¡Dios existe!

27 – 11 – 1910 – 30

Hermanos míos: En nombre de Dios os saludo.

Vengo a dar fuerza a vuestros espíritus, y al mis­mo tiempo a cooperar en la obra, poniendo mi piedra en el edificio de La Nueva Revelación. Todos los bue­nos creyentes hemos de esforzarnos porque se levante majestuosa el arca de salvación que con tanto desagrado mira ese pueblo in­grato, para el que pasan los años sin que se aperciba de la gran­diosidad de la Naturaleza que en todos los tonos pregona el poder de Dios. Son tan infelices, tan desdichados los que, cegados por el materialismo, no se preocupan de otro que de su bienestar pa­sajero que por misericordia debemos nosotros redoblar los esfuer­zos, a fin de hacerles abrir los ojos a la luz.

Yo fui uno, hermanos míos, de les que, afanosos porque el Evangelio se extendiese, sufrieron ultrajes, persecuciones y des­engaños. Todo lo perdono y todo me parece poco en honor de tan grande causa. Hay que sufrir y tener paciencia, porque nuestros padecimientos, por grandes que sean, no pueden remotamente compararse a los de Jesús, el justo, en beneficio de todos los hombres.

Los Apóstoles que formaron la compañía de Jesús y esparcie­ron con gran fe sus palabras, han desaparecido de la tierra; pero en ella han ido sucediéndose hombres que, enviados por Dios, han esparcido también el progreso y han expuesto su vida con la mi­sión de redentores. En esta época, es a nosotros a quienes nos ha sido confiado el encargo de velar por el cumplimiento de la doctri­na de Jesús, haciéndola conocer y, comprender a los hombres que la desconocen o que la han olvidado; y por esto Dios, lleno de mi­sericordia, ha querido hacer de nuevo, con la intervención de su Hijo, una agrupación de creyentes a quienes conferir el apostola­do, para que otra vez renazcan las palabras de Jesús y los hom­bres se vean impulsados a seguir a los que con ardiente fe les predican.

A vosotros, como elegidos, os han confiado estas comunica­ciones, para que sean el Símbolo y puedan por ellas regirse los de la venidera regeneración. No debéis dejar de activar vuestro tra­bajo y de avivar vuestra fe, para que cuando esté la obra termina­da (que habréis de dar al público), vean, los que crean, el modo de regirse y como han de enseñar a los niños y a los ancianos las palabras de Jesús.

Ya sabéis, hermanos míos, que en cierta ocasión hubo una gran Asamblea en París, para saber a punto fijo el modo de pen­sar de distintos hombres, directores intelectuales de otros hombres. Entre los asambleístas había mahometanos, judíos, materialistas, francmasones, protestantes, espiritistas, etc.

Todos desarrollaron sus tesis acerca de la existencia de Dios, y ¡qué grande fue mi asombro y qué profunda mi pena al oír que aquellos hombres sabios, directores de multitudes, acabaron por declarar que Dios no existía! ¡Ay hermanos! No podéis calcular el daño que esta declaración produjo. Los dirigidos, las multitudes que no raciocinan por su cuenta, sino que están siempre prontas a suscribir el raciocinio de sus ídolos, esperaban la declaración de sus maestros; y al oír que éstos decían: «No existe Dios», «¡Dios no existe!» repitieron ellas a coro.

Con el corazón oprimido por tan grandes equivocaciones, pe­día a Dios me iluminase y viniese a mí un espíritu a darme fuerza para revocar aquellos tan falsos argumentos, que casi se había quedado en aceptar. Hice uso de la palabra y me dirigí al público revestido de valor espiritual, para combatir con mis bien fundados argumentos todo lo que habían aducido en contra de la existencia de Dios; y dije: «¿Quién se atreve a negar a Dios? ¿Quién puede afirmar que no existe? Nadie. No podéis hacer un resumen de lo que habéis dicho sin incurrir en grandes y graves faltas, porque empezáis por negar la Causa primera y colocáis en su lugar al hombre. ¿Qué es el hombre, que vosotros consideráis tan grande, ante la majestuosa Naturaleza? Casi nada: un pequeño gusano. Y vosotros, en vuestro orgullo de sabios, aunque ignorando de don­de emana la inteligencia, queréis negar al Autor de una obra que no hay hombre en el mundo, por sabio que sea, que pueda imitar ni aún en remedo.

