Las flores de los zarzales

18 – 12  – 191 O  – 34

En nombre de Dios os saludo, hermanos míos.

Mucha es la satisfacción que experimenta mi espí­ritu al venir a visitaros por vez primera. Dios me ha otorgado esa merced, porque se ha compadecido y ha escuchado mis ruegos. Quería venir a ayudaros en vuestra obra y cumplir los deseos de Jesús. Debéis trabajar, hermanos; debéis te­ner afán por perfeccionaros y engrandeceros y ensanchar la doc­trina de Jesús para regenerar a la humanidad; y que vean que nunca ha quedado sin apóstoles la verdadera Ley por El estable­cida.

Venimos los espíritus elevados que hemos tenido muchas reen­carnaciones y hemos sufrido martirios por la humanidad, a causa de haber sostenido la doctrina del Salvador, a cooperar desde el espacio a la misma obra que realizamos en la tierra. En el mundo fuimos precursores, enviados y pequeños redentores, en el espa­cio somos y seremos espíritus guías para difundir por doquier que hay un espíritu que sobrepuja a la materia y que de existencia en existencia se depura y se eleva hacia Dios.

Observo, en algunos, el mal uso que hacen de las facultades que el Padre bondadoso les ha dado; y me parece imposible que los hombres tengan tanta ingratitud. Dios ya lo vio enseguida, cuando dijo que se arrepentía de haberlo creado.

Gracias a que, en su gran misericordia, nos dispensa nuestras faltas y nos facilita medios para purgarlas, que sino… ¡Cuanto atraso llevan los que no quieren reconocerlo! Pero, en cuanto uno llega a ver las facultades de que a todos nos ha dotado, empieza a seguir con paso firme y decisivo para llegar cuanto antes al punto de su destino. Todos tenemos una voz interna que nos dice: «¡Si­gue, sigue adelante, que ya llegarás a ese fin! El tiempo nunca se concluye». ¿Dónde habría mérito, si no hubieren obstáculos que vencer? Por eso venimos a la tierra varias veces, y purificándonos en unas de las faltas cometidas en otras, vamos, por la sublime ley de la reencarnación, dejando la caparazón de los vicios y to­mando la vestidura ebúrnea de las virtudes. El orgullo y el egoís­mo que siente el espíritu en el mundo, hace que blasfeme de Dios, se queje de su posición y ultraje a cuantos le es posible, porque solo atiende a su afán de ser rico, de engolfarse en los placeres materiales, de disponer de los demás. No cree en Dios, porque no haya razón para las injusticias y las desigualdades de los hombres.

¿A qué se debe todo esto, hermanos? A la falta de fe; a no fijarse un poco en la misión sublime de Jesús. El vino como Rey de reyes, y, sin embargo, despreció todo el fausto material y se humilló ante los hombres más pequeños, con quienes convivía, ejemplarizando con su pobreza y virtud y dando amorosos consue­los a todos sus hermanos. Si los hombres tomaran por modelo al Maestro, no sucedería lo que sucede; y si pensaran en Dios, com­prenderían que nos da tiempo para progresar, y, con las reencar­naciones, llegar a obtener un puesto elevado.

Todo lo que Dios ha hecho, ha sido útil, y en el transcurso del tiempo han ido sucediéndose redentores, unos, para hacer comprender a los hombres las doctrinas del Espiritismo, que es el verdadero Cristianismo, y otros, para desarrollar la inteligencia de las masas en los diferentes aspectos en que la ciencia se ofrece.

Yo también, inmortalizado por los hombres, vine a este pla­neta para engrandecerle, descubriendo mundos ignorados que no estaban al alcance de la inteligencia de los sabios. También, ins­pirado para cumplir una misión, hube de “sufrir lo que ya sabéis por medio de la historia. ¡Ay, hermanos! La corona de espinas es patrimonio de los que toman a su cargo imprimir un movimiento progresivo a la humanidad. Se ven burlados, escarnecidos y ultra­jados por la plebe, que no les comprende, y esto es perdonable; se ven más burlados, más escarnecidos y más ultrajados por los hombres eminentes de la época, que siempre son contrarios a todo cambio de postura sobre el pedestal en que se hallan colocados; y se ven burlados, escarnecidos y ultrajados sin ponderación por los escribas y fariseos de todos los siglos, por el clericalismo, que si en su tiempo escarneció, azotó y crucificó a Jesús, en otros tiem­pos ha ido escarneciendo, azotando y crucificando a sus enviados.

Pero, pese a su saña, hermanos míos, los misoneístas han de quedar siempre derrotados. No pueden vencer al espíritu que vie­ne en misión. No hay quien pueda impedir el desarrollo de su plan. Si no hay uno, hay otro que le presta su apoyo. Cuantos vengan en misión, tendrán sus contrariedades por parte de los hombres, pero tendrán también su consuelo en ellos. ¿Sabéis por qué? Porque ese es el camino recorrido por los profetas y ese es el camino que recorrió Jesús; y el discípulo no ha de ser de mejor condición que el Maestro. Los que a éstos queráis seguir, habéis de tomar la cruz sobre vuestra espalda para ayudar al que la llevo. No podemos ser más que El ni podemos dejar de pasar en parte por lo que pasó El. Tenemos que sufrir con resignación, para en­contrar el adelanto, y si sufrimos, yo os prometo que no ha de faltaros la recompensa.

