¡Venid a mí, y os consolaré!

9 – 10 – 1910  – 22

Dios guíe a vuestros espíritus, hermanos.

No podemos menos que tomar la delantera, al ver que vienen espíritus tan elevados. Con permiso del Padre, de Jesús y de María, os anuncio la visita de esta excelsa Patrona y Madre. ¡Cuánta her­mosura refleja su semblante! Si pudierais verla con vuestros ojos, vuestros corazones saltarían de alegría y quedaríais anonadados ante tanta majestad. Aquí la tenéis, en unión de su Hijo, rodeados de ángeles y acompañados de algunos Apóstoles.

¡Entrad aquí, Virgen santa! ¡Entrad en este pequeño recinto, para confortar a esos buenos hermanos que en Vos confían y a Vos os aclaman por Madre y protectora! Os lo ruega en su nombre este espíritu que rendidamente os da la bienvenida,       .

Un Espíritu de Luz.

¡Dios os bendiga, hijos míos!

Os llamo hijos, en cuanto a hermanos que sois de Jesús, y bajo este concepto, vuestra madre se esfuerza por libraros a todos de quienes destruyen las sendas que a Dios conducen.

Estamos en tiempos tan críticos, que se ha llegado al colmo de la perversión. Todos los días se reúnen grupos que deliberan, como en nefasto sanedrín, el modo mejor de volver a condenar a Jesús; que quien quiere hacer retroceder y desvirtuar sus doctrinas, es lo mismo que si quisiera crucificarle de nuevo.

Esos hombres que se llaman a sí mismos discípulos de Jesús, no hacen otra cosa que buscar el medio de destruir todo lo que es bueno: por su desgracia, siempre han procedido de igual modo.

El siglo XX es el destinado para la segunda venida de mi Hi­jo; y como ven esos falsos apóstoles que acaban de llegar a la meta de sus desaciertos e iniquidades, advierten que tienen el gol­pe fatal encima y trabajan sin descanso para eludirlo. Sus esfuer­zos son vanos; sus debates no les aclaran como podrán librarse de la justicia de Dios. Vendrá el día que entre ellos se promoverá una guerra sin compasión, destruyéndose unos a otros. ¿Sabéis por qué, hermanos? Porque ellos han sido, y son, la causa de todas esas guerras que han venido sucediéndose, en las que, por lograr sus fines particulares, no han reparado en atropellar a nadie.

¡Pobres hermanos! Sin pensar lo que les podría suceder, y olvi­dando la Justicia divina, han sobornado la gente y se han tirado al campo en nombre de Dios, llevando el crucifijo en una mano y la tea de la devastación en otra. Han sido los conspiradores de todos los tiempos y los causantes de sin número de víctimas, y es justo que sucumban de la misma manera, porque la justicia de Dios no puede torcerse, y como dijo mi hijo, el que a espada mata, a es­pada ha de morir. (Mateo, XXVI, 52).

¡Cuánto compadezco a esos pobres hermanos! Todos son mis hijos, pero la justicia del Padre es irrevocable y ha de cumplirse. Ellos han querido ofuscar las obras divinas y con sus predicacio­nes inculcar los mandamientos de hombres y anular los verdade­ros de Dios, aquellos mandamientos que, esparcidos por todo el orbe cristiano, hubieran sido la guía para el progreso universal. ¿Quién ha sido la causa de que hayan sido ultrajados? Los que se han revestido con la piel de manso cordero al objeto de mejor engañar a los que en ellos han confiado.

¡Pobre humanidad! ¡Cuán torpe y ciega vives, siguiendo sin darte cuenta a los que te llevan al abismo! Después de tantos si­glos, ¿no puedes todavía levantar tus ojos al cielo y tender una mirada sobre la hermosa naturaleza, que es donde puedes ver en todo la mano de Dios?

¡Humanidad estúpida, que solo te has entregado a los vicios mundanos y no has querido despertar de ese sueño de muerte pa­ra responder a la voz de la conciencia, a la voz divina, que es la de Jesús, que vino a la tierra para salvarte, a trueque de padecer escarnios, insultos y azotes; a trueque de verter su sangre para oxigenar la tuya; a trueque de cerrar sus ojos a la luz del mundo para que tú los abrieras a la luz de la eternidad! Te has hecho cie­ga, sorda y tardía de corazón hasta la insensibilidad completa, y has de recuperar esos sentidos a fuerza de sufrimientos. ¡Ya ves si eres digna de mi lástima!

