Todo  tiempo  es cuaresmal

12 – 3 – 1911  – 46

La paz de Dios sea entre vosotros, hermanos.

Hay aquí varios espíritus que desean entrar en re­lación con vosotros; pero soy yo quien en este momen­to debe dirigiros la palabra.

La más común ahora entre los que siguen a los pretensos dis­cípulos de Jesús y realmente esclavos de los tentáculos de Roma sacerdotal, es la de penitencia, por conmemorar la pasión y muerte de Cristo.

¡Ay! ¡Cuán equivocados estáis, los hombres que seguís a ta­les directores! ¿Ha establecido Dios épocas para venerarle? ¿Ha marcado un tiempo para mofar y ultrajar a la moral, y otro, segui­damente, para hacer penitencia y recordar la pasión de su amado Hijo?

No, hermanos: Todos los tiempos son de penitencia para el buen creyente; porque se ve tan pequeño si se mira, y ve tan grande a Él, que necesariamente ha de desprenderse de todo lo mundano para imitarle.

Como los directores de la grey romana pecan igualmente que los demás, han escogido esta época de cuaresma, que precede a la semana de Pasión de Jesús, para que sus adeptos hagan absti­nencia y penitencia de las locuras a que pudieron entregarse du­rante el carnaval. Pasadas estas semanas de conciliación, pueden hacer lo que quieran como plan ordinario; y cuando vuelva el car­naval, también podrán permitirse como extraordinario repetir sus extraordinarios excesos. Aunque tienen mucho poder, estos pas­tores han previsto que su rebaño se indisciplinaría si no le dejaba saltar y triscar a sus anchas por el otero, y para evitar esa rebe­lión, le han dicho: Ve, trisca y corre todo lo que quieras, con la sola condición de que una vez al año, cuando más fatigado estés por tus correrías, te llegues al redil y reposes durante unas horas.

Y todos dicen amén, todos cumplen con el precepto pastoril, o sea el precepto pascual, y todos se creen perfectos corderos o perfectos cristianos. ¡Infelices! ¡Y qué engañados están! ¿Cómo se les ocu­rre ni aún sospechar que, obrando así, cumplen con la Ley de Dios?

¡Fariseos hipócritas! Por halagar las pasiones de los hombres y haceros gratos a sus ojos, os ensuciáis de pies a cabeza ante Dios. ¡Ay de vosotros! ¡Qué estrecha ha de ser la cuenta que se os pida!

¿No comprendéis, hombres de buena fe, que no es posible que al sacerdocio le importe nada vuestra conducta, cuando con tanta facilidad absuelve vuestros pecados, aún aquellos más afren­tosos para toda persona honrada, afirmando con inconcebible des­parpajo que también Dios os los ha perdonado? ¿No comprendéis que esto es un atrevimiento alevoso, una horripilante blasfemia? ¡Ah, sí; lo comprendéis!; y la prueba la da vuestro esceptismo pa­ra con la religión y para con sus ceremonias; pero os envolvéis con los Sacerdotes en un mismo manto de hipocresía, y si ellos fingen creer lo que os enseñan, vosotros fingís creer y practicar lo que os han enseñado, para que la gente os tenga… ¿por buenos cristianos? No. ¿Cómo ha de teneros por tales, si os conoce por, dentro? Por cristianos como ellos, esto es, por cristianos de aque­llos de quienes Jesús dijo qué le alababan con los labios y le odia­ban con el corazón.

Muchos extrañáis que Pilatos, hombre justo y bueno, conde­nara a Jesús, la bondad y la pureza personificadas. No dejó de conocer el magistrado que el profeta era inocente y que no tenía motivo ninguno el populacho ingrato para pedir qué le conde­nase; pero el temor a lo que dijeran los gobernantes del impe­rio, el temor a perder el cargo que desempeñaba y la amenaza del pueblo cruel, le hicieron desfallecer y claudicar. No tuvo el nece­sario valor para resistir la prueba. Condenó a muerte al Inocente por miseria moral, por egoísmo, sin que nada le valiera la especie de confesión o purificación previa de lavarse las manos ante el pueblo. Se lavó las manos ante los hombres de la inmerecida con­dena del Justo; pero firmó su sentencia, con las manos lavadas y todo, y no cuidó de lavarse y purificarse por dentro ante Dios.