Si es verdad que en mi tiempo fui rechazado y ultrajado por los grandes hombres, y que padecí muchísimo, hoy lo tengo por muy bien empleado y doy gracias a Dios por haberlo podido sufrir con fuerza espiritual, porque sin haberlo pasado no me encontraría en el grado de perfección que disfruto. El Nuevo Mundo fue des­cubierto para enseñar a los salvajes y para proporcionar a la hu­manidad toda un medio de vida próspera y relativamente dichosa.

La ingratitud de los hombres fue tanta, que cuando más arries­gaba mi vida para engrandecer su imperio, más me ultrajaban y me cargaban de cadenas. Los que me hacían oposición temían que mis inspiraciones fuesen tan elevadas, que me erigiera en rey su­yo; así es que todos aquellos sabios y proceres se conjuraban para mandar contra mí a infelices esbirros para ultrajarme y hacer que en un momento de arrebato perdiese lo conquistado con tan­tos esfuerzos y fatigas.

Había implantado entre aquellos salvajes la creencia en un Dios, y en otra vida después de esta. Les había hecho aceptar la inmortalidad del espíritu y el progreso indefinido. ¡Pobres hermanos! ¡Cuánto atraso en su espíritu y cuántas sombras en su mente!

Reconozco que debía sufrir lo que sufrí, por ser aquella mi misión; porque de otro modo, mi paso por la tierra hubiera sido sobrado fácil y ligero. Al ser atado y presentado ante la Majestad como hombre criminal, tuve gran pesar; pero, ¡ay!, cuando recuer­do que Jesús aún fue más maltratado, veo mi pequeñez y com­prendo que esa era mi misión a cumplir, ya que El sufrió en tanta escala para redimir a los hombres. Los que fueron causa de sus sufrimientos por su orgullo, por su afán de dominio y por su egoís­mo, deberán pagar cuanto mal hicieron. Por eso hay en la vida tantas anormalidades, que son efectos de causas pasadas.

Hermanos míos: yo, en aquel tiempo, tuve que hacer cosas contrarias a mi voluntad. Tuve que valerme de imágenes para ha­cer comprender a aquellos espíritus atrasados, que había una Vir­gen, que existía un Jesús y que Dios misericordioso se compade­cería de ellos. Bien sabía que Dios detestaba la idolatría; pero en mis concentraciones pedía perdón y que me iluminase Jesús y me enseñase un medio para subyugar a aquellos indómitos espíritus. No concebí otro, y ese, indudablemente, era el más adecuado, puesto que Jesús me lo permitía y con su ayuda y mi fuerza de voluntad y perseverancia, salía vencedor entre ellos.

Toda la idolatría ha de desaparecer, pero ha de ser gradual­mente; porque, aunque en época de mayor adelanto viniera un Re­dentor y la derribase, la reacción la restablecería de nuevo y El encontraría la resistencia, la contrariedad y el calvario que encon­tró Jesús. Con pausa y paciencia, vendrá la reforma; ha de venir, por ser ley de perfeccionamiento. La idolatría, como antítesis de la Ley de Dios, ha de desaparecer; y cuando sea llegado el momento, no faltarán en el mundo iconoclastas que derribarán los altares de los dioses paganos. Por razón de naturaleza se acercan los tiempos en que esto ha de suceder. El Evangelio, la única ta­bla salvadora, ha de difundirse por todas partes, y con su difusión ha de coincidir la ruina de los ídolos.

¡Adelante en vuestra obra, espiritistas? Esta es la doctrina que nuestro Padre quiere, porque es la predicada por Jesús. Vos­otros que la habéis interpretado, seguid adelante. Obrad bajo las instrucciones de los espíritus, y veréis como la obra redentora pa­sará adelante, sin que la interrumpan los falsos apóstoles.

No importa que el número sea pequeño: sois muy grandes de espíritu, y con la fuerza que os viene de lo alto, saldréis victoriosos del campo de batalla. Obrad bien, hermanos. Imitad a Je­sús. Esparcid el amor y la caridad para todos vuestros semejan­tes, y de este modo habrá un día que se humillarán a vuestras plantas. Todos nos reuniremos delante del Padre misericordioso, y allí nos dará a cada uno lo que habremos ganado.

¡Oh, Dios mío! Os pido que deis mucha fuerza a vuestros apóstoles de la tierra, para que puedan trabajar y progresar mate­rial y espiritualmente.

Es un voto que fervientemente hace vuestro hermano que de corazón os ama,

Cristóbal Colón.