¡Reparad en mi!

21  – 8 – 910 – 15.

Hermanos míos: La paz de Dios sea entre vosotros.

Jesucristo, en los tiempos de su apostolado, nos dijo: «Venid vosotros en pos de mí; ya que sois pescadores de peces, os haré pescadores de hombres». (Marcos, I, 16 y 17).

La palabra de Jesús es tan sincera, que no puede negarse a seguirla todo el que desea salvarse. Nosotros, al oír su voz cuan­do nos dijo que seríamos pescadores de almas, tuvimos una ale­gría inexplicable, porque nos sentimos atraídos por su palabra y no pudimos negarnos a seguirle.

Yo, uno de los primeros apóstoles, deseoso de ser muy fiel entre los escogidos por Jesús para cooperar a reunir las ovejas esparcidas y perdidas por el mundo, sin guía que las condujese a la doctrina salvadora, no quise que me llamara dos veces, no: sino que, a la primera, sin vacilar, me decidí a ir en pos de Él, escuchando con mucha atención sus palabras, para después predicar su Evangelio entre aquella gente tan ingrata, dispuesto a morir por la fe.

Hermanos míos, hoy quiero anunciaros a vosotros que tam­bién habéis sido llamados, lo mismo que nosotros, para predicar el Evangelio y para socorrer a los espíritus que están naufragando en ese mar sin orillas de la duda. ¡Ay, hermanos! La tormenta es tan grande, que no habrá salvación hasta que venga Jesús a apa­ciguar las aguas, como en aquel entonces vino a apaciguar la tempestad en la que estábamos próximos a naufragar. Nosotros, des­confiando del poder del hombre casi desconocido, exclamamos: «Maestro, ¿no reparas en que perecemos?» Él se levantó y dijo a la tempestad con gran autoridad: «¡Calla y enmudece!» Y luego, volviéndose a nosotros: «¿Por qué no tenéis fe?» (Marcos, V, 38, 39 y 40).

¡Oh, hermanos míos! Fue tanto mi asombro al ver la obedien­cia de las olas y la serenidad de aquel hombre increpándolas, que quedé anonadado. «¿Quién será ese hombre, me decía, que alar­gando el brazo y ordenando a la tempestad que enmudezca, disipa su furia y restablece la calma?» Y desde aquel instante, me sentí gozoso de ser discípulo de aquel hombre.

En otra ocasión, estando muy separados de la orilla, vimos que un hombre venía andando por sobre las aguas. Era el Maes­tro, y nos dijo que no tuviéramos miedo. Yo le dije: «Señor, ¿po­dría yo ir andando sobre las aguas, como Tú?» ¡Ay, hermanos! Con su palabra llena de unción y de dulzura, me contestó: «Ven, Pedro; si tienes verdadera fe, andarás como yo ando». Al instante bajé del barco y me dirigí a Jesús. Él me decía: «No pierdas la fe, porque el que viene a mí, no puede perderse».

¡Ay, hermanos míos! Al encontrarme un poco mar adentro, empecé a dudar y a temer hundirme, porque había gran tormenta. Perder la fe y sumergirme, fue obra del mismo instante. Empecé a exclamar a voces: «¡Señor! ¡Señor! ¡Sálvame, que me ahogo!»

Bien sabía Jesús lo que me sucedería, y viniendo a mí, exten­dió su mano y me puso a salvo, diciéndome: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? (Mateo, XIV, 26 a 31).

¡Cuán grande maravilla obró! Con toda mi gratitud, le dije: «¡Jesús mío gracias! Sí, es verdad, dudé, perdí un momento la fe; pero, Señor, haced que arraigue en mí, y que no me vea nunca más como ahora».

Hermanos míos, ya veis lo que puede la fe: es el áncora que salva a todo cristiano. No temáis nunca. Donde vaya vuestro Maestro, seguidle sin temor alguno; pero no titubeéis, no dudéis, no permitáis que en vuestro pensamiento haga presa el menor re­celo, porque entonces os quedaríais aislados, como hubiera que­dado yo, de no haberme escuchado compasivo el Maestro.

