Gloria a Dios y paz a los hombres

25 – 12 – 191 O – 35

La paz sea entre vosotros,

hermanos de mi alma. Día memorable es hoy para todo el orbe cristiano; pero día de espanto y furor para aquellos que temieron la venida del Mesías. Glorificaos, hermanos, en mi nombre; porque hoy es día de júbilo, en conmemoración de la ve­nida a la tierra, no digo por primera vez, porque muchas otras ha­bía venido antes, sino de la vez en que fui reconocido como el Mesías prometido y esperado.

Al venir esta vez a la tierra, fue en cumplimiento de las profecías, para libertar a los espíritus que estaban estacionados. Por eso éstos me recibieron con tanto júbilo.

Nuestro Padre había dicho por boca de uno de sus mensaje­ros, que vendría un Redentor nacido de una Eva Virgen, de una mujer pura, sin mácula de pecado, y así se realizó. Muchos siglos hacía que los sabios de la época estaban estudiando como el he­cho pudiera ser, y no caían en la cuenta de cómo podía venir en tales condiciones el Verbo divino, hasta que por fin supieron que estaba ya entre ellos.

La multitud del pueblo esperaba con gran alegría, y en su ex­tremoso regocijo, se apiñaban por ver al Niño-Dios. Todos pudie­ron verme, porque me presenté como los recién nacidos de la tier­ra y crecí como los demás humanos. No pudo menos que causar gran trastorno mi venida, porque los sabios no ignoraban que te­nía grandes misiones que cumplir y suponían que había de con­trariarles.

Grande fue su impresión cuando tuvieron noticia de que tres reyes, inspirados por el mismo Dios y guiados por una estrella, que era el ángel tutelar de mi madre, habían venido a adorarme. Al saber que de tan lejos venían cargados con sus tesoros y sin otro fin que el de prestarme homenaje, quedaron anonadados, con­fundidos. Ese era el efecto que yo sabía tenía que producir tal va­sallaje, en el círculo de los «sabios de la ley».

Al presentarse los reyes extranjeros ante Antipas o rey Hero- des, al tirano que con sus furores dominaba el imperio, le pregun­taron a donde tenían que dirigirse para prestar acatamiento al Rey de los reyes; porque al entrar en Belén, se les había desaparecido la estrella que les venía guiando. Herodes, que aún no sabía que yo hubiese nacido, remontó en ira; pero, dominándose y fingiendo mansedumbre, les contestó: «Id en busca de ese recién nacido, y cuando le hayáis hallado, venid a decírmelo, que yo también quie­ro prestarle vasallaje. Mucho os agradezco la visita; pero os agra­deceré mucho más la que me hagáis cuando vengáis a darme cuen­ta del fastuoso acontecimiento».

Al salir del palacio de Herodes volvieron la vista al cielo los reyes visitantes y advirtieron otra vez la estrella guía, que en aquel momento les condujo a donde estaba lo que parecía mi cuer­po, y lo era a la vista del mundo; pero bien sabéis vosotros por escritos y comunicaciones que aquel cuerpo no era material, como creía la gente. Hasta mi madre no sabía aquel misterio. Estaba henchida de regocijo, porque se había efectuado la revelación que tuvo por el Espíritu Santo, por mí mismo. ¡Bendita Madre mía! No cabía de gozo, porque había adquirido aquel Hijo, salido de su seno milagrosamente, según le fue anunciado. José, el casto, tam­bién me contemplaba tan dulce sonrisa y gozo inefable, encantado de mi hermosura. ¡Qué armonía la de los buenos esposos! Expe­rimentaron el placer que sentís vosotros cuando viene un ser a aumentar vuestra familia.

Mi paso por la tierra, hermanos, fue para cumplir una misión santa, como ningún otro espíritu la ha cumplido; la de salvar al género humano, sacrificando mi vida entera por redimirle del pe­cado de ingratitud y por enseñarle la senda que debía seguir para progresar en esta y en la otra vida.

Sí, hermanos míos; fueron muchos los que vinieron a postrarse a mis pies, a rendir homenaje al Mesías prometido. No les con­testaba con palabras; pero sí hacía sentir mi padecimiento otro de sus corazones con las inspiraciones que les daba para que siguieran la senda del bien, fortaleciéndoles, a la par, para la lu­cha que andando el tiempo tendrían que sostener por seguir mis pasos, hasta convertirse en mártires de la fe.

Al regresar aquellos tres reyes, no se acordaron del encargo del rey cruel, y no le volvieron la respuesta apetecida; tomaron otra dirección guiados por mí mismo, y quedo sin saber dónde es­taba el Hijo de Dios. Así se cumplió lo que habían dicho los I o tetas: «Serás buscado por los hombres de poderlo, y no te baila­rán». (Mateo, II, 13).

