La fe y la razón

18 – 9 – 1910 – 19

Dios ilumine y bendiga a vuestros espíritus!

Uno de vuestros guías viene a comunicaros la visita de alta potestad; disponeos a recibirla digna­mente. Es tanto nuestro deseo de intervenir en la obra, que nos adelantamos para anunciaros tan elevados mensajeros.

¡Oh, ilustre majestad y potestad excelsa, que venís aquí para confortar a estos pobres espíritus! Yo os doy las gradas y estoy contentísima de que estos hermanos hayan sido merecedores de confiárseles un puesto en la obra regeneradora. Por mi parte pro­curaré ayudarles y confortarles para que lleguen hasta el fin.

Hermanos; ya que habéis sido de los, elegidos, trabajad con todo ardor para cumplir como buenos. Nosotros, como servidores de los elevados espíritus que vienen a instruiros, quedamos dis­puestos a secundaros en todo, para que veáis que vuestros guías se interesan en vuestro progreso.

Vuestra

Hermana dé la Caridad.

¡La paz de Dios sea entre vosotros!

Han llegado los días anunciados por los profetas.

¡Oh, ingrata humanidad! ¡Cuánto desprecias las cosas celes­tiales! ¿Para qué ha servido que pasaras tantos siglos hojeando libros y más libros, si de ellos no has sabido sacar ningún prove­cho espiritual? ¡Oh, falsos y mentirosos apóstoles de la tierra! ¿En qué habéis invertido el tiempo? ¿Qué habéis hecho de lo que se os inspiraba para vuestro saber? ¿Qué habéis acumulado en vuestra inteligencia, con tantas y tan largas horas de estudio? Y ¿qué poseéis en vuestro corazón de la doctrina de Jesús recopilada en los Evangelios?

¡Ah! Vuestros actos responden a mis preguntas. Vuestro es­tudio ha sido tan material como vosotros. No habéis tenido inspi­raciones divinas, porque vuestras obras han atraído a espíritus si­milares al vuestro, y éstos os han sugerido la idea de enseñorear sobre los demás, y os han ayudado a ponerla en práctica. Des­pués… después os habéis creído los elegidos de Dios, y como os abrogasteis dominio sobre vuestros semejantes, para conservarlo y acrecentarlo indefinidamente, habéis dado una interpretación po­sitivista a las enseñanzas del Maestro, requiriendo de ellas que os proporcionen un bienestar físico a costa del estipendio ajeno; sin reparar en que la doctrina de Jesús no es doctrina de cuerpos, si­no de espíritus, y en que, ni cumplís ni enseñáis a cumplir a los demás los preceptos de la moral eterna.

¡Desdichados! Habéis cavado vuestra propia sepultura. Para dar autoridad a vuestros hechos, en todo hacéis que intervenga el Evangelio y nada más lejos que el Evangelio en vuestras obras. Lo mancilláis cada vez que lo nombráis con vuestros labios impu­ros, y esto, claro está, ha de tener sus consecuencias.

¿Queréis ser buenos apóstoles y tener buenos discípulos? Predicad el verdadero Evangelio; tened los buenos procedimientos que tenían aquellos santos varones sucesores de Jesús, que, en aras de su fe, llegaron al martirio. Vosotros, cómodamente, predi­cáis la caridad, la abnegación, el amor, todas las virtudes…; pero vuestras palabras brotan de vuestros labios sin que se interese en ellas vuestro corazón: son palabras que mescan a hueco, y para ellas, no hay eficacia, Jesús ya dijo de vuestros predecesores que «atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; más ni aún con su dedo las quieren mo­ver». (Mateo XXIII, 4).

¡Ah, fariseos hipócritas! ¡Grande será vuestro juicio! Mirad y escudriñad espiritualmente las doctrinas que predicó el Cristo; abrid los ojos a la luz de la verdad y sed intérpretes fieles de su palabra. Si lo hacéis y si prácticamente seguís su ejemplo, la gen­te creerá en vosotros, porque verá que realmente sois los conti­nuadores del apostolado; mientras que ahora, está tan convencida de vuestra hipocresía, que no cree en nada. ¡Y os quejáis de la falta de religión! Quejaos más bien de vuestra irreligiosidad.

¿Queréis que la fe se establezca sana y fuerte entre vosotros? Buscad en las Sagradas Escrituras y allí encontraréis quienes son los reparadores y los maestros que han de publicar y enseñar las sublimes doctrinas del Cristo. Sí, hermanos; no sois vosotros, no, los poseedores de la verdad, sino los espiritistas. Ninguno más que ellos pueden vencer a todas las religiones, porque el Es­piritismo es la quintiesencia de la doctrina predicada por Jesús, avalorada con los conocimientos científicos de la época. Por ello es invulnerable, y por ello todos los que aboguen por su causa han de ser salvos.

Todos los que en el Espiritismo comulgan, encuentran el des­pertar deseado, aclaran sus dudas sobre el pasado y el porvenir, porque la fe y la ciencia les revelan sus secretos; y con la moral que preconiza, llegan a la puerta estrecha que a tantos espanta, pero que a ellos no les infunde pavor, porque saben que una vez se haya atravesado, se ensancha de nuevo el camino y se extien­de de mundo a mundo hasta llegar a la celeste Sion. La libertad, la fraternidad, el amor, el desinterés, el sacrificio: esos son los hi­tos que van dejando los espiritistas en las márgenes del camino, para que sirvan de guía a los que van en pos de ellos, y de este modo la verdadera fe no se pierde, antes, por el contrario, toma incremento cada vez más insuperable cual corresponde a la Ver­dad establecida por Dios, predicada por Jesús y establecida por los Apóstoles.

