Plática moral

11 – 9  – 1910 – 1

En nombre de Dios os salado, hermanos.

Preparaos a recibir luz divina, que, por medio de espíritus elevados, os manda el Padre para reforzaros y dar aliento a vuestro espíritu.

Venid, hermanos; confortad a estos pobres seres que se ha­llan rodeados de espíritus errantes, y que pueden sucumbir a sus sugestiones en pró de las vanidades y oropeles de las cosas ma­teriales.

¡Cuánto deseamos, hermanos, que podáis vencerlo todo! ¡Con qué ardor trabajamos en vuestro beneficio, a fin de escuda­ros contra todo engaño! Tened valor y confianza y pensad que se avecinan tiempos en que necesitaréis todas las energías de vuestra alma para vencer los obstáculos que os saldrán al paso.

Venid, Armonía celeste. Desarrollad vuestro tema. Utilizad este cuerpo, bien pequeño para vuestra grandeza; pero, aceptadlo benévolo. Son buenos creyentes y quieren seguir el camino de Jesús. Con vuestra instrucción, dadles fuerzas para que no sucum­ban en los precipicios mundanos.

Mucho gozo, hermanos, al poder anunciaros tan elevados es­píritus Yo trabajaré con ahínco por vuestro progreso, para el día que Jesús os llame.

Vuestra Hermana de la Caridad.

La paz de Dios sea entre vosotros.

Os ha sido anunciada mi llegada, junto con la de otros espí­ritus que me acompañan. Mucho me regocijo de que tengáis guías que os den el aviso anticipado de los espíritus que han de venir para confortar vuestra alma y aclararos las verdades que en estos momentos se desconocen, al objeto de que vosotros y las genera­ciones venideras tengáis trazado el camino de vuestra regenera­ción positiva.

Demasiado sé, hermanos, que estáis tropezando a cada paso con personas incrédulas, que, en su mayoría, sólo se ocupan de lo presente que les afecta, siguiendo con ciego instinto el desdichado rumbo que pierde a la humanidad, dejando atrás todo lo bueno que Jesús enseñó. Ya sabéis vosotros que sus palabras no pueden fallar.

Han llegado los tiempos de declarar la verdad y de descubrir lo oculto bajo las inspiraciones de los espíritus elevados, por man­dato de nuestro Padre celestial. ¡Ah, hermanos! ¡Qué dichosos aquellos que cumplen lo que Jesús propuso! Vosotros, que habéis entrado en el verdadero camino, no dejéis de trabajar, porque los tiempos se acercan, y aunque os parezca que no pueda venir este gran cambio, os advierto que no dudéis, porque Dios está cansado del comportamiento de esta generación, y para el progreso del planeta, ha de exterminarse mucho de lo creado, que será renova­do por la generación futura.

Os advierto que es necesario trabajar de una manera especial para ir hacia el progreso. Vosotros, que tenéis fe, sois los que ha­béis de construir un puente, y ese puente ha de tener seis arcadas: la de la Fe, la de la Caridad, la del Amor, la de la Esperanza, la de la Paciencia y la de la Resignación. Quien no pase por todas ellas, desde la Fe a la Resignación, no logrará lo que- es preciso para su verdadera dicha, y no podrá tampoco contribuir, al lado de los espíritus elevados, a la edificación de la nueva Jerusalén, porque para ser obreros en esta obra, es necesario ser perfectos.

Recordad bien las palabras de Jesús y los consejos de vues­tros guías que se empeñan en haceros progresar, no solo en espí­ritu, sino también en la materia, para que, por cada paso que deis en la tierra revestido con esa envoltura, halléis, al volver al espa­cio, un motivo de triunfo por la pasión que hayáis dominado y en­cadenado.

Esforzaos, amigos míos, por llevar a feliz término vuestra obra, y por obligar a los que os menosprecian a tener que reconocer que sois brillantes espejos de virtudes a los que ellos tienen que mi­rarse avergonzados. Hacedlo así por vuestro bien, y porque de ese modo seréis los obreros que convienen a la viña del Señor.

Con el apoyo de la Fe, habéis de encumbraros a las más altas esferas.

La Caridad os es tan necesaria, que sin ella no podréis llegar al cielo.

El Amor… ¡Cuán sublime es el amor en todas sus fases! Vos­otros podéis haber observado que cuando dos seres vienen desti­nados desde-el espacio a difundir el sagrado ideal del Amor, viven felices, y llegado el momento de la copulación, atraen un elevado espíritu como fruto que Dios les envía en premio a sus amores, y luego, siguen amando y viven glorificados por los suyos y por cuantos les han conocido y tratado.

