¡Aleluya, Aleluya!

16  – 4 – 1911  – 51

Buenas tardes, hermanos míos.

Vengo a anunciaros la llegada del Maestro. Reci­bidle con cariño y estad atentos a sus palabras.

¡Oh, amantísimo Jesús, que venís a reforzar estos flacos hermanos! Compadeceos de ellos y dadles vuestro benéfico influjo, para que sus pensamientos no se distraigan en cosas baladís y supérfluas. Vuestros mensajeros os ruegan que les guieis por el camino de la perfección, ¡oh, gran majestad divina! Entrad en ese pobre cuerpo para darles instrucciones y hacerles comprender lo que significa el día glorioso en que se conmemora vuestra resur­rección de la muerte afrentosa que recibisteis cuando vinisteis a enseñar la verdadera doctrina, desconocida por la casi generalidad del género humano. Haced, Jesús mío, que comprendan la signi­ficación de esa gloriosa resurrección, para que queden penetrados de vuestras enseñanzas y fortalecidos en su ánimo para seguir im­pertérritos la encomienda que se impusieron.

No puedo olvidaros, hermanos. Vengo tan gustosa, que siem­pre me afano por prestaros mi apoyo y por encaminar vuestros pasos. Soy y quiero ser vuestro guía, porque os deseo la felicidad eterna.

Vuestra hermana y vuestra hija Mercedes.

La Hermana de la Caridad.

La paz de Dios sea entre vosotros.

Día de gloria para todo el orbe cristiano; día lleno de miste­rios, para que podáis recordar los sufrimientos y alegrías que tuve durante el curso de mi pasión.

Hoy cantan los que se titulan ministros de Dios, como todos los años, el cántico de gozo: «¡Aleluya, Aleluya! ¡Gloria in excelsis Deo!» ¿A qué es debido este cambio? ¿Por qué me aclaman y veneran hoy los que ayer me persiguieron y ultrajaron y dieron muerte?

Sí, ¡preguntádselo! Hace cuarenta y ocho horas que todos sus ritos y ceremonias eran las mismas que en el tiempo de mi pa­sión ejecutaron; hoy queman incienso, entonan himnos y dan las campanas al vuelo en mi loanza. ¡Qué contraste! No lo presento para recriminarles: perdonados quedaron desde el árbol de la cruz; lo digo para que las generaciones se hagan cargo de cómo fui tra­tado por la gente que se decía y se dice ministros del Señor.

El cambio en ellos operado es porque, después de condenar­me a muerte, quedó su espíritu intranquilo recordando que habían muerto al Justo, al Redentor profetizado en todos los siglos. Fue tanto el remordimiento que se cebaba en sus entrañas, que no po­dían vivir en paz; y la promesa de mi resurrección al tercero día, era, entre todo, lo que más inquietos les tenía. «Si ese impostor sale de su tumba como tiene ofrecido, se decían, ¿qué será de nos­otros? El pueblo lo espera entre ansioso e incrédulo, y si el pueblo se convence de que tiene poder para dominar a la muerte, será peor para nosotros el postrero que el primero de los enviados».

En los primeros momentos de su cólera, pensaban que exter­minado mi cuerpo, desaparecería total y absolutamente de la tier­ra; que todo lo mío quedaría aniquilado; que mis palabras no halla­rían eco en los corazones dignos y no repercutiría en los tiempos venideros; que la fe en mí y la fidelidad a mi doctrina, en suma, se perderían por completo, porque ellos, con su poderío, tendrían fuerza suficiente para destruir a los míos y hacer prevalecer sus equivocadas enseñanzas.

No se acordaron, en aquellos momentos en que les cegaba la furia, que cuando vinieron a prenderme al huerto, en ocasión en que yo elevaba mi corazón y mi plegaria al Padre, les dije: «Sí, yo soy Jesús; prendedme, y que se cumplan las profecías, así mi Padre lo tiene decretado». Tampoco quisieron recordar que mi po­der sobre ellos, era inmenso, puesto que el solo eco de mi palabra les había derribado por tierra, sin fuerza para erguirse de nuevo, hasta que yo se lo ordené. Como había de cumplirse lo anunciado, dije: «Prendedme a mí; pero dejad en libertad a los que están con­migo, porque ellos serán los que después predicarán el Evangelio.

Su cólera era tanta, que todo se les había olvidado y creían que muerto del pastor, el rebano sería devorado y dispersado por el lobo. No fue así. Los que esperaban al tercer día para decidirse a glorificarme, robustecieron su fe con mi resurrección y afronta­ron con gallardía los contratiempos que pudieron oponerse a su apostolado. Se dispersó el rebaño, sí; pero fue para ir a buscar las ovejas perdidas por todos los ámbitos del mundo; y los que sentían henchidas sus almas de cólera contra mí, quedaron con­fundidos al hallar vacío el sepulcro en que habían depositado mi cuerpo, que, por temor a un robo por parte de mis discípulos, hi­cieron guardar por centinelas de vista. Entonces fue cuando la obra del odio fue coronada por la del espanto: temieron al instante y con razón, que las gentes creerían que era yo el Hijo de Dios, que los Apóstoles empezarían su predicación, y que se reconstituiría la Ley por ellos conculcada; todo lo cual habría de volverse en contra suya.