¿Cómo pueden enseñar la fe y doctrina de Dios, hermanos míos, si ellos son los que primero han dudado del misterio de la Santísima Trinidad; de esa verdad tan pura y refinada que ha mo­tivado tantos estudios por su parte, sin que acabaran de ponerse de acuerdo ni de descubrir su trascendencia, hasta que, por fin, terminó el pleito una decretal, proclamándola verdad dogmática, y por consecuencia indiscutible Vosotros, hermanos míos, ya sabéis que el año 1854, fue de­clarado dogma la virginidad de María. Pues bien: deteneos un momento a reflexionar la osadía que esa resolución supone. El ar­cángel, o el espíritu enviado por Dios, había declarado la virgini­dad de María diciéndole: «¡Oh, María! La gracia de Dios es con­tigo. Has sido elegida por el Padre celestial entre todas las muje­res, para servir de tabernáculo al Redentor del mundo. Sí, María; tú has de ser la depositaría de ese amor divino; ninguna otra mu­jer, sino tú, es tan pura e inmaculada que se le pueda confiar el misterio de la encarnación del Verbo. No importa que seas recha­zada por los sabios y doctores de la Ley; triunfal ás tú y el que está contigo y es consubstancial tuyo en la carne». Tan explícita y terminante declaración, no comprensible a toda inteligencia, ofuscó la de los doctores; y ellos, pequeños y míseros gusanos, quisieron enmendar la plana al enviado del Altísimo y declarar fal­sas sus palabras. Seis siglos duraron esas contiendas, resueltas definitivamente por un eukase pontificio; pero el sólo hecho de la discusión, ¿no implica ya un atrevimiento sin ponderación posible?

La fecundación de María, fue divina, y si no lo hubiera sido, habría sido una mujer como las otras. Dios no deroga las leyes in­mutables de la naturaleza, y no las derogó en este caso. Desde el principio de los tiempos tenía Dios destinado que las cosas suce­diesen de ese modo, y por lo tanto, ninguna otra mujer que María podía recibir el fruto que el Padre tenía destinado para la reden­ción del género humano, porque ninguna otra, como ella, era mo­delo de virtudes, capullo inocente sin mancha de pecado.

No tenía necesidad María de encarnar en ese planeta: espíritu perfecto, vino a él para que se cumpliesen las profecías que anun­ciaron, que, así como la primera Eva fue causa del pecado, así es­ta segunda lo sería de redención y vida eterna.

Los padres de María eran santos, y por ello les confió Dios el elevado espíritu de María, para que lo conservaran sin mácula.

Se comprende que todos esos sabios que sólo ven lo material no lleguen a comprender este misterio de la reencarnación del hijo de Dios, pues fijándose en todas las demás de los hombres, aque­lla parece imposible. Yo os digo que María no había tenido nunca la más leve atracción de las cosas del mundo ni había sentido tam­poco los estímulos de la sensualidad. Sólo se complacía en obede­cer a sus padres, en rogar a Dios y en meditar sobre las cosas es­pirituales, hasta que llegaron los tiempos anunciados. Entonces no tuvo más remedio que obedecer a las palabras del arcángel men­sajero.

A los dieciocho años fue elegida aquella virgen para ser ma­dre del espíritu más elevado entre los espíritus. María, cuando vio aquella esplendorosa luz y oyó la voz del ángel, acató sumisa el mandato con un «hágase, Señor, tu santa voluntad»; y reconcen­trándose, como si hubiera sido magnetizada por una fuerza espiri­tual invisible, recibió a Jesús. Desde aquel instante quedó efectua­da la fecundación del Verbo, sin que ella se diera cuenta absoluta­mente de nada. Bien se puede decir, por consiguiente, que no fue por obra de varón, sino que fue por obra del Espíritu Santo. Luego, para evitar que María fuese apostrofada por las gentes, hubo ne­cesidad de enlazarla a un hombre, y este fue el justo y noble va­rón a que Dios la tenía destinada, José fue el elegido, porque sólo él estaba a la altura de María.

Muchos eran los hombres de alta alcurnia que pretendieron desposarse con María; pero ninguno de ellos era merecedor de tal honor, porque todos hubiesen dudado. Hasta el propio José, no obstante haber sido el mismo Dios quien le ordenó que tomara a María por esposa, tuvo momentos de vacilación terrible. Pero era espíritu puro y bueno, y creyó en las inspiraciones divinas.

Vosotros, los titulados apóstoles y ministros de Jesús, que tanto habéis dudado del misterio, ¿queréis verlo claro para creer­lo? Interpretad espiritualmente los sagrados Evangelios, creed en la reencarnación y seguid el camino que conduce a Dios. Ese ca­mino lo hallaréis siguiendo el Espiritismo, que es la doctrina por Jesús establecida. Él os dirá de donde habéis salido y a donde ha­béis de ir; su moral y su ciencia son fuentes inagotables de bon­dad y de verdad; y los consuelos que presta en las aflicciones de la vida le hacen revivificador por excelencia. Vuestra estupidez os ha originado graves consecuencias, y como vuestros actos son ig­nominiosos, Dios, de no enmendaros, os borrará del libro de la vida, porque seréis juzgados según vuestras obras.

Hermanos míos, os felicito, porque, aún que os veáis pocos, sois decididos y fuertes. Es lo que debéis de ser: firmes y cons­tantes en vuestras convicciones, sin ceder un paso en la lucha em­prendida en defensa del ideal.

Estará a vuestro lado y os prestará siempre su ayuda, vuestro hermano,

Platón.

.