¡Ah! ¡Cuán ingrato he sido…! Después de estar cierto de su poder, de haber palpado prodigios muy grandes, de haberme dado potestad de ser uno de los Apóstoles más apreciados; después de haberle seguido mucho tiempo y de haber expuesto la vida por defenderle de las turbas y de la soldadesca que los fariseos man­daron al huerto para prenderle, cuando el dulcísimo Jesús estaba allí postrado de hinojos, pidiéndole fuerzas al Padre para resistir las contrariedades de aquella gente tan depravada, después de ha­ber gozado de la confianza y del apoyo del Maestro, digo, tuve la osadía de negarle tres veces por temor a ser conocido como discí­pulo suyo. Al pensarlo, siento, aunque la conciencia me acusa de haber cometido un acto ignominioso. ¡Dios mío…! Ya me había dicho Jesús: «De cierto te digo que esta noche, antes de cantar el gallo, me negarás tres veces». Mas yo le prometí que, aunque fuese a costa de mi vida, jamás le negaría. (Mateo, XXVI, 34 y 35).

¡Ay, hermanos! Cuando oí cantar el gallo se apoderó de mí tal temor, que lloré amargamente recordando sus palabras, y el remordimiento roía mi conciencia. Ya solo me quedaba el pedir perdón a Dios para que me salvase de la gran injusticia cometida; así que, con toda mi voluntad y fervorosa fe, dije: «¡Dios mío! He pecado contra vuestro hijo; ¡tened misericordia de mí!» Gra­cias a mi ruego, Dios tuvo piedad, y me dijo: «Levántate; ya es­tás perdonado; tu arrepentimiento ha sido sincero».             ‘

¡Pobre Jesús! ¡Qué grandes fueron sus sufrimientos! Cuando estaba en el huerto angustiado y abatido su espíritu, oraba a su Padre pidiéndole con toda resignación, que, si fuese posible, deja­se de pasar tanta amargura; pero que no se hiciese como él quería, sino que se cumpliese la voluntad de Dios. Una diáfana luz refle­jaba todo aquel recinto, y un ángel bajaba del cielo con un cáliz y una cruz, diciendo: «Jesús, salvador del mundo: ahí tienes ese cá­liz y esa cruz, símbolos de la redención del género humano. En esa cruz serás clavado de manos y pies, coronado de espinas y escarnecido por los hombres que han querido tu muerte; pero no temas, hijo de Dios: todo esto debes pasarlo para bien de tus her­manos y goce tuyo en la gloria».

Tomó Jesús el cáliz y se abrazó a la cruz, dando gracias al Padre celestial, y diciendo: «¡Oh, cruz bendita! Tú has de serla redentora del humano linaje, tú el símbolo de la cristiandad. ¡Con mis labios te beso mil y mil veces, ¡oh, primogénita de mi espíritu! ¡Oh, cáliz! Tú has de ser el depósito de mi propia sangre, que ha de ser esparcida por el mundo para que el que la recoja, recoja en ella el fruto divino. ¡Dichoso de aquel que beneficié de una sola gota! ¡Malaventurado el que la desprecié!»

Entonces vino Jesús a nosotros, y nos dijo: «¡Levantaos! Ya tenemos aquí a la turba que viene a prenderme, enviada por los fariseos. Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre ha de ser entregado». Me levanté furioso para hacer uso de mi espada y de­tener con ella al numeroso tropel que venía en busca del Maestro. Así lo hice, y de un mandoble corté la oreja a uno de los atrevi­dos. «Retira esa espada, me dijo Jesús; no sabes lo que has he­cho; todos los que tomaren espada, a espada perecerán. ¿No sa­bes que, si quisiera librarme de esa gente inhumana, orando a mi Padre, me enviaría legiones de espíritus? (Mateo, XXVI, 46 al 53).

Jesús curó enseguida la herida juntando la oreja, con lo que causó la admiración de todos; pero no calmó su furia, y echándose sobre él le prendieron, le maniataron y se lo llevaron, haciendo con él todo lo que quisieron, hasta consumar la infamia que tantos malos hombres querían.

