Dios  y   el   Mundo

5 – 3  – 1911  – 45

La paz de Dios sea con vosotros, hermanos míos.

¡Oh, divina Majestad! Os pido que me deis fuer­zas y gracia para confortar a estos pobres seres que vi­ven en la Tierra, con el fin de purgar sus faltas y de cumplir vuestros designios, y os doy gracias por haberme permiti­do entrar en relación con ellos y dirigirles mis sinceros y desinteresados consejos.

Muchas son las miserias que afligen a la humanidad; pero no es extraño. Las imperfecciones y la poca fe son tan’ grandes, que dan motivo para que todos los males físicos hagan su presa en los cuerpos. Ya sabéis lo que dijo Dios a Adán cuando hubo cometido su falta. Así vosotros os vais sucediendo llenos de imperfecciones, y expuestos también a las calamidades de la tierra.

Oigo la voz de los que dicen: «Tenemos que seguir la cor­riente del mundo; debemos disfrutar de todo cuanto nos propor­ciona la carne*. ¡Ay, desgraciados hermanos! Esta ola que os en­vuelve os llevará de continuo a la inmundicia social. ¿Llamáis dis­frutar a los placeres de la carne? ¿Cuál es el producto que sacaréis de la vida, si la pasáis sumergidos en los vicios que corrompen el cuerpo y atan fuertemente al espíritu, para que no pueda remontar en alas al espacio? No comprendo como muchos hombres de cierta edad siguen con cierto desenfreno la inmoralidad sin poder abste­nerse, pues no por experiencia, sino por reflexión, podrían estar convencidos de su fatal resultado. Preguntad a esos hombres de

qué les han servido sus años, de qué las canas, si no han logrado descifrar que el vicio es la fuente de todas las humanas miserias.

La Ley de Dios, con los impulsos que vienen de lo alto, os conducirán a puerto de salvación y os librarán de todos los naufra­gios de la vida terrestre; proporcionarán paz y alegría en vuestras casas y satisfacción en vuestros corazones, y os prepararán para la eternidad. Esta es, hermanos, la corriente de salvación; por ella podéis dejaros llevar, porque es producida por las potencias del bien.

Generalmente los hombres van errantes, y en sus casas pasan sus trabajos, aunque simulen lo contrario cuando están en el tor­bellino de la algazara. Sus remordimientos no les dejan. Y cuando vuelven a sus casas, empiezan otra vez las discordias y malos tra­tos que su falta de fe y su intemperancia les inspiran.

Hermanos míos, estad prevenidos; no os dejéis arrastrar por esa corriente, que os sumiría en el abismo antes de que os diérais cuenta de ello. ¡Cuánta es nuestra tristeza al examinar la ruta del hombre impelido por el vicio! En su casa, sólo piensa en dar ali­mento al cuerpo, y aunque esta procura sea de inmediata e impe­riosa necesidad, debe pensar que no es menos necesaria la nutri­ción del espíritu, que, si no le pide pan ni manjares masticables o ingurgitares, le pide elevados pensamientos, aspiraciones selec­tas; le pide, en una palabra, adoración a lo superior, respeto a lo igual y protección misericordiosa a lo que queda por debajo de su alcurnia. Por lo tanto, antes que todo, debe concentrarse en sí mismo, y, como dice Jesús, orar a Dios en espíritu y verdad, y luego, extender los efluvios de su buen deseo hacia todos sus hermanos. De este modo es como, sin abandonar la materia, podrá gozar por anticipado de los dones del espíritu. No olvidéis que hay un esta­do, el del sueño, que es muy similar a la muerte, y mediante ese estado en no pocas ocasiones os es permitido poneros en rela­ción con espíritus de vuestro afecto encarnados o desencarnados, separados entre sí, en ocasiones, por distancias inmensas.

Cuando el alma empieza a vislumbrar las grandezas del infi­nito, acoge las contrariedades de la existencia con resignación, con paciencia, con fe en el porvenir, porque los espíritus le fortifi­can con sus consejos y porque se hace cargo de que no hay mere­cimiento sin pena. Esto tiene la doble ventaja de no sufrir tanto en el sufrimiento y de gozar doble en el goce, y, además, no desapro­vecha la lección de la experiencia. ¿Qué es el hombre sin la vo­luntad de Dios, sino un mísero gusano? Cuantos beneficios disfru­ta, otros tantos se los otorga el Padre; le debe el ser y la manifes­tación; ¿qué cosa más natural, por lo tanto, que le reclame la ado­ración debida?

Así como tenéis para aquellos de vuestros semejantes que os han favorecido en algo, cierto respeto y cierta gratitud, y os sentís obligados a rendirle alguno que otro servicio o sacrificio, así debierais consideraros obligados a veneración para con Dios, en pri­mer término, por ser la Causa primero y el Factor único de todo; y después, en justa reciprocidad a tamaño beneficio, deberíais con­sagrarle vuestras obras traducidas en actos de misericordia. El hombre material todo lo atribuye a la casualidad o a influencias materiales; el hombre espiritual, el que siente verdadero amor a la divinidad, reconoce lo que a Dios debe y le da gracias, apreciando claramente en todas las cosas su innegable providencia.

Elegid, hombres de la tierra. Dos caminos hay, que conducen a términos bien opuestos. ¿Cuál elegiréis? Ya en otra comunica­ción os expuse la eficacia de la oración y los resultados que se han obtenido con ella. Quiero que interpretéis bien mis palabras, porque es la oración la que debe purificaros. Purificado que ten­gáis el espíritu, también tendréis purificado el cuerpo, porque mu­chas de las enfermedades del cuerpo son motivadas por la imper­fección del espíritu.

Creo que os haréis intérpretes de mis consejos. Velad, pues, para que no caigáis en tentación. Mirad que los tiempos se acer­can. Ya veis que son muchas las veces que os indicamos lo mis­mo. Cada día vale por un año. Vamos a pasar, a pasos agiganta­dos al desquiciamiento del planeta, así en el orden moral como en el orden material.

Fe, perseverancia y valor es lo que os desea vuestra

Hermana de la Caridad.