Efectos de la duda

4 – 9 – 1910 – 17.

¡Dios os ilumine, hermanos míos!

¡Qué gozo experimentaríais si pudieseis ver a estos amantes esposos! ¡Ellos sí que pueden llamar se modelos! Si todos fueran como ellos, cuánta tran­quilidad habría en el mundo.

Con su espíritu luminoso, parecen el amanecer de la aurora.

¡Benditos seáis, esposos José y María!

Hermanos míos; aquí os dejo a los esposos que son ejemplo vivo en todo el universo. Amaos como ellos, y gozaréis del bie­nestar del mundo terrestre y de las delicias del espacio.

Un Espíritu.

Nuestro Padre celestial nos guíe a todos. Con vosotros tenéis a vuestro hermano José, que desea daros algunas enseñanzas, pa­ra vuestro progreso y el de los demás.

¡Funesta incredulidad la de los hombres! ¡Qué horrible es, y qué funestas consecuencias determina! ¡Cuántos males causa la duda que tienen muchos, respecto de Dios y de su omnipotencia! ¡Cuántos están estacionados por su negligencia en estudiar el Evangelio, siendo así que en él podrían aclarar todas sus dudas, tanto en lo que concierne a la vida terrestre como en lo que se relaciona con la vida futura!

El hombre sin fe y sin amor, espiritualmente, por sabio que sea, no es nada; porque la sabiduría de los hombres queda extin­guida en la tumba, y el espíritu remonta de ella y va errante por el espacio cuando, por haber dudado y haberse alejado de las prácticas evangélicas, cifró todo su empeño en conseguir la ciencia de los hombres.

¡Y cuánto daño hacen estos incrédulos, en ocasiones hasta sin pensarlo! Colocados en la cumbre por su saber, son objeto de imitación por parte de las multitudes que quieren ser en la sociedad guarismos con valor, y no ceros a la izquierda; y al ver que ellos, habiendo estudiado mucho, no siguen el Evangelio, deducen que no deben haber hallado verdad ninguna en sus sublimes má­ximas cuando así las menosprecian, y como su afán es imitarles, ¡es imitan también en esto, considerándose dispensados de averi­guar por sí lo que tanto espiritualmente les interesa.                                         ‘

A los que habéis comprendido la doctrina de Jesús, os parece imposible que haya gentes tan romas de inteligencia y tan duras de corazón, que, demostrándoles palmariamente la vida espiritual, no la creen y prefieren estar en las tinieblas de sus negaciones.

¡Con cuanta osadía dicen que todo se ha producido por sí sólo; que todo es propio de la naturaleza; que el sol, la lluvia y el viento son los factores de la vida y crecimiento de las plantas; ¡que la fuerza de la vida, es el sol que fecunda nuestro globo! ¿Poi­qué estos sabios no quieren ver que todo esto no puede producirse por sí solo? ¿Por qué no quieren reparar en que esta naturaleza que todo lo produce, si no hubiera sido por una fuerza mayor, no se hubiera formado? ¿Por qué no hacen una material suposición, comparando la naturaleza a una máquina muy grande, y así ve­rían a un autor?

¿Quién es el autor? Vosotros, todos los creyentes, podéis con­testar a tal pregunta; pero los materialistas, esos sabios ignoran­tes, quedan perplejos y no saben responder categóricamente, por falta de base en sus teorías. Así vosotros podéis decir en alte voz: «Dios es el autor de todo; el principio y fin de todas las cosas; el Creador increado, que ni puede tener predecesor, ni puede existir quien le suceda».

¡Pobres materialistas! Ellos, que al oír de los creyentes que Dios es el autor y director de todo, contestan con irónica expresión: «¿Quién lo ha visto? ¿A quién se ha dado a conocer? Sin reparar que esas mismas preguntas se le puede hacer a ellos, por­que tampoco su fuerza ni su materia ha sido vista ni se ha dado a conocer a nadie como esencia; ellos, los materialistas, tendrán, también, un despertar casi tan desastroso como los hipócritas, porque su incredulidad no les dejará elevarse y se quedarán erran­tes por la tierra, donde sólo verán desastres, donde sólo hallarán dudas y desengaños, y donde, al fin, tendrán que reconocer lo ex­traviado de su camino.

