El perdón de los pecados

17 – 10 – 1910 – 25

Hijos míos ¡Que Dios os ilumine para seguir los pasos de mi Hijo!

Entre vosotros tenéis a vuestra Madre, rodeada de espíritus de luz. También están mi esposo y mi Hijo amado, que tantos esfuerzos han hecho para salvar a la humanidad. ¡Y qué mal se lo han recompensado los hombres! Yo llo­ro amargamente, porque veo que la Humanidad va a desaparecer dentro de pocos años, y no creyendo en la palabra de mi Hijo, se­rá sepultada en los abismos de la tierra.

¡Hijos míos! ¡Cuánta lástima me dan los que, duros de cora­zón, no quieren pensar un momento en la doctrina salvadora! Con­templando la Naturaleza, en la que todo pregona que hay un crea­dor, podrían ver la Omnipotencia del Padre; pero los hombres, cegados por su pretenso saber, por su orgullo de reyes de lo creado, desprecian tales grandezas atribuyéndolas, unos, al mecanismo, y. otros, a la casualidad. ¡Como si la casualidad pudiera existir! ¡Co­mo si el mecanismo no presupusiera la existencia de un Principio regulador, del mismo modo que un cántaro presupone la existencia de un alfarero! La casualidad no existe, por la potísima razón de que nadie, sino Dios, es por sí mismo; y siendo Dios la Ley, la Justicia, la Bondad, el Poder, la Omnisciencia. todo lo de El de­rivado ha de ser en orden y concierto.

Es verdad que muchos de los habitantes de ese planeta, como espíritus en expiación, están en condiciones adecuadas al mismo; pero también es verdad que Dios ha dado una inteligencia para que cada cual pueda distinguir entre lo bueno que es ser bueno y lo malo que es ser malo, y que ha confiado a espíritus elevados la misión de guiar por buen camino y de inspirar sanos pensamien­tos; y también es verdad que para mayor y mejor comprensión de sus mandatos hizo que viniera mi Hijo a restablecer la fe y a di­vulgarla, con el fin de que. pueda salvarse todo el género humano, redimido por la sangre que El derramó en el Gólgota.

Jesús, prometió, además de su sementera, la cementera del Paráclito, que descubriría todo lo oculto y purificaría el espíritu de ‘as corruptelas de la letra, porque ésta mata y aquél vivifica. (Corintios, III, 16).

La doctrina de Jesús es salvadora en todo tiempo, y cuando veo a esos desgraciados que en vez de meditar en las cosas de Jesús, pasan el tiempo de que disponen en centros donde empieza por estar viciada la atmósfera y acaban por estar viciados hasta los clavos de las paredes; en centros donde se habla de todo me­nos de lo que conviene a la espiritualidad de los reunidos; en cen­tros donde se consume en vicios lo que en ocasiones hace falta pa­ra el sostén de las familias; en centros, en fin, donde bajo la capa de civilización, de moralidad y de cultura, se tiende a la incultura, a la desmoralización y al salvajismo, se me conmueven las entra­ñas y pienso que esos ultrajes al día del Señor y a su doctrina, necesariamente han de tener funestas consecuencias.

Nunca, en parte alguna, dijo Jesús que quedaban remitidos los pecados con la simple confesión. Los que pretenden en el día ser sus discípulos, perdonan todo pecado con tal que se les confíe. Esto es ofender a Dios, pero es apoderarse de la conciencia ajena y tener medios para dominar sobré ella. Así se han hecho los po­derosos. Pero la moral sufre con ello gran quebranto, ya que la misma facilidad que se da para la remisión de los pecados, alienta a cometerlos. Mas, ¿qué importa? piensan ellos. Cuanto mayor sea la carga de conciencia, que sobré nosotros sea depositada, más; grande, más inquebrantable será nuestro poder para tener someti­do al mundo.

¡Ciegos y obstinados! Si esos confesores, en lugar de absol­ver vuestras faltas, os hicieran saber la verdad de las Sagradas Escrituras, cumplirían más bien ellos y seríais vosotros mucho mejores. Los pecados no se redimen con una simple confesión: hay que pagar ojo por ojo y diente por diente; hay que recoger grano a grano lo que se siembra. ¿Quién es el hombre para juzgar y per­donar al hombre? Bien puede repetirse: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! que cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; que ni vosotros entráis ni a los que están entrando. dejáis entrar. (Mateo, XXIII, 13), Día vendrá que, postrados a los pies de vuestra Madre, pedi­réis perdón, porque habréis reconocido vuestras faltas y el daño que hacíais a vuestros hermanos cuando admitíais su dinero por misas y funerales, por novenarios de perdón y por todas las fór­mulas piadosas puestas en práctica para explotar simoniacamente la clausura del infierno, la benignidad del purgatorio y la entrada en el reino de los cielos. ¡Cuánta lástima me dan vuestros extra­víos! Sois tan responsables de los yerros de los hombres como de la pasión y muerte de mi Hijo; porque, así como a éste, cuando os pidió agua para aplacar su sed de justicia, le disteis hiel y vina­gre, así a la humanidad sedienta de religión, cuando os ha pedido verdades espirituales, le habéis dado fórmulas y convencionalis­mos que han redundado en vuestro provecho, pero no en honor de la Ley de Dios.

¡Oh, Padre celestial! Os pido que tendáis los brazos a todos los que persiguen las doctrinas de Jesús, y les abráis los ojos, ha­ciéndoles despertar de su sueño pernicioso y suicida. Ellos, ya lo sabéis, no son responsables de otra cosa que de seguir a sus falsos directores. Inspiradles que los abandonen y vuelvan a la recta vida espiritual. ¡Oh, Señor! Haced que arrepentidos y sumisos caigan a vuestros pies implorando perdón, y que, mediante reen­carnaciones regeneradoras, alcancen la vida esplendente de tas almas puras.

Esto os desea vuestra Madre,

María.