Metáforas

17 – 10 – 1910  – 23.

Dios aumente vuestra fe y conforte vuestros espíritus!

¡Bendito Padre celestial! ¡Vos que habéis creado el cielo, la tierra y cuanto hay en el Universo, y al hombre, para que pueda disfrutar de cuan­to hay en la hermosa Naturaleza, loado mil y mil veces seáis. Yo os tributo adoración desde el fondo de mi alma, e invito a la natu­raleza entera para que os reconozca humildemente por lo que sois!

Este, por lo general, es el voto que formulan los espíritus al tomar materia; pero, por desgracia, se suelen olvidar de él cuando habrían de darle cumplimiento. Se dejan dominar por el afán de goces materiales. Si fuesen más creyentes y redujeran sus propó­sitos al encarnar, no sucedería lo que sucede. Quieren ser héroes, y mártires, y se consideran con fuerzas para ello; sin darse cuenta que se necesita más fortaleza para dejarse martirizar, que para ser el martirizador de muchos. Luego sucede lo que es inevitable, que, puestos a prueba, sucumben. Arrastrados por el orgullo y el vicio, olvidan las promesas que hicieron ante el Padre o sus envia­dos, creyendo que nada les haría separar del camino de salvación.

Cuando estos seres se hayan despojado de la caparazón que les envuelve, debida al incumplimiento de sus promesas; cuando hayan dejado el egoísmo y la sed de goces, entonces encontrarán el camino del progreso y en él podrán desarrollar su entendimiento, porque estarán en la senda de la perfección, serán buenos cristia­nos y predicarán y practicarán el Evangelio.

Mi venida a la Tierra está anunciada por varios profetas; pero los hombres han interpretado las Sagradas Escrituras tan a su ma­nera, que esto ha sido causa de que muchos no sepan donde diri­girse y se confundan en un mar de dudas. Si los que se titulan mis Apóstoles hubieran marcado bien las líneas del cumplimiento del deber, y si hubieran interpretado rectamente la Escritura, muchos de los sometidos a su custodia no se hubieran equivocado, y mu­chas almas no gemirían por las consecuencias de sus desaciertos.

No está lejano el día del cumplimiento de lo anunciado, y mucha gente, atemorizada por el porvenir, querrán huir y no sabrán a donde, porque en todas partes les perseguirá el mismo malestar. ¡Cuántos habrá que en medio de sus sufrimientos buscarán la muerte, y no la hallarán! Mucho tendrán que sufrir, y algunos se­rán víctimas de sus propias víctimas, por no haberles enseñado la doctrina de Jesús;                                                                                   

Si los sabios de aquel entonces me hubiesen comprendido y hubiesen practicado lo que era de Dios, no hubiera habido necesi­dad de mi nueva venida; pero como la humanidad ha seguido in­crédula, es necesario que me manifieste claramente para que la muchedumbre pueda ver que es cierto lo que elevados espíritus han dicho, confirmando mi promesa de que «Cuando vendrá el Espíritu de Verdad os declarará toda verdad, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os hará saber las cosas venideras». (Juan, XVI, 13).

¡Gracias a la gran misericordia del Padre, que para la salva­ción de todos sus hijos ha establecido la reencarnación, teniendo por este medio suficiente tiempo para ver los errores, enmendarlos y reconciliarse de todas cuantas faltas hayan cometido! Hermanos míos, ¿qué hubiera sido de los espíritus, si Dios no los hubiese creado para el progreso, y no hubiese tenido misericordia de todos cuando estábamos en el atraso y en planetas más inferiores que la Tierra? Para el progreso del mundo fue necesario que el Hijo del Verbo viniera a sufrir y a enseñar a sufrir, al obje­to de que, despertando a los hombres a las puras emotividades del alma, tuvieran las bienaventuranzas significado positivo.

