El enemigo y el amigo

11   – 6 – 1911  – 59

La paz de Dios sea entre vosotros.

¡Bendito seáis para siempre, Jesús amado! ¡Qué sabroso fruto habéis ofrecido a la humanidad con vues­tros Evangelios, aunque haya un grande número que prácticamente los desconozca o menosprecie! Los que han sabido y sepan guardar sus preceptos, han sido y serán aprovechados discípulos vuestros. ¡Ay del que, habiendo probado de sus nécta­res, los retire de sus labios con repugnancia o menosprecio!

Nos dice nuestro Maestro que por el fruto se conoce el árbol; y si queréis conocer al hombre, mirad los frutos que produce. No puede ser buen hombre aquel cuyas obras contradigan a la moral predicada por Jesús, mientras que, si da frutos evangélicos, reinará en él, la verdadera moral bajo todos conceptos. Hoy sucede con muchos hombres que aparentan ser buenos, y si examináis sus procedimientos, perderéis enseguida la confianza que depositasteis en su bondad. Los hechos le descubren y le exponen a la san­ción de los que de verdad quieren dar buenos frutos, para imitar al árbol de la parábola de Jesús.

Vosotros, a quienes toca ser un espejo en el que se reflejen las doctrinas del Maestro, procurad poseer todas las virtudes como dones que son de perfeccionamiento; y conocidos que seáis por vuestras obras, estimularéis a los que os consideren al cumpli­miento de su deber. Nunca os vanagloriéis de poseer tan bellas cualidades: dejad a los actos vuestros que las proclamen con sus frutos. Si así lo hacéis, os distanciaréis cada día más de la degra­dante hipocresía que cubre a los hombres. Tened presentes las pa­labras de Jesús, cuando decía: «¡Ay de vosotros, hipócritas, que sois semejantes a los sepulcros blanqueados por fuera, que a la verdad se muestran hermosos, y de dentro, todo es engaño y su­ciedad!» (Mateo, XXIII, 27).

Estad muy alerta, porque los apestados de hipocresía os ro­dean. ¡Que su contacto no os infecte, como sucede con la mayoría de las gentes! ¿Qué sería de estos desventurados, si Dios, en su infinita misericordia, no se compadeciese de ellos? Si Jesús no hu­biera venido a sacrificarse por nosotros, ¡en qué estado estaría­mos! Los secretos por él descubiertos ensancharon de tal modo los horizontes y desarrollaron tan ampliamente la humana inteli­gencia, que hoy, el que tenga buena voluntad y fe, puede com­prender lo más recóndito de las revelaciones espiritas y los secre­tos de ultratumba. Los que habéis empezado esa senda, perseve­rad en ella con fe y llegaréis a donde los espíritus elevados os aguardan. Ellos os pondrán en situación de que podáis contemplar al Espíritu de Verdad anunciado por el Maestro en su predicación en la Palestina.

¡Ah, Jesús mío, cuán bueno sois! ¡Cuánta responsabilidad han echado sobre sí los que han despreciado los avisos vuestros que tenemos como inestimable legado de vuestro paso por la tierra! Ahora, en las palabras de vuestros mensajeros, tampoco quieren entender, y menos aceptar que el planeta esté en sus postrimerías, al contrario: con su indiferencia pretenden desafiar los altos desig­nios del Omnipotente. ¡Desdichados! Si pudieran ver los grandes preparativos que hay para la destrucción, quedarían horrorizados; y más todavía si se daban cuenta de que todo ello era debido a sus propias faltas.

La humanidad, dirigida por hombres pecadores como ella, y enemigos de la luz evangélica, no se ha cuidado de mirar al por­venir, y se ha quedado a obscuras entre las viciosas nieblas de su presente, como sus directores. Si éstos, que se han erigido en guías de aquella, hubieran enseñado la recta justicia de Dios, las evoluciones para el progreso y la inmortalidad del espíritu para llegar a toda conquista no se encontrarían los hombres en el atraso espiritual en que están, que después de dudar de la bondad del Padre, atribuyen a injusticias suyas las contrariedades que les azo­tan en la tierra. ¿Sabéis por qué vuestra vista no alcanza a ver la verdad? Porque estáis poseídos de orgullo, y vuestra indiferencia por las cosas espirituales, corre parejas con ¡la ceguera a que os condenan vuestros misoneístas directores.

Despojaos de ese materialismo; no andéis con la cabeza baja, sino bien erguida, mirando al cielo para ver la luz que os envía el Padre; pedidle a Él fuerza para despojaros de vuestras flaquezas y comprensión para penetraros de sus divinas leyes, y así saldréis a flote en ese mar embravecido, de miserias mundanas. Mirad a la brújula que señala al infinito: está en vuestras manos: aprovechaos de sus enseñanzas, que es la que puede salvaros. Si os perdéis en ese ancho camino, no culpéis a Dios; culpaos a vosotros mismos. Si confiáis en El y seguís las huellas del Nazareno, no podréis ex­traviaros. Está en vuestras manos el áncora de salvación.

No pocos espíritus de poca fe, dicen en su fuero interno: Dios mío: no tendré fuerzas para asirme a esa áncora. ¿Cómo debo ha­cerlo, si habrá tantos en mi rededor que se opondrán a ello, y son, precisamente, los que me proporcionan el pan para mis hijos? ¿Qué dirán, Dios mío, si resisto a su voluntad? ¿Qué harán si no me so­meto a ellos?

