Las palabras de Jesús no pueden ser   desmentidas

8 – 10 – 1911  – 75

Jesús guíe vuestros pasos, hermanos míos.

Las verdades que encierran sus palabras, no pueden ser nunca desmentidas: en todos los tiempos han sido confirma­das, porque hablaba no sólo para el presente, sino del pasa­do y para el porvenir.

Muchísimos han sido los acontecimientos por El anunciados que se han cumplido ya; pero la gente ha sido tan descuidada, que no ha reparado en ellos, y si se le dice lo que ha de suceder hasta la consumación de los siglos, no le presta crédito. En todas las épocas, os dicen, ha habido trastornos y cambios; ¿por qué han de producir los que vengan lo que no han producido los pasados? Yo os digo que, si todos hubiesen querido examinar y apreciar lo que Jesús decía en sus primeros tiempos, hubieran visto claramente lo que era producido por una y lo que era producido por otra causa. Desde el siglo pasado han venido sucediéndose hechos tan patéti­cos, que dan la impresión de hallarnos en vísperas de los días apo­calípticos: terremotos, inundaciones, pestes, discordias civiles, to­da clase de calamidades, en suma; y ¡aún hay quien no quiere despertar ante tanta prueba! A estos tales se les puede decir que, ya que desprecian la voz del Padre que les llama para que no perez­can en la hecatombe, tengan, al menos, la fortaleza necesaria para soportar sin oprobio las consecuencias de su testarudez.

¡Qué ingrato pueblo! No le mueve a la espiritualidad, ni la voz de su conciencia, ni los que le llaman amorosos para inculcar­le el Evangelio, ni el tañido de la campana que le recuerda que sus deberes están más altos que las cosas de la tierra. ¡Oh, Jesús mío! ¡Cuán ciertas son aquellas palabras con que nos profetizastes que unos serían los sembradores y otros los recolectores del fruto! los llamados a sembrar en este erial, hace medio siglo que traba­jan, como trabajan también los que habrán de recolectar el fruto; pero el pueblo, la multitud ciega, no ve cuáles son sus salvadores, y si tratáis de hacérselos ver, los califican de malvados, unos, de herejes, otros, de renegados, todos ¿Por qué? Porque están fana­tizados; porque cubre sus ojos una venda tan tupida, que creen a pies juntillas el disparate moral que les han enseñado; es a saber: que los que no creen y practiquen lo que ellos, son herejes, y mal­vados, y enemigos de Dios y de la Iglesia, que están condenados a fuego eterno.

Esta contestación hecha delante de las gentes, les parece un acto meritorio; pero hecha delante de Dios y de los espíritus ele­vados resulta lo contrario; pues es de notar que los herejes y mal­vados llevan y llevarán la delantera en cuestiones de moral y mo­rigeradas costumbres; y cuantos en la tierra han seguido al romanismo, han de verse en el espacio sumidos en la obscuridad más completa, hasta que, movidos a compasión aquellos que por ellos fueron apostrofados, les conducirán de la mano al camino que a la luz y a la verdad conduce.

¡Qué triste ha de ser para esos pobres espíritus la contesta­ción que recibirán! «No, hermanos, no podéis elevaros ni seguir el camino que nosotros recorrimos en la tierra, si antes no aban­donáis por entero a esa religión romana, llena de absurdos y de dogmas inverosímiles que os conducen a la ceguedad y hasta a la incredulidad de las cosas divinas. Olvidad primero todo lo que aprendisteis sobre la superioridad del Papado, porque este es el gran error, que no tiene razón ninguna para existir. Jesús dice que todos deben ser iguales y que a nadie debe llamarse Padre en la tierra, porque uno solo es nuestro Padre, el que está en los cie­los». (Mateo, XXIII, 9).

¡Cuántos os habréis olvidado de estas palabras! Pero vuestro progreso espiritual no empezará hasta que sigáis el camino traza­do por aquellos a quienes maltratasteis con vuestras censuras e hi­cisteis sufrir con vuestros actos. Si hacéis este cambio, pasaréis por la puerta estrecha, que es la vida corpórea, siguiendo nuestras huellas, que son las mismas que trazó Jesús. En esta ruta hallaréis a los que van sembrando y recogiendo la semilla del Evangelio, sin que obstáculo ni precipicio alguno se oponga a su paso ni de­tenga su raudo vuelo progresivo. Si os hacéis dignos, os elevaréis a las altas esferas para disfrutar de los dones inmarcesibles que otorga el Padre. Cuántos de vosotros pasaréis siglos y siglos y existencias y más existencias, sin comprender que vuestro Padre celestial os llama y que El es el único que puede conduciros a la perfección! ¡Cuánto lo deploro! Os pido con todo fervor que procu­réis oír su voz, que será vuestra áncora de salvación.

