La mayor plaga

23 – 4  – 1911  – 52

Hermanos míos, Dios aumente vuestra fe.

Vengo en nombré de la Trinidad, y estoy con el Maestro y con algunos Apóstoles y otros elevados espíritus.

No podéis llegar a calcular el mal que ha hecho y está hacien­do la incredulidad. En todos los tiempos ha sido el azote que ha precipitado al hombre al retroceso, no precisamente por ella en sí, sino por lo que de ella se desprende.

Ser incrédulo y no ser positivista, en el sentido más materiali­zado y grosero de esta palabra, es un contrasentido que no se concibe; y ser positivista y no engolfarse en todos los vicios, es otro contrasentido que tampoco tiene razón de ser. De aquí el que la incredulidad conduzca indefectiblemente al retroceso, porque arrastra y encadena a las cosas materiales y menosprecia y hace olvidar las cosas espirituales.

Dominados por las corrientes materiales, faltos de idealidad y tocados de la hipocresía ambiente, las multitudes siguen a los fal­sos profetas de estos tiempos, no porque crean en ellos ni en sus doctrinas, sino por ser calificados de buenos católicos, de gente de bien, de almas piadosas… y tener así un salvoconducto para mejor entregarse a sus goces. En verdad poco perderían con este proceder, si no fuera porque el proceder es innoble, es indigno de toda criatura; pero es lo cierto que, siguiendo las instrucciones de los directores católicos, nada se consigue para la espiritualidad, ya que, en lo que con la teología y la teología se refiere, todo son misterios y milagros.

¿Qué es menester para que los hombres crean y dejen para siempre ese su desvío para con las cosas divinas? Separadles del fariseísmo religioso y enseñarles la verdadera doctrina de Jesús. En ella han de hallar la luz que ilumine su inteligencia y Él es el que puede establecer corrientes fluídicas que desvanezcan las du­das que el obscurantismo ha infiltrado en su corazón y en su cere­bro. ¿Pueden dar frutos buenos árboles carcomidos? No, imposi­ble. Mientras el ideal de la teocracia sea el dominio, y su religión, un tráfico vergonzoso, no hay que esperar que eleve las almas.

No por eso debéis dejar de compadecer a los modernos Ju­das: son vuestros hermanos y harto cargados van con el fardo de sus culpas. Lo que debéis hacer es pedir a Dios que les ilumine y les perdone, y exhortar a ellos a que procuren desechar de sí las reminiscencias del pasado y alistarse con los heraldos y portaes­tandartes del porvenir:

Materialistas, oidme. Estáis atormentados por la duda; sólo bulle en vuestro cerebro la monoidea de que no hay Dios, de que no hay Creador alguno; para vosotros ha sido la casualidad la que ha conjuntado los elementos y formado las cosas, y porque os veis dotados de un organismo superior o más perfeccionado que el de una cucaracha, os consideráis los seres superiores, y no sólo eso; los seres únicos para quienes todas las cosas han sido hechas. Pues bien; yo os digo: Contemplad la magnificencia de esta her­mosa naturaleza; meditad sobre sus inmarcesibles bellezas, sobre sus inagotables encantos; pensad en la suma de inteligencia y .en la cuantía de poder que revelan un infusorio y un elefante, un gra­no de arena y una montaña, y decidme luego si os consideráis ca­paces para realizar cosa semejante, si creéis que la inteligencia humana puede realizarlo, si os parece cuerdo que lo que la inteligencia no puede hacer contando con todos los elementos, lo pue­da hacer la casualidad, que no es inteligente ni obedece a ley nin­guna, ni tiene a mano tampoco, por esa misma circunstancia de ser casual, elemento ninguno en qué infundirse. Os parece una lo­cura esto y una petulancia lo primero, ¿no es así? Pues reflexionad un poco más, y veréis que lo que es petulancia y locura para el hombre, ha de ser cosa natural en algo que sea superior al hombre; y ese algo creador, formador, legislador y metamorfoseador, necesariamente ha de ser sabio, justo, poderoso, inmanente; ha de ser por sí; ha de ser Dios.          ,

Mirad atentos al Sol, a la Luna, a los millares de estrellas que relucen en el firmamento, y esto os dará una idea concreta de la sabiduría divina; atended a lo más insignificante de su obra, y todo os hablará de la misma manera, veréis en todo la mano divina, que es la creadora y la que todo lo pone en movimiento Si estas observaciones hacéis, dejaréis de afirmar que Dios no existe y os declararéis vencidos y convencidos de su existencia por las sublimes manifestaciones que podrá presenciar vuestro espíritu.

Os repito que el autor de todo lo creado, es Dios; ese Dios cuyo nombre se avergüenzan muchos de pronunciar por su incre­dulidad. Pero vosotros, todos cuantos sentís en vuestro corazón la eficiencia de la divinidad, debéis decir muy alto que Él es el único creador y señor de cuanto existe; que a su voluntad dirige, no só­lo este mundo, sino todas las nebulosas y todos los soles y todos los sistemas planetarios, y que a su llamamiento acuden millares de espíritus que por su inspiración forman agrupaciones para diri­gir lo que el Padre les confía. Así, de este modo presentado, no se mueve de su trono el Padre celestial y va en marcha armónica todo el universo, porque las leyes inmutables lo rigen todo.