Cuando los Apóstoles salimos a predicar, nos dijo el Maestro que hasta que hubiéramos apurado otro cáliz de amargura igual al suyo, no heredaríamos el reino de los cielos. Os digo esto, her­manos, para que estéis prevenidos para lo que os pueda suceder en la segunda venida de Jesucristo; porque hasta ahora, ¿qué sa­crificios habéis hecho? Diréis que sois creyentes; por esto debíais empezar, como empezamos nosotros; pero, hermanos, tienen que venir las pruebas. Jesús nos decía: «¿Pensáis que habéis de ser más que yo?» Yo os digo a vosotros, como apóstoles de esta época: «¿Creéis que habéis de ser más que nosotros?» No, her­manos: para todos es el sufrimiento, porque él nos acerca al Pa­dre; somos todos hermanos de Jesús y hemos de seguir sus pasos y con toda resignación sufrir lo que venga por la fe del Maestro.

Tenemos que trabajar mucho para levantar el templo de la nueva fe; pero tenemos que tener en cuenta que sin trabajo no hay recompensa y que ésta está siempre en relación con aquél. ¡Oh! ¡Cuando pienso en el día en que Jesús llame a sus obreros, los que se negarán de entre vosotros…! ¡Cuántos Pedros habrá, cuántos…! Si en aquel tiempo de doce apóstoles hubo un traidor que lo entregó, y otro traidor que lo negó, yo, en esta época, con tantos centenares que se titulan espiritualistas, veo que tendré ra­zón al decir y repetir: ¡Cuántos Pedros habrá, hermanos míos, ¡cuántos…!

No seáis vosotros del número de los cobardes que quieren ti­tularse legionarios de Jesús, y no sienten sus latidos ni su influen­cia para serlo ni seguirlo. Habéis de ser valientes y tener mucha fe, ya que habéis sido iniciados en esta nueva regeneración. No retrocedáis, porque los acontecimientos se aproximan, y si tenéis fe y valor, seréis dichosos. Nada debe espantaros, y el día que veáis a vuestro Maestro al frente, seguidle sin volver la cabeza.

Como os digo, no todos los espiritistas seréis dichosos, pues entre vosotros habrá una selección, como en los días de Jesús, más a vosotros no os arredre el advertir que muchos cofrades se niegan a seguir a su Maestro y guía: antes, al contrario; ser férvi­dos desde el primer instante, desde antes del primer instante, y no deis lugar a que os suceda lo mismo que a mí. Por eso he venido a preveniros, poniéndoos por delante mi ejemplo.

No penséis en los posibles padecimientos, porque si se tiene un verdadero deseo de progresar y de llegar hasta El, todo se vence con el mayor placer. En la tierra, cuando un general plantea y se empeña en una batalla, se preocupa poco de las bajas que el desarrollo de la misma le cuestan, con tal que vea que va logrando su fin, que es la victoria. Al alcanzar ésta es cuando vuelve su mirada piadosa hacia los caídos y le duele en el alma que no sabo­reen con él el placer de haber triunfado. Pues esto mismo es lo que debéis hacer vosotros.

Cuando a nosotros nos decían en un pueblo que habían mata­do a un Apóstol, en verdad lo deplorábamos, y decíamos: ¡Dios lo tenga en descanso! ¡Dichoso él que ya ha cumplido su misión! Y nos entregábamos al trabajo con el entusiasmo que inspira la fe y la confianza en Dios, bien seguros de que la muerte del cuerpo era la resurrección eterna del espíritu, cuando el progreso se había cumplido.

¡Hermanos míos, no temáis! Con Jesús por guía, lo vence­réis todo, y tras la victoria, seréis recompensados con las delicias que el Padre nos destina y en unión de espíritus elevados, visita­réis otros planetas, gozando de la eterna bienaventuranza.

Así os lo desea vuestro hermano,                      

Pedro Apóstol.