Pues bien: si no hay en la tierra quien pueda hacer la más in­significante de las cosas de la Naturaleza, una flor, una mariposa, el más diminuto de los gusanos, ¿cómo concebir tanta osadía como la que se requiere para refutar la existencia del Autor del Univer­so, que puede hacerlo todo y derribarlo y reconstruirlo todo en un momento?

¿Quién es el autor de todo lo que se manifiesta en la Natura­leza? Dios y sólo Dios. «Él es el único que puede hacerlo sin nece­sidad de auxiliares». Me extendí en otras consideraciones, y al fin pregunté: «¿Existe o no existe Dios?» De todas partes se levantaron multi­tud de brazos para aclamarme y aplaudirme; de todas partes llega­ron hasta mí demostraciones de júbilo. Todos enaltecían al orador español. «Tú, hermano, tú has defendido la verdad decían tú has hecho brotar en el corazón de muchos la chispa de la divini­dad; tú has derrotado a los que sólo ven en el hombre material la sabiduría que no existe. ¡Ah, sí! ¡Bendita sea la idea espiritual, fuente de verdad y de bondad, y benditos sean los hombres, que, con fe en Dios, se esfuerzan en practicarla!»

Hermanos míos, Dios no ha privilegiado a nadie con intere­ses materiales, y las riquezas que han acumulado los hombres, no deben ser para disfrutar de lo superfluo, sino para proveer a los menesterosos de lo necesario, para dar instrucción a los que care­cen de ella, para ejemplarizar en el amor y en la moral evangélica a los que no comprenden todavía lo elevado de las doctrinas de Jesús. Pero primero es necesario que estos que temen ayudar a sus hermanos dándoles parte de sus bienes, se instruyan en estas consoladoras doctrinas, para que, con grandes dádivas para el es­píritu, puedan hacerles mayor gracia que con los dones materiales solamente.

Por desgracia no piensan en hacerlo así, sino que dicen que ya viven bien, y no se acuerdan de quien sufre, y, falto de recur­sos, va errante por el mundo explorando los sentimientos caritati­vos Esto ocurre porque la fraternidad es desconocida. Si aquellos a quienes Dios ha confiado intereses se considerarán simples administradores de ellos y cumplieran con las enseñanzas de Jesús, habría llegado el tiempo del verdadero progreso y de la verdadera felicidad en la tierra. Por lo tanto, en bien de todos es necesario hacer lo posible por no dejar a los pobres en su ignorancia y en su indigencia. Esta es la labor a que deben consagrarse los que aspiren con justicia al cargo de directores; en esta obra es en la que deben aspirar a la recompensa.

Pero no es así. Las vanidades del mundo arrastran a la mate­ria, y si el espíritu no tiene fuerza para vencer, dejan de cumplirse las promesas que se hicieron al venir al planeta. Aunque sea éste de expiación, los verdaderos creyentes pueden alcanzar en él tal grado de progreso, quo en su futura existencia vayan a gozar del premio merecido a un mundo de mayor elevación física y moral.

¡Adelante, hermanos! Ya que habéis comprendido el Espiritis­mo y habéis sido elegidos para enseñar a los demás, confiad en vuestros guías, y con la fe viva, sentiréis gran amor para con vuestros semejantes, les compadeceréis por su dureza de corazón y les guiaréis al buen camino, para que puedan progresar. Como el tiempo está cercano, Jesús ha empezado a seleccionar a sus obreros, revelándoles las cosas venideras, para que no les cojan desprevenidos. Con toda la fuerza de vuestra convicción podéis decir a este pueblo ingrato, que Dios existe, que es el Poderoso Autor del Universo, y qué su obra, nunca tendrá fin.

Debo advertiros, hermanos, que seáis humildes de corazón y caritativos en vuestros actos. Compadeced a esa pobre humanidad que vive tan descuidada; perdonadla, como la perdonó Jesús en los últimos momentos de su vida.

Agradezco vuestra asistencia y os felicito por la distinción que habéis merecido. Trabajad con ese amor fraternal que hace florecer hasta los espinos, para que un día podamos vernos juntos al rededor del Maestro, que tanto trabajó en beneficio nuestro.

Así os lo desea vuestro hermano,

Miguel Vives.