Grande fue la sorpresa de Magdalena cuando fue a verme en la tumba, y se encontró con que estaba abierta y con que un án­gel, un espíritu de luz de los que desde el espacio secundaban mi obra, le decía con voz de sin par armonía: «Al que buscas, no está aquí: ha resucitado ya». Rauda fue aquella pecadora convertida a dar la nueva a mis Apóstoles y discípulos, que esperaban reunidos el momento de tan fausto suceso. Llegó a punto, porque ya empe­zaba a desfallecer su fe, temiendo que nunca más volverían a ver­me. Recibieron la noticia con júbilo y decidieron todos ir a persua­dirse por sí mismos de que era cierta. En el camino me les aparecí y les dije: «Hermanos míos, ¿me conocéis?» «Sí, sí, contestaron a coro; sois Vos, nuestro Maestro, nuestro Guía. Dejadnos besar vuestra frente». «¡Oh, hermanos! No podéis ahora. Antes tenéis que predicar mis doctrinas por el mundo y beber el cáliz de amar­gura que este hecho habrá de proporcionaros. Ya me besaréis cuando lleguéis allí, a la gloria del Padre. Otras veces me presentaré a vosotros para confortaros y guiaros, y para que, con mis en­señanzas, confundáis a los falsos sabios, a los falsos profetas y a los falsos celadores de la Ley, que tan mal se han portado conmi­go y con la misma Ley confiada a su custodia».

¡Pobres hermanos míos! Estaban henchidos de fe; pero no po­dían explicarse ni concebir que diera frutos tan ubérrimos en el presente y en el porvenir.

Si todos mis contrarios hubieran creído que la muerte del cuer­po proporcionaba la verdadera vida del espíritu, la vida de más fuerza, de más inteligencia, de más poder moral y material, tal vez habrían acudido a este extremo para deshacerse de mí, y tal vez con su tolerancia hubieran impedido que las multitudes vieran lo que vieron y las conversiones se multiplicaran como se multipli­caron.

La muerte de un Apóstol, y más si al apostolado une el marti­rio, siempre es fecunda para su causa; la muerte de un Justo, y más si es en defensa de la Justicia, siempre es redentora para la humanidad: uno y otro dejan una estela de seducción que atrae a las gentes y les hace reparar y admirar lo que antes no habían apreciado; y viene de aquí la fe y la veneración hacia Ellos, el propósito de imitarles y el esfuerzo por mejorar de condición mo­ral. Testimonio de ello, los Apóstoles y los mártires que gustosos se sacrificaron por predicar mi doctrina.

Vosotros, Apóstoles modernos, no temáis al sacrificio. Haced cuantos sean conveniente, porque, después de todo, ya os he di­cho y vosotros habéis podido apreciar que no estamos en aquellos tiempos. Es llegada la hora en que debe descorrerse el velo de la verdad y mostrarla desde lo alto del monte, para que todos pue­dan verla y estimarla en su justo valor. Estáis a mucha mayor al­tura de conocimientos por los estudios espirituales llevados a cabo y por las comunicaciones recibidas de espíritus esclarecidos, y es­táis en el deber de dar a los demás lo que vosotros poseéis.

Animo pues, porque tenéis al Maestro a vuestro lado. No te­máis. Así como el soldado sigue sin temor a su jefe cuando éste se pone delante, así vosotros, con entera seguridad en la victoria, debéis avanzar en la línea de combate, porque yo voy al frente y mi espíritu está con vosotros. Además, ¡qué diferente es el avan­zar del soldado del avanzar vuestro! Él va a perder la vida por el bienestar de los demás, sin que de ese bienestar le quede parte ninguna: vosotros vais a vivir más y más intensamente, haciendo la felicidad propia al par de la felicidad ajena y ganando el salario en proporción de la fatiga; él va medroso del resultado, porque ig­nora si sus fuerzas o su estrategia serán inferiores a las de su ene­migo: vosotros vais o podéis ir arrogantes al encuentro, porque sabéis o podéis saber que vuestra fuerza y vuestra estrategia son invencibles; él, en fin, va a la conquista de lo material, y si triun­fa, no puede prometerse otra cosa que lo perecedero; vosotros vais a la conquista de lo eterno, por la que nada debe importaros ni aún la vida física de un segundo.

Vuestro jefe, hermanos míos, es compasivo, humilde y bené­fico; no va delante para dar muerte, sino para dar vida, pura vida espiritual, y para extender la paz y el amor entre los hombres. No quiere empuñar arma alguna para responder a la guerra con la guerra, sino que quiere oponer a la guerra la paz, al odio el amor, a la venganza el perdón, a la injusticia la misericordia y al dolo y la falsía la verdad y la lealtad bajo todos sus aspectos

Paz, amor y perdón, hermanos; paz, amor y perdón, aún pa­ra los que más os hayan ofendido. Esta es la divisa del verdadero cristiano. Acogeos a ella y venid todos a mí, que a todos os acogeré y a todos cobijaré con mi manto fluídico, pidiendo perdón al Padre por vuestros pecados, para que un día podamos aparecer albos en Su presencia por la eternidad de las eternidades.

Vuestro Redentor y Guía,

Jesús.