El infierno del fuego y el infierno del  remordimiento

30 – 4 – 1911  – 53

La paz de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo sea entre vosotros.

Las palabras de Jesús no pueden mentir, y en ca­da una de ellas hay una sentencia y una guía para el camino de la perfección. De ellas se desprende la irradiación más pura del amor y de la caridad. Con sencillez sublime, dice: ‘Por el fruto se conoce el árbol, y el que no dé buenos frutos, será ar­rancado de raíz y echado a la jaena. (San Mateo, V, 20).

Sublimes son las palabras que Jesús dirige a los hombres; pe­ro éstos las interpretan muy mal, y sobre todo, los que la religión de la moderna Roma pagana tiene al frente como directores de al­mas. Estos han dejado por completo cuanto debieran seguir para ser discípulos y sucesores de Jesús, y han tomado todo aquello que puede favorecerles y proporcionarles el bienestar material. A este fin apelan a la jaena, que quiere decir el infierno, para atemorizar a su grey y dominarla y confundirla, para que haga cuanto a ellos acomode con la esperanza de librarse de las penas del in­fierno.

Aunque tienen muchos adeptos, son muchos los que aparen­tan creer y no creen. Se cubren éstos tales con el manto de la hi­pocresía, para conservar el dictado de buenos creyentes y no per­der el prestigio en la sociedad de los que frecuentan las sinagogas. Hay en esto la lucha de hipocresías: la de los que aparentan creer lo que enseñan, contra la de los que aparentan aceptar y practicar lo que les han enseñado, y viceversa; pero hay una sola finalidad: la conveniencia materialista perseguida por cada uno, con refinado esmero. Algunos de una y otra parte, a fuerza de estudiar el modo de parecer religiosos, han descubierto algún chispazo positivo que impulsa a serlo; pero, por regla general, dejan para mañana el tra­bajo que esto impone, por no sentirse con fuerzas para romper la cadena, que les manilla al potro de esa esclavitud vergonzante, o por creer que aún tienen tiempo para volver sobre sus pasos y convertirse en cartujos.

Bien decía Jesús a los Apóstoles: «Mirad que no os dejéis en­gañar por esos hipócritas fariseos, que quieren llevar a cabo la destrucción de mi doctrina». ¡Cuán falsa y absurda es la interpre­tación que le dan, para llegar a hacer creer en el castigo del infier­no! ¡A cuánto llega su atrevimiento, al pronunciar en alta voz que el que niega el infierno, niega al mismo Dios! ¿Queréis sacrilegio más grande, hermanos míos?

¡Oh, Dios mío! ¡Cómo ultrajan a vuestra inagotable bondad los que quieren pasar por mandatarios vuestros! ¡Vos, que sois to­do misericordia, todo amor, todo perdón, todo dulcedumbre, reba­jado a un nivel en que no consentiría estar el más despiadado de los hombres! ¡Vos, que no buscáis la muerte del pecador, sino que queréis su resurrección y vida eterna, creando un infierno y atormentando en él eternamente a los que han muerto sin una absolu­ción de última hora! ¡Es el colmo de la irreverencia; es el colmo de la blasfemia!

Vosotros, que habéis logrado vislumbrar la verdad, que ha­béis leído poco o mucho del libro de la vida del espíritu, ¿no os parece extraño que los demás hombres no se hallen en vuestras mismas circunstancias? Parece imposible; pero así es. Su ceguera es tan grande, que no vislumbran ni el más pequeño reflejo de la divinidad. Nunca podéis pensar sin agravio que el Padre celestial haya creado a la humanidad para sepultarla eternamente en el averno, y menos para presenciar con criminal satisfacción como las llamas van devorando a sus hijos. ¿Hallaríase en la tierra un sólo padre merecedor de este nombre, que consintiera en un casti­go así para su hijo? ¿Y queréis que lo que no consentiría un padre carnal, y por lo mismo sujeto a todas las debilidades y flaquezas de la carne, lo consienta, no, más que consentirlo lo cree, lo man­tenga y utilice nuestro Padre espiritual, Dios, que entregó a su Hijo amado a la aversión de los sayones para la redención del mundo? Que un padre de la tierra llegue en su obcecación y por lo que le parece medida de justicia, a un extremo de rigor inusita­do, se comprende; pero que llegue hasta la alevosía, no; y esto es lo que se imputa a Dios: la alevosía impropia en el hombre.

Tan grande, tan monstruoso es ese supuesto, que lejos de servir para infundir temor, predispone a la duda primero, a la incredulidad después. «Si hay infierno, y en él, las penas que nos dicen, ya lo veremos cuando vayamos allá. Ahora no tenemos por qué preocuparnos de semejante cosa. Vivimos en el mundo y es de razón que nos aprovechemos de los goces que nos brinda el mundo: Dios nos los ha proporcionado para eso, para que los aprovechemos. Cuando llegue la hora de morir, por lo que pueda suceder, ya confesaremos nuestros pecados y obtendremos el per­dón y la absolución». Este es el juicio que suelen formular los hombres, en alta voz, cuando resueltamente se decantan del lado del materialismo y de la incredulidad; en voz baja y para sí mis­mos, cuando hipócritamente siguen dándose golpes al pecho y asistiendo a lugares de disolución. El árbol malo, no puede dar buen fruto.

