Tres personalidades y un espíritu

2  – 10  – 1910 – 21

La paz de Dios sea entre vosotros, hermanos.

Los tiempos se van aproximando y ha de cumplir­se lo profetizado por el Maestro, porque la humanidad va siendo cada día más ingrata y nada quiere ver de lo que pudiera ser auxilio para su adelanto espiritual. En cambio, nosotros vamos con paso de gigante al encuentro de lo que ha de ser la destrucción de muchos, porque el siglo XX es el que ha de experimentar este gran cambio, ya que es el destinado a mecer la cuna de los nacidos a la Nueva Jerusalén.

Atendedme, hermanos, porque yo vengo a prepararos para el segundo advenimiento de Jesús.

Por tres veces he sido su predecesor, y la primera, di a cono­cer la Ley de Dios, que me fue confiada por Jehová en el monte de Sinaí.

¡Cuánto han errado los hombres que han ultrajado los divinos preceptos! ¡Cuánta responsabilidad han contraído los que se lla­man preceptores y guardadores de la Ley! En vez, éstos de difun­dir pura y sin mancha su doctrina, han sido los primeros en cor­romperla y adulterarla. Son los positivos destructores de la Ley de Dios, porque, a su manera, han sabido enseñar otros manda­mientos por ellos establecidos, dejando postergados los verdade­ros que habían de conducir al progreso universal.

La falta de fe en unos, la ceguera en otros y la osadía en los prevaricadores, ha hecho que mientras éstos erguían la cabeza, aquellos la bajasen y acataran sumisas doctrinas de hombres; y los que, mal aconsejados, no han querido ver la justicia de Dios, y han considerado ridículo seguir los preceptos de los hombres, esos se han dado tanto a las cosas materiales, que sigue su carre­ra sin reconocer verdad alguna de orden divino. Por esto Dios les barrerá de la faz de la tierra, para que no sean causa de perturba­ción a las futuras humanidades. Han delinquido y llevado su con­tumelia hasta el extremo límite, y deben purgar su pecado yendo a mundos inferiores, donde todavía podrán ser guías de las humani­dades que en ellos evolucionan.

Cuando volví a reencarnar en la Tierra, fue en misión directa para profetizar la venida de Jesús y preparar a las gentes al reci­bimiento del Mesías, anunciado en las Escrituras como el Redentor del mundo.

Los llamados sabios y doctores de la Ley, bien sabían lo que las escrituras decían; pero no querían darles crédito, porque com­prendían que de acontecer lo que en ellas se anunciaba, su poder se acabaría. A pesar de ello, tenían sus dudas y recelos: recono­cían que sus actos eran malos y temían que, si venía el Mesías, no podrían dejar de sufrir sus consecuencias; pero no se explicaban en que podría consistir su castigo. ¿No somos los que gobernamos a los pueblos? se decían ¿No les hemos dictado las leyes por­que se rigen? ¿Qué, pues, es lo que nos impondrá? Y registraban las profecías y las Escrituras, y no descubrían lo que había de su­ceder a la venida del Cristo.

Es muy natural que no lo descubrieran, pues en vez de pen­sar espiritualmente, así sus estudios como sus obras se encamina­ban nomás a lo material: querían regir, y por ello establecieron mandamientos. Las profecías de Elías les inquietaban y trataron por todos los medios de hacerle enmudecer.

Cuando volví por tercera vez, vine a preparar el bautismo que había de administrar Jesús. Yo sólo bautizaba con agua, pa­ra que acudiesen al arrepentimiento. Era una adoración muy mate­rializada; pero era la que convenía a aquellas gentes. Muchos, por temor al que vendría, acudieron a mi bautismo. Yo les decía: ¡Oh generación de víboras! ¿Quién os enseña a huir del que vendrá? (Lucas, III, 7). Yo, en verdad, os bautizo con agua; pero el que viene tras de mí, bautizará con espíritu santo, y no soy digno de desatar la correa de sus sandalias, (Lucas, III, 16).