No obstante, lo misérrimo de su condición, los incrédulos tie­nen ganado un paso sobre los hipócritas, y es el estar mejor pre­dispuestos para atender a la voz de sus guías. Como no están ata­dos por el fanatismo, su modo de ser les induce a la posibilidad de nuevas existencias, y el hablarles de reencarnación, la aceptan sin repugnancia, y reencarnan dispuestos a desarrollar sus faculta­des, de modo que, en su existencia inmediata, pueden ser; y son en buen número, pensadores espiritualistas.

Vosotros, ¿qué pensáis que han sido estos seres tan incrédu­los? Todos ellos, no hay que dudarlo, fueron fanatizados en la existencia pasada por la gente ultramontana; y como al llegar al espacio no encontraron aquel cielo que esperaban, dudaron de to­do, y por su falsa fe llegaron a negar a Dios y a no creer en nada.

Al venir otra vez a la tierra, su espíritu, poco purificado, trajo las reminiscencias de la anterior doctrina, y sigue en las mismas dudas que cuando estaba en la erraticidad.

Vosotros, hermanos míos, que sois buenos creyentes, tenéis mucha suerte y os asemejáis con vuestra fe y divinas creencias a vuestro hermano José, porque no dudáis de ciertas revelaciones. ¿Qué hubiese sido de mí, si hubiese dudado de las revelaciones santas que los mensajeros de Dios me inspiraban por mandato del mismo Dios?

Hay que tener fe y perspicacia para saber distinguir a los buenos espíritus, porque si no, se apoderan los espíritus hipócritas y perturbadores, y sugestionan que no se siga la inspiración divi­na. Así me había sucedido a mí, cuando por su causa estaba casi decidido a dejar a mi amada esposa; pero, revestido de valor, y pensando que Dios era el que me la había dado por compañera, pude vencerlo.

¡Oh, María! Tú, que por inspiración y mandato de Dios fuiste mi esposa; tú, admirada y distinguida de todos por tu hermosura y tus bondades; tú, con todos tan amable y cariñosa, y a la vez, dotada de tanta potencia, que con tu mirada seductora y penetran­te hubieras dominado al espíritu más rebelde; ¡tú, la pulcra, la es­plendorosa estrella de la mañana, destinada para esposa mía! ¿Quién había de creer que yo fuese digno de ser tu elegido?

Pero Dios, hermanos míos, así lo tenía dispuesto, para que se realizase el inefable misterio de la Trinidad sacratísima.

Sí, hermanos; de esa inmaculada, de esa pulcra, de esa vir­tuosísima María, debía nacer el Redentor de la humanidad; y mi gozo fue tan grande al ser elegido esposo suyo, que pido a Dios podáis tener por compañera una mujer que se le asemeje, aunque solo sea remotísimamente, para que podáis gozar de verdadera felicidad en la tierra.

No obstante, la distinción de que había sido objeto por parte del Padre, tuve; aún, momentos de debilidad, y pensé, como ya os he dicho, en dejar a María. ¡Ah! Cuando pienso en eso, me horrorizo. ¿Qué hubiera sido de mí, si el espíritu enviado por Dios no me hubiese revocado las intenciones que me habían sugerido aquellos malos espíritus que me encaminaban a un acto ignominioso?

Ya veis, hermanos míos. Yo, espíritu elevado y lleno de vir­tudes, estaba rodeado de espíritus errantes que querían inducirme al mal; y gracias al Padre, pude vencer.

Vosotros debéis ir con mucho cuidado; y no extrañéis que tengáis muchos espíritus en rededor vuestro, que perturben vues­tros buenos pensamientos y os induzcan al mal: es esa una de las piedras de toque de las virtudes Por eso continuamente os deci­mos que estéis alerta, que seáis fuertes y expertos, porque podéis tropezar a cada instante.

Recoged con cuidado las intuiciones que os dirigimos, porque nosotros vemos los peligros que os amenazan. Grabad en vuestra mente nuestras palabras, no dudéis de las santas inspiraciones y de ninguna manera seáis incrédulos. Así os prepararéis para traba­jar con más ardor y fuerza en la obra de la regeneración veni­dera; así viviréis felices al lado de vuestros hermanos que os desean raudo progreso.

En espera del día que pueda abrazaros en cuerpo celeste, lo hace ahora en espíritu.

San José