La venida de Adán, que no fue el primer hombre que pobló la Tierra, como creen muchos, sino que fue el primero enviado a ella para servirle de guía, está señalada por la defección, y la raza de Adán no se ha extinguido todavía. El, desobedeció al Pa­dre no llevando a término su espiritual encomienda: los demás si­guen su ejemplo, faltando también a su encomienda propia. La ley que Adán vino a predicar sería hoy absurda, porque los hom­bres, a pesar de sus defectos, se han perfeccionado mucho; pero en aquella época era tan superior como hoy lo es el Cristianismo con relación a vosotros. Esto demuestra una vez más la misericor­dia infinita. Dios no impone nunca a sus hijos cargas que no pue­den llevar; antes, al contrario, las que ¡es impone, están por bajo de lo que permiten sus fuerzas. Por esto resulta que es pecado no obedecer a la Ley. Si el precepto impuesto por la Ley fuera su­perior al poder del hombre, su infracción no sufra pecado, sino que fuera justicia. La ley adámica, absurda hoy, fue, en su época, ley de gracia, porque los hombres se hallaban en un grado tal de atra­so, que apenas se distinguían de la bestialidad: dominaba en ellos el instinto y no tenían noción ninguna de Dios.

Desde aquel entonces estaba anunciado que vendría al mundo otra Eva y otro Adán, pero tan perfectos, que no serían reducidos por ninguna de las tentaciones materiales y tan potentes, que arro­jarían de su pensamiento y de su presencia a todo espíritu pertur­bador que quisiera interponerse e inducirles a que desobedecieran las prescripciones divinas. El anuncio se cumplió, porque lo que es de Ley se cumple siempre.

Por desgracia, hermanos míos, hay hoy muchos hombres que parece se encuentran como en los tiempos de Adán. Se hallan do­minados por las pasiones; siguen ciegos el culto idolátrico; descui­dan el porvenir de su espíritu… ¡Ay! ¡Cuántos han abusado de la libertad moral de que gozan haciéndola instrumento de los escán­dalos y perjurios más atroces! ¡Infelices de ellos, y qué carga tan pesada han echado sobre sus hombros!

Adán, siendo un espíritu relativamente elevado, de José sedu­cir del orgullo, de la ambición y del egoísmo, y como, impelido por éstos, quiso ir más allá de donde le pertenecía, fundieronsele las alas, como al Icaro mitológico, y volvió a la tierra desterrado. Se cansó de ser feliz y de vivir en la armonía; pero como Dios le tenía destinado para una regeneración del planeta, le llamó y le dijo: «Veo Adán, que eres muy orgulloso, y quiero que concluyas tu orgullo. Te pondré en la Tierra y vivirás en un jardín delicioso; espero que cumplirás tu misión; podrás disfrutar de todas las ma­ravillas que hay y creo no tendrás de que quejarte, porque disfru­tarás aún de lo superfluo, y vivirás eternamente».

No se contentó Adán con todo lo que Dios le había dado, sino que deseó compañera. Penetró Dios sus pensamientos, y apareciéndosele, le preguntó: «¿Qué quieres Adán?»

«Padre mío contestó Adán. muchas son las delicias de que gozo; pero para mí completa felicidad, me falta una cosa».

Bien sabía Dios que Adán había de pedirle su desgracia; pero le dijo: «¿Qué te falta? ¿Qué quieres?».

«Quiero, Señor, una compañera, para así tener completa mi felicidad».

«Voy a complacerte en tus deseos» dijo Dios, y al momento se le presentó la compañera. Los juntó Dios y les dijo: «Mira, Adán, aquí tienes tu compañera; y tú, Eva, aquí tienes tu compañero. Ya veis que estáis rodeados de todas las delicias. De todas ellas podéis disfrutar; pero, ¡ay de vosotros si disfrutáis de lo que os prohíbo, porque entonces quedaréis despojados de vuestras virtudes y estaréis expuestos a todas las inquietudes de la Tierra!». (Génesis, III, 3).

Muchas fueron las promesas que Adán y Eva hicieron a Dios de no quebrantar su palabra; pero no la cumplieron, no pudieron resistir a los espíritus que se propusieron borrar de su memoria las promesas que habían hecho a Dios y sugerirles lo contrario Impo­sible fue para Eva resistir a la tentación de los goces materiales, en cuyos deseos está representada por la serpiente, y caída ella en ese anillo de bestialidad, incita a su compañero para que rompa el lazo de virginidad que les cohíbe

No es el hecho lo que constituye el pecado, como erróneamen­te creen los hombres. Mal puede serlo, cuando Dios les había dicho: «Creced y multiplicaos». Es la malicia encerrada en el he­cho, y es la ingratitud.