¿Por qué no os enmendáis? ¿Por qué no hacéis que yo, vues­tra Madre, pueda contaros en el número de los elegidos de Jesús? ¡Yo deseo salvaros! ¡Yo hago y haré todos los sacrificios que ne­cesarios sean para vuestra redención! ¡Yo pido y pediré a mi Hi­jo, que tenga misericordia de vosotros!

¡Oh, Padre celestial! ¡Por las siete espadas de dolor que sufrí al separarme de mi hijo amado, os pido, con lágrimas en los ojos, que tengáis piedad de esta humanidad que tan extraviada sigue!

¿Sabéis cuál es la fatal respuesta? Oídla: «Mucho me complacen y a mucho me obligan, hija mía, tus ruegos; pero no puedo acceder a tus deseos. Han llegado los tiempos predichos, y ha de venir la nueva regeneración, necesaria para la naturaleza y para los hombres».

Jesús, por su parte, me responde también: ¡Oh, Madre mía! ¡Cuánto me conmueven vuestras súplicas! Con vuestros ruegos me afligís y arrancáis lágrimas de ternura; pero no puedo compla­ceros Ya sabéis que está anunciado el nuevo porvenir, y los que sucumban en esta transformación, es porque no han querido seguir mi voz y han pisoteado mis doctrinas, rasgando con furia todos los preceptos del Padre celestial.

Después de transcurridos diecinueve siglos, no han visto to­davía que en los Evangelios les tengo anunciado todo lo que les ha de suceder, añadiéndoles que el Espíritu de verdad vendría a descifrar lo que en aquel momento estaba oculto, por convenir así a sus inteligencias.

Ha venido el Espíritu de verdad, hermanos, entre los creyen­tes, para que su palabra sea pregonada por todas partes como ver­dad evangélica, y para preparar la nueva regeneración, cumplién­dose lo que les dije a los Apóstoles: Rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre. Al Es­píritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no ve ni conoce; más vosotros le conocéis, porque está con vosotros y será en vosotros. No os dejaré huérfanos: vendré a vosotros». (Juan, XIV, 16, 17 y 18).

Vosotros, los creyentes de buena fe, los espiritistas, a quienes han sido confiadas tantas revelaciones, si publicarais en algunos círculos las enseñanzas que de los buenos espíritus obtenéis, se­ríais tachados de locos, y no se contentarían con esto, sino que pondrían en juego todo su maquiavélico poder para haceros desa­parecer. En esta obra se encontrarían dándose la mano los igno­rantes y los que se jactan de sabios. Pero vosotros, hermanos, no temáis: sed fuertes en la fe que estableció mi Hijo, y venceréis a cuantos se presenten con el propósito de contrariaros.

Ha de venir sin falta el trastorno planetario, por ley de la na­turaleza; y Jesús con sus intercesiones para con el Padre, como yo con las mías, no podemos hacer otra cosa que contribuir a pre­parar un feliz porvenir para los hombres; pero no detener la mano del Padre, que está ya levantada para dejarla caer en el momento debido. Y se comprende fácilmente que así sea; porque un hombre en la tierra, cuando quiere dar mejo/es condiciones a la casa que posee, empieza por destruir todo lo que hay en ella que no sirve a su propósito, y sólo deja en pie aquella parte que puede utilizar en su nuevo plan. Así sucederá con la regeneración del planeta. ¿Sabéis qué restos utilizables serán los que queden en pie? Algu­nos creyentes fervorosos, henchidos de los dones del Espíritu Santo, que tomarán a su cargo la misión de evangelizar a las ge­neraciones futuras y de cuidar que el nuevo edificio se cimente y eleve sobre roca inconmovible.

En su nueva regeneración, el planeta no tendrá que pasar por las transformaciones que ahora pasa, sencillamente porque sus cambios serán de’ otra especie y porque habitarán en él espíritus purificados, que estarán rodeados de fluidos benéficos emanados de otros planetas superiores; y con el conjunto que formarán los seres y las influencias que reciban, se formará una atmósfera de paz y armonía inalterables. Por esta causa la transformación en él será cosa muy distinta que la actual, y se desarrollará en un es­tado feliz.

Vosotros, encarnados o desencarnados, disfrutaréis de un es­tado de placidez que no os es posible concebir, y daréis por muy bien empleado todo trabajo y todo sacrificio invertidos en ese me­recimiento.

Trabajad pues, en la obra de Dios, y vuestra Madre os protegerá. Invocadme en vuestros desfallecimientos y aflicciones, y os infundiré valor y os consolaré. ¡Quiero llevaros a los pies del Pa­dre de misericordia!

María