¡Preparaos a escucharla por medio de los enviados, a fin de encontrar el bienestar en el cumplimiento de! deber espiritual. Sé acercan los últimos tiempos y debéis aprovechar todos los instantes. Para emanciparos de toda obcecación y coyunda, seguid lo que di­jo Jesús en los Evangelios: de este modo os encontraréis reforza­dos de espíritu y libres de dogmas. Los que han esparcido tantos y tantos libros sagrados en vuestro beneficio, han sido los que lla­máis protestantes. Si lo son, sí protestan de algo, es de los abusos que los otros cometen con la palabra divina. En cambio, ellos se li­mitan a sembrar, a sembrar por todas partes. ¿Quiénes serán los que recojan? Fácil es adivinarlo: los espiritistas; los que completan las labores del campo y abonan las plantas con el jugo de la verdad científico-filosófica. Pero no creáis que todo espiritista haya de ser recolector, como tampoco que todo recolector necesariamente ha­ya de ser discípulo de Kardec. Hay muchos espiritistas de nombre y no de hechos, y muchos espiritistas de hechos y no de nombre. Entre los que piensan ser de los elegidos, una buena parte sucum­birá. ¿Por qué? Porque se esfuerzan por servir a dos señores. No debéis creer que los llamados evangelistas o protestantes sean los que más crean en el Maestro y mejor practiquen sus doctrinas, no; pero sí tienen mucho adelantado en comparación con otras gentes. Su falta principal, y es gran falta, puesto que les cohíbe del pro­greso, es no creer en la reencarnación.

Vosotros, espiritistas de buena fe, habéis de ser los elegidos, si sabéis recoger con fidelidad los frutos que dará el género huma­no una vez se penetre de los Evangelios. Marchad adelante, aun­que la estupidez de los hombres os cierre el paso. Si en medio de tanta lucha vencéis, recogeréis el ciento por uno; porque lo impor­tante es hacer el trabajo en tierra pedregosa y estéril, porque en la fecunda y bien preparada, él solo se hace trabajad para que la mala hierba y la cizaña no ahoguen la germinación del buen gra­no; imitadme, que siempre prefería extender la cementera entre los que trataban de confundirme. Con el Santo Evangelio por co­raza, ningún temor tenia de entrar en palestra contra quienes in­tentaban disputarme la primacía en las doctrinas de mi Amado.

No les fue posible detener la marcha de la ciencia, pues, ins­pirada y dirigida por Jesús, había brotado con tal fuerza en mí, que traspasaba y avasallaba todos los obstáculos que la humani­dad obscurantista le oponía. El propósito de ellos era envenenar el árbol del bien, o sea la doctrina del Evangelio, para que, el que probase su fruto, quedase hastiado y engañado. Así lo hicieron con las hermanas que estaban bajo mi obediencia y quisieron se­guirme. A éstas las arrastraron hacia sí aquellos verdugos de Je­sús. que también lo fueron míos no dejándome desarrollar libre­mente mis sentimientos propios y las intuiciones que de mi Amado recibía.

¡Qué feliz era cuando hacía partícipes a mis compañeras de las visiones con que era favorecida! ¡Qué absorta quedaba cuando contemplaba la hermosa figura del Nazareno, y Este me hablaba para fortalecer mi espíritu a fin de que no sucumbiese en una de las muchas tentaciones con que era acechada! Con toda su sabi­duría y sus argucias, no pudieron mis enemigos debelarme; mis trabajos eran continuos, divulgando todo lo que El me dictaba, y mis palabras estaban tan henchidas del Espíritu Santo, que todos los falsos apóstoles y sus satélites quedaban confusos ante mis afirmaciones.

¡Pobres hermanos, cuántos vivieron equivocados! ¡Cuántos son aun los que siguen con su fe ciega y sus erróneas enseñanzas, pero teniendo un fondo de bondad muy apreciable! Muchos que se han dado cuenta de sus extravíos, han hallado ya su merecido; y sumisos a los espíritus superiores, han venido a decirme: «¡Oh, tú, hermana, que ta-1 perseguida fuiste por nosotros! Ruega al que venía a ti para darte fuerzas, que nos saque de la erraticidad en que vivimos. Comprendemos que cuando hablabas con aquel po­der que se hacía irresistible, era porque Jesús mismo se expresaba por tus palabras; reconocemos que Él era el sabio entre los sabios que inspiraba tus doctrinas y que de Él ha de venirnos el perdón que por tu intercesión esperamos».

Compadecida por sus súplicas, he rogado al que tanto salía a mi encuentro, que extienda su misericordia sobre todos los peca­dores y conculcadores de su doctrina: que repita aquellas palabras de perdón pronunciadas desde la cruz en la cumbre del Golgota; que vuelva a estrechar contra su corazón en abrazo inmenso a to­dos los Judas del Universo mundo.

¡Ay, Jesús mío! Ya sabéis que Teresa fue muy ingrata para con Vos;’ pero, ¡sois tan bueno!, ¡estáis tan lleno de misericordia., ¡fuisteis tan clemente conmigo!, que no me habéis dejado nunca, en ninguna de mis existencias. Vos, que en medio de las tribula­ciones veníais a consolarme y confortarme; Vos que me presabais visible apoyo para que saliese victoriosa, os ruego que no dejéis tampoco a estos desgraciados hermanos de la tierra. Sahdles tam­bién al encuentro, para que todos os reconozcan y proclamen vuestra bondad, y así puedan seguir vuestras huellas, que les en­señarán el cumplimiento de sus espirituales deberes y les condu­cirán a los pies del Padre celestial, donde unidos todos Le dare­mos y Os daremos gracias por los beneficios dispensados y alcan­zados.

Vuestra hermana que así lo desea,

Teresa de Jesús.