Era mi misión preparar y enderezar el camino hacia Jesús por el arrepentimiento, ya que el orgullo de los hombres hizo que la moral y buenas costumbres fueran tan ultrajadas. No dejé de al­canzar buena parte de mi propósito; porque lo que entra en los planes del Altísimo se cumple siempre.                                                                                  

La palabra de Jesús, hermanos míos, fue el terror de todos aquellos sabios del imperio, pues con una facilidad asombrosa des­truyó su ley para suplantarla con las obras de misericordia y las virtudes teologales, inculcando en sus creyentes el verdadero amor, la verdadera caridad, la verdadera fe, el verdadero y recí­proco auxilio.

Con todo y con eso, aquellos corazones no se movieron a piedad. A medida que Jesús enseñaba mansedumbre, ellos remon­taban en cólera contra él y contra sus discípulos; a medida que Je­sús les perdonaba, ellos amontonaban sofismas y calumnias para que fuese condenado a muerte. Al divino Maestro nada le impor­taba, porque sabía bien que habían de cumplirse las profecías, que había de ser perseguido, ultrajado y sacrificado por el género humano.

Con esto, hermanos míos, vengo a prepararos para la según-, da venida de Jesús; pero no penséis que sea como la vez pasada, que en aquel entonces padeció para enseñar a los hombres el amor, la virtud, la caridad, y para que, resignado, cargara cada uno con su cruz, como El cargó con la suya. La doctrina predicada por el Maestro fue fuente inagotable de belleza espiritual, en la que los buenos creyentes pudieron y pueden saciar su sed de gracia y beneficios. Ahora vendrá para juzgar a los buenos y a los malos, ex­terminar a los que no hayan seguido sus leyes y seleccionar entre los adictos a sus doctrinas; y vendrá resplandeciente de gloria, ro­deado de ángeles y seguido de su cohorte espiritual, encargada de restablecer la paz y el bien en la Tierra.

Al venir Jesús, tendrá la autoridad del Padre para juzgar y el libro de la vida para discernir; y al hacerse visible a los hombres como en su anterior venida, en lugar de inspirar la cólera que en­tonces inspiró a los sabios y doctores de la Ley, les inspirará ver­güenza, y al verle con tanta majestad, caerán aterrados a sus pies sin poderse levantar; y como el día habrá llegado, ni tiempo ten­drán para pedir perdón, y no habrá misericordia para ellos.

Estad siempre preparados, hermanos míos; no os descuidéis un momento en alabar a Dios; purificaos elevando vuestro espíritu al Padre, y dejad las cosas materiales; porque, ¡ay de vosotros, si el día fatal os encuentra desprevenidos! Os digo como Jesús: No atesorad para el mundo: atesorad para el cielo, donde ni polillas ni orín corrompen ni ladrones hurtan. (Mateo, VI, 20).

Sí, hermanos; atesorad virtudes, porque es lo que os puede conducir a los estados del Padre celestial y disfrutar de las delicio­sas felicidades que tiene reservadas a los que siguen sus Manda­mientos. No os dé cuidado el padecer en la tierra: ya sabéis que vuestro hermano Juan ha sido un mártir en todas sus existencias, y ahora me doy por dichoso de haber padecido todos esos marti­rios, porque tras cada existencia mi espíritu se ha elevado a espa­cios más superiores y siempre ha prosperado en todo, adquiriendo más fe y confianza en Dios y más resignación para los sufrimientos.

Os conjuro a que no temáis a la muerte, ni a los martirios, ni a los que os quieran mal; pues los tiempos venideros no serán co­mo los pasados, y como vosotros ya habéis sufrido en otras exis­tencias, no serán insoportables las penas que habréis de sufrir por lo que os suceda. Tened valor, que al lado de vuestro hermano os espera el laurel de la victoria.

Moisés – Elías – Juan.