La Esperanza es una fuerza de resistencia y reparadora indispensable. Debéis esforzaros, primeramente, por interpretarla bien, y cuando hayáis conseguido esto, por utilizarla en regla. La Espe­ranza en Dios, sobre todo, no debe faltaros nunca: es el báculo más efectivo para la vejez.

La Paciencia… ¡Hermanos míos, ¡cuánto se necesita la Pacien­cia! ¿Qué queréis alcanzar sin ella? Ninguna cosa buena. En los momentos en que la perdáis, tened por entendido que se apoderarán de vosotros espíritus atrasados, y os conducirán a funestas conse­cuencias. Por lo tanto, siempre que, por vuestra desgracia, hayáis dado lugar a la invasión de que os hablo, elevad vuestro corazón a Dios, pedidle que os perdone, arrepentíos de lo hecho, y que vuestro guía desvíe a los que os hayan venido a perturbar, de­seándoles que Dios les ilumine. De este modo volveréis a obtener el flujo de las buenas influencias, y recuperada la paciencia, ven­drá la resignación a completar la obra.

La Resignación, en fin, haciendo que todo sacrificio parezca poco y conformando con la voluntad de Dios, logra que la pena física se convierta en goce espiritual, y que entre las zarzas y abrojos que desgarran las carnes, crezca la balsamina que cicatrice las heridas y dé encantos a las llagas.

Los que desarrolléis estas virtudes, seréis optimistas, veréis la bondad en todas las cosas y nunca culparéis a Dios de los pesa­res que os aflijan, bien persuadidos de que no de Dios, sino de vosotros mismos, proviene la causa de ellos. Si Dios os enviase el mal, éste no fuera pasajero ni relativo, sino que sería infinito y eterno como Dios es. Es así que todos vuestros males, aún los más graves, aun los que reputáis sin remedio, admiten un más y toleran un atenuante: luego no son infinitos ni provienen de la Causa infinita: luego son relativos y provienen de causa relativa, o sea del hombre.

¡Ay de vosotros, hermanos, si cerráis los oídos a estos con­sejos! Grande será vuestra responsabilidad. Haced como yo hice, que desde el momento que fui llamado a la fe de Jesucristo, no di Jugar a que me llamaran por segunda vez. Yo era uno de tantos hombres como hay engolfados en los placeres mundanos y no que­ría reconocer la Divina Majestad. Muchas veces, cuando estaba entregado al sueño, mi espíritu se elevaba y tenía visiones, que a mi parecer eran grandes irregularidades. Al despertar me decía: «¿Qué es lo que he soñado? He salido de este lugar; he visto co­sas increíbles… ¡Va! ¡Cosas de sueños!»    .

¡Ay, hermanos! No eran cosas de sueños, no; eran espíritus que me llamaban a la fe y me decían que no debía de permanecer en el fango en que estaba.

Por fin un día comprendí, por las palabras de un orador, que aquellos sueños que tenía revelaban las verdades de otro mundo, porque, al decir lo que había de pasar el espíritu al desencarnar, comprendí que era caso similar al de mis ensueños, y que podría ser perfectamente verídico. A cada palabra que decía aquel hom­bre santo, me sentía herido en el corazón, y, abrasado por una ardiente fe, escuchaba la voz de los espíritus que me querían a su lado, aquella voz del Crucificado que me decía: «Despierta de ese letargo; líbrate de la venda que cubre tus ojos; mira a Jesús que te llama a sí».

Mi espíritu no pudo resistir más, y desde aquel entonces, cambié por completo. Sin pensar en lo que dirían mis compañeros de disipación y los que a nosotros se parecían, me hice Apóstol de Jesucristo y prediqué su Evangelio, estando dispuesto a morir por la fe.

Ya no era el Agustín de antes, hermanos míos; ya era un mártir, un espíritu cambiado, regenerado; y me elevaba pidiendo a Dios misericordia por mis torpezas pasadas, las aflicciones con­siguientes para repararlas, y valor para resistir cuanto fuere nece­sario a mi depuración y perfeccionamiento.

Trabajad también vosotros en igual sentido; no temáis al qué dirán; no temáis a la muerte, si es preciso. Dios es poderoso y puede daros fuerzas para que todo lo venzáis. A nuestro lado y con nuestra inspiración y apoyo, haceos apóstoles de la nueva fe. Preparaos a divulgar las verdades de la revelación; escudaos en las virtudes y nada temáis.

¡Animo pues! Tranquilizaos en espíritu y haceos de ardiente fe. De ese modo llegaréis a las altas esferas de la perfección sim­bolizadas en el cielo, y en ellas tendrá el placer de estar con vos­otros vuestro hermano que mucho os ama,

San Agustín.