseñan lo que favorece a sus planes. Algunos que ven lo absurdo de su proceder y lo contrario que es a la verdad evan­gélica, se callan por no perder el prestigio que le dan los fieles. Son ciegos conscientes guiando a otros ciegos, y por lo mismo, caerán en el hoyo (Mateo, XV, 14).                                                        .

Habéis de saber, hermanos, que la noche de la cena fue muy angustiosa para mí, porque leía el triste porvenir de la humanidad. Los que han querido presentar a los hombres aquel hermoso y sublime acto, no han sabido colorearlo con sus verdaderas tintas: por ello ha sido causa de tan grandes errores.

Los que se estimaban posesores de la divinidad, establecieron como conmemoración de la misma comunión, lo que practican la in­mensa mayoría, y no pocos, muy hipócritamente. Esa ceremonia, la llamada sagrada eucaristía, nada tiene que ver con lo hecho y dicho por mí; porque lo que yo hice y dije, fue llamar a los hom­bres a una comunión de afectos y de recíprocas correspondencias; y esto no pueden preconizarlo ni sentirlo los que reparten la sa­grada forma, porque su orgullo les ciega, su egoísmo les esteriliza las fuentes del sentimiento, y su afán de predominio les impide ver que sólo puede haber comunión santa donde haya santidad en las obras.

¡Cuántos hombres se postran ante ese pan sin levadura, y no miran cómo ofenden a Dios! ¿Por qué os dejáis engañar por tales hombres? ¿Por qué no abrís los ojos a la verdad? ¿No comprendéis que sus palabras no pueden daros la salud, porque están vacías, porque carecen de espíritu? ¿Por qué no advertís en ellos el eterno obstáculo, la continua obstrucción a todo lo divino? ¡Ah, hermanos! Vuestro sueño va a seros muy penoso, como no despertéis súbito al alerta del espíritu.

No dudéis que el Padre celestial y yo, estamos en todas par­tes; pero no creáis que El Padre en Espíritu, y yo en cuerpo y san­gre, acudamos a someternos a sus mandatos por las palabras dé la consagración. Este es un comercio y no un misterio inefable; y a los que comercian con las cosas sagradas, no puede faltarles su desas­troso inmerecido. En ningún pasaje de las Escrituras hallaréis la fór­mula de la consagración. A mis apóstoles les dije: Comed ese pan, que es mi cuerpo, y bebed ese vino, que es mi sangre, la cual se­rá derramada para bien de la humanidad. ¿Qué quise decirles con ello? Sencillamente loque prácticamente les decía. La cena a que les convidé y que con este convite instituí, fue un modelo de la que entre sí debían practicar los futuros cristianos; un modelo de amor, de paz, de concordia, de perdón, de sacrificio; un modelo de verdadero amor al prójimo y de reverente adoración a Dios.

Esta, y no otra, es la verdadera comunión evangélica; comu­nión que todos debéis practicar en vuestras casas con vuestras es­posas y vuestros hijos y vuestros amigos y vuestros huéspedes; no en el templo y por puro formulismo.

El padre de familia llama un día a todos sus hijos para conme­morar una fecha, y goza al tenerlos reunidos, porque piensa que otro día acaso la muerte, o los azares de la vida, los habrá disper­sado, como el huracán dispersa las hojas que arrebata al árbol. Así lo hice al ver que se aproximaba mi pasión. Sabía que no vol­vería a reunirme con ellos en la apariencia de la carne, y les mani­festé por última vez el amor que para ellos sentía, trazándoles de nuevo el camino que debían seguir; encargándoles mucho que en­señasen a las multitudes a memorar a su Maestro practicando su doctrina y exhortándoles a que permanecieran unidos en la fe y el amor. Esta es mi despedida, les dije: pero con vosotros quedará mi espíritu, siempre que estéis unidos en la fe, en la esperanza y en la caridad y amor al prójimo.

Las alegorías, aunque expuestas a equivocaciones e interpre­tadas equivocadamente muchas veces, tienen en su tiempo indiscu­tible utilidad; y ésta la tuvo para atemorizar a los que absolutamen­te nada sentían y para estrechar y fortalecer los lazos de los inicia­dos en mi fe. Hoy la alegoría no llena ningún objeto y debe desa­parecer, porque las inteligencias, más cultivadas, están dispuestas a la adoración a Dios en espíritu y verdad mejor que a la adoración del ídolo fabricado con sus manos. Lo que fue estímulo para que despertaran las gentes que se hallaban en estado salvaje, deja de serlo cuando, por el crisol de la reencarnación, esas gentes han llegado, no solamente a civilizadas, sino, muchas de ellas, a espi­ritualmente intuitivas, iluminadas con las luces del Espíritu Santo. Muchos de los que hoy sois buenos espiritistas, antes de pasar por aquel crisol, fuisteis feroces caníbales. ¡Feliz el momento en que lograsteis orientaros hacia la perfección!

Los que habéis apreciado algún vislumbre de lo espiritual, no necesitáis imágenes para prestar culto al Dios Verdad y Vida; os habéis emancipado de ellas con noble impulso mental, y vuestra razón se ha elevado a las regiones de lo infinito, donde ha visto lo que no pueden ven los demás hombres mientras estén encerrados en el estrecho cutrichil de la materia.

Os repito, hermanos creyentes, que, para orar y alabar a Dios, os reconcentréis en vosotros mismos, y poniendo la fe y la espe­ranza en Dios, digáis mentalmente, haciendo que las palabras tin­tineen en vuestro corazón cual argentinos sones:

Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea el Tu nombre. Venga el Tu reino. Hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dádnosle hoy. Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores Y no nos dejes caer en la tentación. Mas líbranos de todo mal. Amen.

Haciéndolo así, Dios os concederá lo que os convenga para el cuerpo y para el espíritu. No sólo debéis rogar a vuestro favor, sino también en provecho de vuestros hermanos, y especialmente de los que sufren.

Si el tiempo es apremiante, basta dirigir el pensamiento al Pa­dre, sea donde fuere que os encontréis. Invocadle para pedirle per­dón; diciendo espiritualmente:

Padre mío, he pecado contra Vos: tened misericor­dia de mí. Dadme fuerza para resistir todos los malos pensamientos, y perdonadme las malas acciones que he cometido. También Os pido, ¡oh, Dios mío! que me deis fuerza para alejar a los malos espíritus que quieran indu­cirme al mal; que venga el ángel tutelar en mi ayuda, pa­ra que un día pueda conducirme a vuestros pies a daros gracias y a pediros perdón y misericordia por todas mis faltas pasadas.

Padre mío: guiad siempre a estos hermanos creyentes; ilumi­nad a los que viven ofuscados por las cosas del mundo, privándo­les de la comprensión de las hermosas leyes que rigen al Universo, para que un día se decidan a dejar sus extravíos y seguir mis pa­sos.

Fuerza y valor os desea, hermanos, para seguir mis huellas.

Jesús.