¡Cobardes, más que cobardes! ¿Por qué tenéis ese respeto para los falsos juicios humanos? ¿Por qué desconfiáis de las palabras del Señor? ¿No sabéis que afirma que la fé transporta las montañas? ¿Puede el hombre tener más poder que Dios?

¡Nunca, hermanos! El Padre lo puede todo, y El cuidará de que vuestra fe y excelente comportamiento queden debidamente recompensados, tanto en la tierra como en el espacio. Mirad a los que obran espiritualmente, y les veréis satisfechos, tranquilos, re­bozando júbilo. En su norma de conducta la caridad y amor al pró­jimo, y jamás empaña su frente una sombra de recelo, ni por lo que hayan dicho o puedan decir de ellos, ni por lo que les reserva el mañana. Buscan la ocasión de hacer el bien sin ostentación de nin­guna clase, y cuando acaban de practicar una obra de misericordia, un nimbo de luz orlea su frente. En sus hogares no hay discrepan­cias, no hay choques; reina la completa armonía que reinará en to­dos los hogares, a medida que las costumbres sean purificadas.

Alguien observará que familias al parecer muy buenas, fami­lias cuyos actos de caridad son notorios, no disfrutan de entera sa­lud ni son favorecidas por la fortuna; y, al revés: otras familias de desalmados y blasfemos, otras familias que pueden considerarse como azote de sus semejantes, gozan de salud excelente, prospe­ran en los negocios y todo parece sonreírles.

Si en esto os fijáis, veréis continuamente cosas que os pare­cerán contrasentidos y ultrajes a la Ley inmutable y eterna, senci­llamente porque desconocéis la causa. Pero, ¿cómo podréis cono­cer la causa, sino paráis mientes en las doctrinas de Jesús? ¿No sabéis que el espíritu tiene infinidad de existencias, y que en cada una de ellas paga o adquiere deudas? Pues el que paga, se perfec­ciona; y puede darse el caso de que, para pagar, tenga que sufrir esas contrariedades que tanto os afectan. Y el que adquiere deu­das, se labra las responsabilidades consiguientes a ellas, porque debéis tener en cuenta que estos débitos se pagan todos, porque la ley moral no admite insolvencias El Espiritismo, que es la ver­dadera ley evangélica, revela cuanto vosotros ignoráis. Acudid a él, y veréis claramente la causa de todos esos efectos que os ha­cen dudar; sabréis porqué sois ricos o pobres, sabios o ignorantes, pletóricos o enfermizos; sabréis, en una palabra, el porqué de los accidentes todos de vuestra existencia, y el modo de eludirlos y re­pararlos; y entonces, después de entonar el yo o qué, por cuanto reconoceréis la justicia del azote, os dispondréis a reconquistar el bienestar perdido.

Dios no ha privilegiado a nadie; todos los espíritus tienen el mismo punto de partida, y el que más pronto progresa, bien se com­prende que ha sido obra exclusivamente suya. Por lo tanto, debéis trabajar por adquirir virtudes, que ellas os ayudarán a encontrar la perfección y os conducirán a Dios, que os espera. Mis deseos de que progreséis pronto son tan grandes, que hago cuantos esfuerzos me son posibles para que comprendáis el Espiritismo, que es la doctrina salvadora. Día vendrá que os iluminará un rayo de luz y quedarán disipadas todas vuestras tenebrosidades. Cuando os ha­yáis convencido de vuestros errores, daréis gracias a vuestros guías, os acogeréis a su amparo y lamentaréis amargamente el tiempo perdido.

A los que sucedan a la actual generación, ha de parecerles muy extraño que esta humanidad haya desaparecido en la hecatom­be, teniendo, como tiene, tantos medios de purificación. ¡Qué generación más estúpida! dirán. ¡Qué hombres más empederni­dos! Parece imposible que tan buenas enseñanzas, no se hayan dis­puesto a seguirlas! ¡Pobres ciegos! ¡Misericordia para ellos! Noso­tros, más perfeccionados, vemos en estas obras el camino recto que ha de conducirnos a la perfección». Y le seguirán sin vacila­ciones ni titubeos.

Hermanos míos, disponeos a seguirle también vosotros. Es camino espacioso y seréis guiados por él por multitud de espíritus. Empezad a poner en práctica las doctrinas del Maestro, que esto es lo que desarrollará paralelamente vuestra inteligencia y vuestro sentimiento; tened fuerza y decisión para seguir con entusiasmo la doctrina que ha de regeneraros; no os arredre decir en público lo que adoráis en privado; no seáis como los hipócritas que temen a los hombres y olvidan y desprecian el poder de Dios. Atesorad virtudes para que vuestros actos respondan ante los hombres, y de esta manera veréis que los que hoy os desprecian y calumnian, acudirán mañana a daros explicaciones y a pediros les admitáis en vuestro rebaño Perdonadles; por mucho que os hayan hecho su­frir, nunca será tanto como lo que sufrió Jesús por todos nosotros. Él nos perdonó: perdonadnos, pues.

¡Padre mío! ¡Misericordia para todos estos pobres ciegos, mandadles, por medio de elevados espíritus, un rayo de luz, para que en el corto tiempo que les queda, puedan reconciliarse y pedi­ros perdón por sus^ extravíos, ¡Oh! ¡Qué felices serían si acudie­sen, llenos de mansedumbre y buena fe, a engrandecer el rebaño de vuestro Hijo y nuestro Maestro!

Progreso para todos desea vuestra hermana y guía,

La Hermana de la Caridad.