He aquí lo que les pasa a millones de hombres: ya veis si es antigua esta falacia.

Ya sabéis que Jesús, al empezar su misión, escogió a trece Apóstoles, y entre ellos, hubo un traidor. Nosotros oímos decir con frecuencia a los hombres de la tierra, que es extraño que Je­sús quisiera a tal hombre, sabiendo que le había de traicionar. Je­sús sabía de antemano, sí, las intenciones de Judas, pero no le importaba, en primer término, porque debía ser así, y en segundo lugar, porque el Maestro no despreció nunca a nadie: todos so­mos sus hermanos y a todos nos ha querido y quiere cobijar con su manto. A mayor abundamiento, hay en ello una sana lección. No entre doce, sino entre dos, puede haber un Judas, y la morale­ja nos indica que antes de dar prenda de amigo a nadie, debemos escudriñarle, pero no despreciarle. Hay que compadecer y hay que amar a los que, por su modo de ser traicionero, no sean dig­nos de poseer los más insignificantes secretos de nuestra alma.

Imitad a Jesús en las últimas palabras que dirigió a sus ver­dugos. Así seguiréis sus pasos. Así seréis humildes y perdonaréis aún a los que os calumnien. Así os convertiréis en verdaderos Apóstoles.

Después que el Redentor se separó de nosotros, empezamos a predicar su Evangelio, para conocimiento de las multitudes y en cumplimiento y exhalación del amor divino que inflamaba nuestras almas Nuestra misión siempre fue sin pretensiones de galardón por parte de las gentes; muy al revés: del pueblo sólo recibíamos agravios e insultos; pero como estábamos saturados de la benéfica influencia de Jesús, nada nos importaban estos padecimientos por­que de El esperábamos la recompensa.

Al desparramarnos por el mundo, nos dijo: «Beberéis del mis­mo cáliz de amargura que yo; no os acobardéis; tened mucha fe y velad y orad, que después de los sufrimientos de esta vida, ven­dréis a gozar a mi lado de la gloria celestial».

Vosotros, hermanos, no debéis extrañaros de que os sobre­vengan contrariedades; ya veis que no sois los primeros de sufrir­las; debéis sacrificaros si queréis la perfección y el sitio que el Padre os tiene preparado. Trabajad con fe sincera y grande amor a vuestros semejantes, y así saldréis victoriosos de la batalla y os haréis merecedores del lugar que alcanzaréis.

¡Cuánta diferencia habrá, hermanos, del estado en que os en­contráis, al que conseguiréis, si perseveráis en la fe! La tranquili­dad en el mundo sería muy grande si los incrédulos se pasasen a la bandera espiritual y empleasen en homenaje a ella la mitad de las energías que consumen en su contra. Pero son obcecados y hay que compadecerles.

Hay que compadecerles; pero hay también que adoctrinarles.

Decidles que eleven los ojos al cielo, que claven su penetrante mi­rada en esa ubérrima Naturaleza, que se examinen a sí mismos. De ese modo darán crédito a la doctrina redentora de Un Divino Omnipotente, porque sin duda han de ver que no siendo ninguna criatura el autor de tanta grandeza y maravilla tanta, ha de haber un Dios cuya omnipotencia y omnisciencia se manifiesta en sus obras. ¡Ay del que no vea y crea! Para él serán los sufrimientos de la soledad espantosa de las tinieblas.

Son muchos, hermanos, los que, por su indolencia, no llega­rán a puesto en la hora del rescate. Se habrán cerrado las puertas cuando querrán entrar. Queda poco tiempo para poder abrazar la doctrina espiritualista, y el que no lo aproveche, en vano será que luego dé aldabonazos en la puerta cerrada: Dios hará sentir su jus­ticia en cumplimiento de su Ley, y se operará el Consumatum est de la presente generación. El siguiente cómputo del planeta Tierra será contado por espíritus elevados que vendrán a poblarla y a re­generarla.

Vosotros, los que habéis comprendido al Espiritismo, seguidle con fe y no dejéis a Jesús: Él os conducirá a las esferas celestiales y allí cobraréis vuestra merecida recompensa.

Vuestro hermano,

Mateo, apóstol.