Fue tanta la cólera de aquel hombre al no poder saber dónde yo estaba, que dio voces por toda la ciudad e hizo cosas bárbaras para encontrarme y hacerme perder. No pudo lograr su propósito: no pudo verme hasta el tiempo de mi pasión. Los escribas y fari­seos se reunieron en Concilios y estudiaron la manera de conver­tir la doctrina que yo predicara; más tampoco les fue posible con­tener el empuje que entre las gentes tomaba el deseo de conocer doctrinas; y cuando en Jerusalén pudieron apreciar mi discusión con los doctores de la Ley, rechazando sus doctrinas, aun fue mayor el número de los que me siguieron, dispuestos a dar testimonio de mí con la palabra y las obras. Por momentos crecía el despecho y la cólera en los del sanedrín, y por momentos busca­ban medios con que perderme; pero no bastaba su poderío para destruir en su comienzo lo que se había predicho como obra y realización completa.

Habían llegado los tiempos, hermanos, en que habían de despertar las almas inmergidas en profundo letargo. Momentos había en que estaban a punto de sucumbir los pocos creyentes que quedaban, porque los verdaderos deístas eran tan perseguidos, que hasta debían negarse delante de los hombres. Estos, en su fu­ror sólo querían comulgantes en su idolátrica religión, y les pri­vaban orar como oran los buenos, en espíritu y verdad. Los que, para las gentes, eran grandes sabios e intérpretes de la Ley, ator­mentaban a los fieles que no querían seguirles en su hipocresía. Estos, con toda falsedad y aparente unción, visitaban las iglesias e hincaban las rodillas al pie del aro santa; pero comerciaban con lo sagrado y quemaban incienso y mirra a falsas divinidades Los cristianos, para no ser perseguidos, tenían que esconder­se en los bosques y en las cuevas, donde parecía habían de ser devorados por las fieras. Escapaban de una celada para caer en otra; pero los espíritus les guiaban y con su mano invisible les protegían contra todo daño, ya que tenían por misión ser los conti­nuadores de mi obra, esparciendo el Evangelio por todo el mundo. De entre ellos elegí mis Apóstoles, que fueron mis sucesores y los que predicaron las doctrinas que se contienen en el Nuevo Testa­mentó de mi vida.

Mi venida tuvo lugar el año treinta y cinco del siglo primero; y no solamente vine para esparcir mis doctrinas sino para derribar la falsedad y echar a los hipócritas, que casi habían conquistado al mundo. Precisaba empezar una nueva Era, e inicié la regenera­ción, que luego continuaron los Apóstoles. Hasta hoy continuáis con la misma, y estáis ya en el siglo XX. Habéis llegado punto menos que a lo que llegaron en aquel tiempo: casi al colmo de la destrucción de mi doctrina. ¡Ay hermanos! ¡Siglo terrible y fatal será este para la humanidad! Todas las aras han concluido a los dos mil años: así consta en las Sagradas Escrituras.

Habéis entrado en el siglo XX, y no llegaréis a la mitad de él que no veáis cosas muy grandes. El tiempo, otra vez, ha llegado: mis palabras no pueden faltar, porque son inspiradas por el mismo Padre. El me dictó los Evangelios y éstos se cumplirán al pie de la letra. Para poder salvaros ha venido el Espíritu de Verdad, esa luz que esparce el Espiritismo. Adaptándoos a él todos podríais salvaros. Es la única arca santa a la que debéis acogeros los que queráis salvaros del universal naufragio.           

Seguid la práctica del bien, hermanos míos: no dudéis nunca de mis palabras, que, lo repito, no han de faltar. Yo pido a Dios, en unión de mi Madre, de José, y de multitud de espíritus que nos rodean, que preserve a este Apostolado que nosotros dirigimos, y que le dé fuerza para resistir lo que pueda sobrevenir; que luchan­do con fe a nuestro lado, salgan victoriosos, como ha veinte si­glos salieron victoriosos los Apóstoles.

Adelante, pues; todos los que sean perseguidos y calumnia­dos por culpa mía, heredarán el reino de los cielos. Aún que estéis en un país en que los hombres que se burlan sobrepujan abruma­doramente a los otros, no importa: sabéis que vuestro Maestro fue el primero en recibir las más grandes injusticias y afrentas de to­das las gentes, y en especial, de aquellos sabios crueles. Tened paciencia; imitadme. Bien sabéis que estando en mi mano el im­perio, sufría resignado y sólo deseaba la salvación de los hombres. Bien sabía que aquellos sufrimientos habían de pasar por mi cuer­po, que la sangre por mí derramada había de ser la redención del género humano, que aquella corona de espinas había de ser coro­na real en el cielo, que cada herida en mí producida era un rayo de luz celestial lanzado sobre las tinieblas de las malas pasiones, que aquella cruz bendita, suplicio de malhechores, había de ser la que me condujera al lado de mi Eterno Padre… pero, aun no sa­biendo eso, mi amor para con mis verdugos hubiera sido el mismo.

Vosotros, en no lejano tiempo, cargaréis a cuestas con la cruz y me ayudaréis, para que todos vuestros hermanos puedan seguir el ejemplo de amor y caridad que deis vosotros, y de ese modo llegaréis un día a un grado de perfección en que ni aún os es po­sible soñar.

Os lo desea vuestro hermano,

Jesús.