¡Qué lástima que después de tantos siglos de predicada, haya todavía quien no acierte a interpretar la doctrina del Nazareno! Es muy natural que en sus días fuera Jesús duro de palabra al repren­der, porque era tal la corrupción entre los hombres, que sólo ape­lando a contrastes fuertes podía causarles mella. Pero… interpretad el fondo de esas palabras duras; dejad la letra que mata y coged el espíritu que vivifica, como dijo Jesús. (Ep. a los Corintios, III, 6), y veréis que aquella dureza en la forma es caricia de céfiro vi­vificante en el fondo.

A los sacerdotes de la religión ultramontana no les conviene enseñar estas sagradas doctrinas, porque entonces el más ignoran­te vería que ellos no tienen razón para llamarse Ministros de Dios y sucesores de Jesús. ¡Ah! Si sorprendierais sus conversaciones íntimas, os convenceríais de sus malos instintos y de la cólera que sienten contra los que no son de su cuerda.

Se parecen a los conci­liábulos que celebraban cuando iban en persecución del Maestro. Su objetivo constante es éste: Oponerse con toda energía y de modo permanente, contra los hombres y sociedades o grupos que se permiten estudiar los Evangelios y doctrinas de ellos derivadas. «Harto se ha desarrollado ya la inteligencia de las masas dicen, y si no queremos ver nuestro negocio en decadencia, hemos de oponernos a ese otro tráfico y prepararnos a la defensa». ¡Desdi­chados! Los síntomas de descomposición y desprestigio son tan evidentes, que ya no es posible dudar del inmediato fin que les es­pera. Ha llegado el momento de arrebatarles esa doctrina que desprestigian y ese apostolado que adulteran. ¿Qué puede el Papa contra Dios, y quién es él para destruir y adulterar la divina pala­bra? ¿Quién eres tú, gusano de la tierra, para dictar nuevos man­damientos y anular los que mejor te parece de los que fueron da­dos por Dios? ¿Quién te ha autorizado? ¿De dónde te viene tan sacrílega facultad? Al formular estas preguntas, oigo que responden los espíritus de su categoría: «Son los sucesores de Jesucristo, prosiguen las enseñanzas del Evangelio, reformándolo en la medida que convie­ne a las necesidades de la época».

Hermanos míos, vosotros que estáis empapados de la savia de los evangelios, decidles: ¿Qué interpretación dais a la doctrina de Jesús, cuando no la cumplís casi en nada? Por sabios que sean, veréis como no os contestan; pero si llegan a entablar discusión, vigilad, porque no les faltan estudios para hallar salida por diferen­tes partes y dejaros burlados; más si vosotros estáis bien penetra­dos de lo que dice Jesús, quedarán confundidos a pesar de sus ar­gucias sofísticas.

¡Pobres y desgraciados hermanos! ¡Cuánto les compadezco! ¡Dios sabe cuántas existencias tendrán que pasar estacionados por no querer ver ni practicar la doctrina del Señor! Su vanidad y egoísmo les ha de dar fatales consecuencias. Están condenadas a desaparecer. Su talento, en el que muchos han confiado, lo han invertido en preparar guerras y sembrar errores, y en sus mismos errores han de encontrar las guerras que han preparado. Después, cuando dejen la envoltura carnal, su espíritu no encontrará un in­fierno de llamas, pero sí será un infierno de remordimientos por sus indebidos procederes.

¡Padre celestial! ¡Mi Señor Jesucristo! Perdonadme si con mis palabras duras os he ofendido. Al verme en este campo de batalla, no puedo dejar de responder a mi origen y poner toda mi alma en defensa de la verdad. No es que quiera ningún mal a mis adversa­rios; muy al contrario: os ruego, Dios mío, que les enviéis un ra­yo de luz para que vean la sangre que derramó vuestro Hijo por la salvación de la humanidad; que vislumbren en el infinito al es­píritu que ha de darles las intuiciones; que cuanto antes se des­prenda la venda de sus ojos.

Si llegan a descifrar la palabra de Jesús, verán que el infierno no existe, y su espíritu reconciliado tendrá deseos de progresar y de emprender nuevo rumbo para llegar al Padre.

¡Adelante, hermanos míos! Trabajad por el Espiritismo; por esa doctrina redentora que en estos tiempos ha tenido tanta con­trariedad como el Cristianismo en tiempos de Jesús, y ha tenido que echar raíces y brotar en corazones sencillos, pero fuertes co­mo rocas, a fin de que no la destruyan los apócrifos doctores de la Ley. Han llegado los tiempos en que todos hemos de trabajar por el porvenir, no sólo de nuestro espíritu, sino de la generación venidera.

Perdonad a vuestros enemigos, curad y auxiliad a los que su­fren, rogad a Dios por todos los extraviados, desparramad el bien a manos llenas sin mirar al que le alcancen vuestros favores: esa es la obra de la Caridad, de la que tanto se prendó vuestro her­mano,

Pablo.