Dios sabía lo que les sucedería; pero quiso probar su fe y su valor; y aun sabiéndolo, no creía que la ingratitud de los hombres que fueran sucediéndose llegara a tanto, que provocara el momen­to de que se arrepintiera de haberles creado. (Génesis, VI,). ¡Oh, Padre mío!, Vos, sabiduría, Vos, omnisciencia infinita, en­contraros arrepentido de vuestra obra por el mal comportamiento de los hombres.

¡Cuánta miseria, hermanos míos, la de aquellos seres! Por eso Dios anunció, en presencia de aquellos hombres tan depravados, (fue vendrían otros siervos suyos que no serían vencidos por el espíritu del mal. Y así fue. Tuve fuerza suficiente para echar de mi presencia a cuantos pudieran ser un obstáculo para la misión que me proponía desarrollar. Y mi escudo fue, como sabéis, este apostrofe: «Escrito está: No tentarás al Señor tu Dios», (Mateo, IV, 7).

¡Que mal interpretan mis Evangelios y que ofuscados están los que quieren dar tanta o más fuerza al espíritu del mal que al enviado de Dios! Vosotros, hermanos, que sabéis lo que digo, no daréis crédito a semejantes afirmaciones, y, como yo, venceréis las tentaciones de los espíritus hipócritas, si, llenos de fe, e inter­pretando el Evangelio en espíritu, oponéis el propio escudo que yo opuse. De ese modo es como podréis repetir conmigo: «Vete, no intentes ser mi tentador, que escrito está que has de ser puesto por tarima de mis pies, y que has de sufrir en el infierno hasta que te reconcilies con la virtud y resarzas tu mal proceder».

La interpretación que estos supuestos Apóstoles dan al infier­no, es muy errónea. Le pintan eterno y no lo es. El espíritu culpa­ble, tan pronto se reconcilia y con verdadera fe se arrepiente de los extravíos en que ha incurrido, deja de sufrir y empieza a vislum­brar su bienandanza. La misericordia del Padre es tan grande, que siempre perdona, y para testimonio de su bondad, ha dado a todos los seres el tiempo sin fin para poder reconciliarse y las reencarna­ciones para poder corregir los yerros. Así va subiendo el pecador la escalera de Job que conduce a la gloria; de modo que el mayor de los pecadores, el más aborrecido de los criminales, tiene reservada en las lejanías o en las proximidades del tiempo, según su esfuerzo, la aureola del santo.

Si la interpretación mezquina y material que dan estos pobres espíritus a mis enseñanzas fuera cierta; si no hubiera más que una vida, y tras ella, el cielo, el purgatorio o el infierno, ¿qué fuera de tantísimas generaciones como han cumplido mal y han causado millares de mártires? ¿Dónde irían tantas almas sin la misericordia de Dios? ¿Habrían de perderse en el infierno eterno? No, hermanos: Dios no condena a nadie, ¡mi a ellos!, a semejantes penas. El fin del hombre no es ese. Para el que no ha cumplido con la Ley de Dios y no ha querido arrepentirse de sus faltas, cierto que hay su­frimientos morales y materiales hasta cierto punto insoportables; pero para el que se arrepiente y se propone y trata de pagar su deuda es Dios tan misericordioso, que, en el acto de implorarle perdón, lo otorga a manos llenas.

Lo que puede suceder a los espíritus contumaces, es que, para comenzar su regeneración, tengan que encarnar en mundos más atrasados. Con esto no retrogradan; antes, al contrario; pueden servir allí de mensajeros de la Buena Nueva. Y de todas maneras, reencarnando en uno u otro mundo es como han de ir tejiendo la guirnalda de sus virtudes hasta hacerse buenos evangelizadores y «espíritus de luz o Mesías.

¡Animo, hermanos! Vosotros, obreros del nuevo Templo, no desmayéis. Llegan los tiempos que os han de dar el laurel de la victoria; pero, claro está, llegan también los tiempos de lucha, por­que sin ésta, la victoria no es posible. Triunfar vosotros supone sufrir derrota los que no creen en mis palabras o sofistican mis doctrinas. ¡Ay de ellos! ¡Bien merecen compasión! A tal punto ha de llegar su ceguera, que han de cararse unos a otros como anima­les dañinos.

Vosotros, como evangélicos verdaderos, como espiritistas de corazón, rogad por ellos y por todos los extraviados. La piedad Con condiciones, no es piedad. ¡Sed piadosos!

Así lo desea vuestro Hermano y Maestro

Jesús.