Al expresarme así, oigo voces de espíritus inferiores que pre­guntan: ¿Dios permite el mal? Y si no lo permite, ¿cómo es que pudiéndolo evitar, no lo evita? Atended. Dios no ha establecido el mal, ni debe derogar la ley de Libertad. Cuanto existe en este sentido es producto de uno mismo, y va dirigido por espíritus errantes, que sienten la atrac­ción simpática por aquello que es propio de su categoría, y mien­tras de una parte satisfacen así sus propios impulsos, de otra par­te hacen de los desencarnados juguetes de su voluntad. De este modo es como el mal se engendra y se perpetúa. Rogad todos porque estos desdichados espíritus vean la luz del Redentor y se transformen en seres provechosos a sí mismos y a la sociedad.

Tened presentes las palabras de Jesús, para que no tenga que reprenderos como a nosotros, sus Apóstoles, a quienes tuvo que reprendernos más de una vez, no por falta de fe, sino por poca comprensión. Una vez, hallándonos de camino, El nos dijo: «Guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos», y nosotros, aún siendo espiritualmente más elevados que la multitud, no pudimos interpretar lo que nos quería decir. Comprendiendo El nuestra turbación, nos dijo: «Hombres de poca fe, ¿no entendéis que no os hablo de pan? Acordaos de los cinco panes y los cinco peces, y comprenderéis que no lo necesitamos; porque bien visteis que con ellos comieron cinco mil personas y sobraron varios canas­tos. Os hablo de la doctrina de los fariseos y de los saduceos. De ella debéis guardaros, porque es falsa, y la falsedad están esparciendo». (Mateo, XVI, 6 al 12).

Dios mío, estas son vuestras palabras pronunciadas por Je­sús. Dadme fuerza para que ahora las mías puedan penetrar en el fondo del alma de los hombres y por su eficacia desaparezca la in­credulidad de que están poseídos; repitiéndoles que dejen de se­guir las falsas doctrinas que sólo han de conducirles a la obscuri­dad de lo real y verdadero; que guarden los estrictos mandamien­tos de Dios, para que desaparezca la duda y se entronice la verdadera fe.

Si alguno ignora la palabra del Redentor, es por su negligen­cia, por la indiferencia con que mira las cosas divinas, Hoy tienen todos a su alcance medios suficientes para aprovecharse de la lec­tura de los Evangelios. No hacerlo, por lo tanto, es pecado de apatía. Y si las gentes estudiaran los Evangelios y obraran en con­cordancia con ellos, acabaría el funesto error y doquiera se rendi­ría culto a la verdad y a! bien.

Si hay quien diga que no comprende la Santa Biblia, porque no tiene estudios, decidle, hermanos míos, que será porque no pa­re mientes en ella, porque los estudios no hacen falta para com­prenderla. Buena voluntad, sencillez de espíritu, deseos de pro­gresar: eso es lo que hace falta para interpretar las Escrituras. Quién con este bagaje acuda a ellas, esté seguro que beberá en sus inagotables y cristalinas fuentes, humildad, paz y amor para con todos; y esto le ayudará a engrandecerse en espíritu y le con­ducirá más pronto a los pies del Maestro de maestros para recibir de su inefable sabiduría las lecciones de la verdad sin mácula.

Seguid estos mis consejos, hermanos, y veréis como os go­záis luego de ello. ¡Ojalá todo el mundo volviera su mirada a esos monumentos de verdad y de moral erigidos a través de los siglos por los mensajeros de Dios! Hoy, más que nunca, podéis compren­der todo su valor, porque ha venido el Espíritu de Verdad y os ha aclarado todo lo que Jesús dijo.

Hermanos de este desgraciado planeta, levantad en alto la bandera espiritual; proclamad la doctrina evangélica, y que desa­parezca por completo la incredulidad ambiente, para que no os quedéis con incertidumbre cuando nosotros os digamos que Jesús está entre vosotros. ¡Cuántos de los creyentes de buena fe lo han visto! En cambio, ¡cuán pocos de los recelosos! Y no es porque Jesús no haya acudido a ellos: es porque ellos, empeñados en du­dar, han desconocido lo que tenían ante los ojos. Sí, no lo dudéis. Hablo por propio conocimiento. También yo estuve dominado por la incredulidad, y también dejé de conocer mucha parte de lo que vi. ¡Cuánta pena y humillación me causó haberme de convencer de que Jesús había resucitado y estaba entre nosotros! ¡Cuánto he sentido el haber negado lo que me anunciaron los compañeros de Apostolado! ¡Desgraciado de mí! Jesús para que desapareciera mi incredulidad, se presentó de nuevo y me dijo: «Incrédulo To­más, mete tus dedos aquí, y ve mis manos; alarga tu diestra, e in­troduce tus dedos en la llaga de mi costado. La plenitud de la fe no está en creer lo que se ve, sino en creer lo invisible. ¡Biena­venturados los que no vieron y creyeron!» (Juan, XX, 25 a 29).

¡Ah, Jesús mío! ¡Perdonadme, y haced que de mi ejemplo to­men nota los hombres incrédulos!

¡Ay, hermanos! Es Jesús tan bueno, que me concedió el per­dón enseguida; y yo fui un verdadero creyente y Apóstol del bien, hasta sacrificar mi vida por predicar sus doctrinas.

Deseo que vosotros seáis modelos ejemplares así en la fe co­mo en la práctica de las doctrinas del Maestro y Redentor Jesús, para que a pasos agigantados alcancéis la meta del progreso.

Vuestro hermano,

Tomás.