Pompas mundanas

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Hermanos míos: Os saludo en nombre de Dios, y por mi parte agradezco vuestra voluntad, porque estáis con­gregados en nombre del Salvador.

Como hermano y maestro vuestro vengo a ins­truiros y declararos muchas verdades que los hombres descono­cen. Cuando observo algunas de las cosas que hacen los terríco­las, aun cuando reconozco que las ilusiones materiales les arrastran, no dejo de extrañar que para ser grandes y figurar en socie­dad, acudan a tales medios. ¡Cuánta vanidad existe! ¡Cuánto afán de ser «inmortales!

Hombres que traen consigo espíritus desarrollados que les hacen eminentes, con conocimientos para gobernar una nación si es preciso, quedan envueltos en el más completo materialismo; y otros hombres, para perpetuar su memoria, les erigen un monu­mento que de nada sirve al espíritu. ¿Sabéis que deben hacer los hombres que positivamente quieran ser inmortales? Esparcir buena semilla; predicar el Evangelio; hacer obras de misericordia; con­vertirse en apoyo de los pobres desvalidos, moral y materialmente. Entonces es cuando realmente se hacen inmortales; porque el re­cuerdo de sus beneficios se hará imperecedero, aún a través de los tiempos. Todos los que hayan recibido la asistencia de estos hombres se acordarán continuamente, y en donde pueda fructificar la semilla evangélica, nacerá entre los hombres el recuerdo inmor­tal, sin necesidad de márpioles, ni bronces, ni monumentos de ninguna clase.

Os aconsejo, hermanos, que obréis así, y no como los que quieren recordar las virtudes de los hombres con testimonios de piedra. Estos se destruyen con el tiempo y de nada sirven para el espíritu. Haciendo el bien, al propio tiempo que se beneficia al fa­vorecido, se redime el favorecedor, y al recordarse a éste, se alaba y propaga la doctrina que inspiró y sigue inspirando tan subli­mes virtudes. Este es el glorioso panteón que debéis procurar le­vantar, frente a frente de todo otro edificado con mármoles y exhornado con ditirámbicas frases.

¡Qué mal comprenden los hombres las leyes de Dios! ¿No se­ría mucho más conveniente que el dinero empleado en estas cosas que sólo demuestran vanidad, se reservase para favorecer a los pobres, o para construir albergues con que cobijarlos? Ya que aho­ra van errantes por el mundo, sin la menor noción de moral, y cre­cen siendo seres repugnantes, despreciados por toda la sociedad, ¿no sería mejor, repito, recogerles en un asilo, y una vez allí, mostrarles el camino de Dios, enseñarles a ser buenos, para tener el día de. mañana hombres dispuestos a predicar la moral y el bien que a ellos les han enseñado y hecho? ¡Cuántos hay que con solo una pequeña guía llegarían a puerto, porque en su corazón sienten deseos de mejorarse, y no se mejoran, porque les falta apoyo! Si todos, cumpliendo un acto humanitario, hicieran por esos infelices seres un pequeño esfuerzo, seguramente no serían piltrafas para las fieras ni carne para anfiteatros, y probablemente más de uno habría que en el día de mañana sería excelente propa­gador de la Buena Nueva, y por lo mismo, iniciador de otros y otros creyentes, porque enseñaría por experiencia el amor que inspiran las divinas enseñanzas.

Esta es la forma de monumentos que deben apetecer los bue­nos espiritistas, los que no se olvidan de que el bien siempre res­plandece, así se haga en una choza como en un palacio, en una selva como en la plaza pública de populosa urbe. Y, sobre todo, este monumento tiene una ventaja: la de que, si no es visto ni recordado por los hombres, está siempre presente y lo recuerda Dios.

Hombres eminentes: ¿queréis saber de dónde habéis venido y a donde vais, y qué misión os impusisteis al tomar materia? Cobi­jaos bajo la bandera de Jesús, creed y practicad las doctrinas del Evangelio por El predicado, seguid con fe el Espiritismo, y pene­traos de las obras de vuestro hermano: entonces os haréis cargo de que la Verdad pura y santa está con vosotros, las palabras de Je­sús os confortarán, haréis el bien a vuestros semejantes, y hacien­do el bien, os haréis inmortales. Esto sí que debéis emprenderlo con orgullo y tesón a toda prueba; dejad la energía que os impul­sa a cosas materiales y cambiad de rumbo, porque de lo contrario, vais a naufragar dentro de poco; dejad los derroteros que hasta hoy habéis seguido, y guiaos con la brújula espiritual, que os se­ñalará el puerto de salvación.

Hermanos míos, no retrocedáis; pensad que Dios puede sal­varos de todo, y que estará para daros la mano en los momentos críticos de la tormenta. Si no perdéis la fe, no se apoderarán de vosotros los espíritus traviesos, que solo gozan extraviando a unos y a otros. Llevando escrito en vuestra frente el nombre de Dios y conservando en vuestra mente los pensamientos sublimes que los elevados espíritus os han sugerido, gozaréis de plena paz y de vo­cación sincera y seréis mensajeros del Altísimo.

Como ya sabéis, vine a dar plasticidad a las inspiraciones que me dictaba el propio Jesús, y compuse las obras espiritistas. A la edad de veintidós años me lancé al torbellino sin pensar en mi por­venir ni temor al qué dirán Tomé la pluma y di curso al espíritu protector para hacer cuanto me dictaba. Estas doctrinas han sido aceptadas por todos los que creen en Dios, cuyo poder y miseri­cordia son infinitos.

De los hombres que han seguido mis ideales, tengo un gran pesar, porque mi espíritu siempre ha sido refractario a las vanas pompas de la materia; y lo que han hecho estos hermanos en la tumba donde se descompuso mi materia para perpetuar mi recuer­do, es contrario a mis deseos. Los que queremos ser de Jesús, no necesitamos panteones ni nada que implique vanidad o fausto pre­gón de los méritos que un triste gusano de la tierra haya contraído.

¿Sabéis qué podéis hacer para cuando vuestro espíritu se se­pare de la materia? Todo lo más, una tumba semejante a la que tuvo Jesús. No debemos ser más que El, porque por grandes co­sas que haga el hombre de la tierra, no tendrán comparación nin­guna con las que hizo Jesús.

¡Ay, hombres que gozáis con la fastuosidad del mausoleo! ¡Cuán pequeños sois en espíritu! ¿De qué le sirve al ser libre te­ner un cuerpo corruptible bajo los mármoles de un panteón de gran valor, si él no está allí, y los mármoles no bastan a contener la obra de los gusanos? ¿No sería más útil emplear el dinero que el panteón cuesta, en socorrer a los que carecen de todo alimento? ¿No sería más útil, invertido también en obras de misericordia? Yo os aseguro que no hay deleite mayor que el que proporciona tender la mano al necesitado, cuando la mano se le tiende por pu­ro cariño, por sincero amor fraterno; y os aseguro también que los mármoles y los bronces puestos al servicio de la vanidad mundana, sólo sirven para retener al espíritu en el ambiente de ilusión que se le crea, imposibilitando su progreso, que no puede empe­zar, mientras en la ilusión dormite.

En la vida del espíritu no valen los faustos; valen las virtu­des. De gran remordimiento ha de servirle al millonario fastuoso y déspota, que doquiera se vio servido y adulado y siempre miró con desdén a los que no iban, como él, cubiertos de joyas, el con­templar en el espacio irradiando luz y gozando de positiva supre­macía, a uno de aquellos harapientos a quienes miró con desdén, a quienes denegó su socorro porque le causaban asco o a quienes mandó azotar o despidió con despotismo porque supuso que no le rendían todo el trabajo con que podían beneficiarle. ¡Ellos los su­periores de la tierra, vencidos y humillados por los del montón…! ¿Y por qué? Porque los del montón fueron sencillos, pacientes, virtuosos, adoradores de Dios y cumplidores de su Ley, y ellos, por el contrario, fueron tributarios de los siete pecados capitales, confiando en que el oro lo cubre todo. El oro lo cubre todo en la tierra, pero no en el espacio, no ante el trono de Dios. Aquí pesa más un buen deseo que los tesoros de Creso; y los que son ricos en éstos y pobres en aquellos, quedan aterrados y van rodando, entre las sombras que les proyecta su propia ceguera, a visitar sus arcas de caudajes, sus joyas, sus posesiones, los mausoleos y mo­numentos que la vanidad les haya erigido, y se quedan allí ads­critos, porque juzgan que al menos es el lugar en que se les reconoce su mérito, en que se les venera y respeta; pero al notar, con el tiempo, que hay quien vacía su caja sin pedirle parecer, y sin hacer caso de sus protestas; que hay quien beneficia o comercia con sus posesiones, sin acordarse de su nombre para nada, y que los mismos que le erigieron el monumento, si van alguna vez hasta él, es tan sólo por cubrir las apariencias, comprenden toda la vacuidad de que han sido víctimas y exclaman: ¡Miserable vani­dad! ¡Miserable cuerpo! Me habéis precipitado en la desespera­ción. ¡Malditos seáis! Por hacerme grande en la sociedad, me hi­ce pequeño en el espíritu: ahora soy el más pequeño y humillado de los hombres.

De esta manera han de encontrarse los grandes de la tierra, excepto los que hacen lo que Jesús manda. Por desgracia hay mu­chos que se reputan creyentes y tienen los mismos procedimientos que los otros: se dejan arrastrar, seducidos por las pompas mate­riales, y olvidan lo que sus doctrinas les prescriben. ¡Guay de ellos! Porqué vieron la luz y se complacen en las sombras, doble será su pena.

Padre celestial: Vos que sois tan bueno y misericordioso, ha­ced que estos tengan un rayo de luz que les guíe a la perfección, haciéndoles ver a tiempo que por el camino que van sólo hallarán un desastroso fin, y que, si siguen vuestras doctrinas, podrán un día ser abrazados por los elevados espíritus. Os lo pido en parti­cular para los creyentes, a fin de que tengan la fuerza necesaria para resistir a toda tentación contraria a vuestros preceptos.,

Esto os desea vuestro hermano que aspira abrazaros un día ante el común Maestro,

Kardec.