¡Dios siempre paga con creces!

21  – l   – 1911  – 39

Dios aumente vuestra fe, hermanos.

Cuanto más grande es el sacrificio, mayor es la recompensa.

¿Quién como nuestro Padre celestial y su Verbo, Jesús, pueden satisfacer los deseos de los hombres de buena vo­luntad? Dios siempre paga con creces los sacrificios que en su honor se hacen.

Si los hombres se dieran cuenta de su objeto en la tierra, ad­mirarían esa naturaleza tan llena de encantos y tan pródiga en do­nes para los que quieren estudiarla y comprenderla. Por desgracia, hermanos, hay muchos hombres que porque no tienen lo superfluo se quejan de su situación; y todo es debido al atraso de su espíri­tu, que no ha sabido cumplir lo que se propuso al encarnar ni dar la importancia que tienen a las cosas creadas por el Padre.

El motivo de esas desigualdades que se observa entre los se­res, es que muchos tienen que empezar repetidas veces una mis­ma tarea. Para salir de los vicios que a la sociedad corrompe, hay muchos desdichados, que no encuentran camino más adecuado que el de colocarse en mitad de la sentina. ¿Que ha de suceder en tales casos? Lo que es más natural: que, en lugar de salir del vicio, se engolfan en él. Y de aquí el tener que empezar una y muchas veces la misma tarea, para unos; mientras que, para otros, como no cometieron esa torpeza, cada encarnación señala un buen pro­greso.

Esto no sucedería a nadie si atendiera a la voz de su guía; si cuando el protector se manifiesta a ciertas horas de la noche, se le abriera el corazón y se acogieran sus salvadoras intuiciones. El viene a salvar vuestro espíritu: vosotros debéis acogerle como a mensajero de paz y bienandanza. Apartaos de los vicios munda­nos que os conducen al precipicio; atended a la voz angelical que quiere levantéis los ojos y os dirijáis a las esferas celestes, donde os aguarda la bienaventuranza.

Pero, ¡ay! los que se han dormido en el pecado, no despiertan tan fácilmente. La voz de los espíritus no ha de despegar sus pár­pados, porque encuentra a su espíritu endurecido y éste solo se satisface con los deleites mundanos. No se da cuenta de que tales deleites le están perdiendo, y de que, además, le hacen responsable de los tropiezos y caídas de su familia, sea por el mal ejemplo que recibe, sea por la inducción de la necesidad a que se la condena.

¡Ay de vosotros, hombres que os llamáis apóstoles del bien! ¡Cuán grande será vuestra cuenta! ¿Por qué no despertáis a esos seres que viven empedernidos en los vicios? ¿Para qué les sirven vuestras funciones religiosas, no obstante haberles asegurado que son áncoras de salvación? Les habéis inculcado que para el feliz estado de su alma después de la muerte son necesarios misas y funerales; ellos, inocentes y confiados, no piensan en el porvenir, y creen que con vuestras preces serán salvos. Error y solo error les habéis enseñado. Bien sabéis que esto no les sirve para nada y que no es más que beneficio para vosotros, porque con el error os hacéis grandes. Habéis echado vuestra absurda doctrina como áncora de salvación en un mar de errores, y el que cae en él, fá­cilmente es devorado por la hipocresía de la comunidad. ¡Qué exactamente os pintó Jesús cuando dijo que erais ciegos guías de ciegos!; y claro es que si un ciego guía a otro, ambos caen en el hoyo. (Mateo, XV, 14).

Si no hubiera la divina justicia, que se demuestra claramente con la reencarnación y con el tiempo inagotable que tiene el espí­ritu para reconciliarse con Dios, podría creerse que después de esta vida no hay otra cosa que el premio o el castigó eternos. La razón así lo acepta sin ninguna repugnancia. El alma es inmortal: el bien o el mal hechos reclaman con estricta justicia su premio o su castigo: ni uno ni otros son completos en la Tierra: luego es racional que después de la muerte venga la sanción que en la Tie­rra no vino. Pero Dios es justo, y ni puede castigar o premiar ac­ciones transitorias con la eternidad, ni puede dejar de premiarlas o castigarlas equitativamente; ni puede conceder privilegio a ningu­no de sus hijos, ni puede dejar en el olvide al mayor de los Caínes; ni puede reducir su creación a este pequeño mundo, ni puede consentir que la infinidad de mundos sean escalados sin orden ni concierto. No; Dios es justicia, que quiere decir orden, equidad, amor, compensación, providencia; y como es justicia, dotó a todos los espíritus de albedrío, les dio la eternidad por patrimonio y la reencarnación como medio para distanciarse y para volver a Él, y les dijo: La felicidad y la desgracia están en tu mano; eres árbitro para darte lo que quieras y por durante el tiempo que quieras; yo aquí espero tu retorno, como esperó al hijo pródigo su padre; an­tes te cansarás tú de desviarte del camino, que yo de esperarte en él; el día que te sientas fatigado, pesaroso, decrépito, sin fuerzas para seguir pecando y sin resignación para seguir sufriendo, acuér­date de que eres libre, de que depende de ti el rejuvenecer y con­vertir en goces las penas, en halagüeñas realidades las poéticas quimeras, y que yo todavía espero y esperaré siempre tu vuelta al redil, tu conversión a la virtud.

¡Y hay quien dice que Dios no hace bien las cosas, y que es injusto con sus hijos! ¡Claro! ¿Qué es lo que pueden decir los que no comprenden sus leyes? Dios no priva a nadie de sus juicios; Dios deja a todos libres. Ya llegará cada cual, a comprenderle, a medida que lo merezca. ¿Se quiere mayor justicia?

Igual sucede con las facultades: el que se la ha ganado, la tie­ne. Pedir alguna y dársela Dios sin merecerla, sería favorecer a uno y no a otro, y Dios es justo. Vosotros que habéis adquirido alguna facultad, haced buen uso de ella; porque, así como Dios os la ha dado porque la merecéis, así, si no cumplís como es debido, puede quitárosla. Obrad siempre con sana intención para conse­guir el perfeccionamiento propio y la moralidad de vuestros her­manos.

No despreciéis nada, por pequeño que sea a vuestros ojos. ¡Quién sabe si lo que creéis pequeño, es muy grande ante Dios? Por otra parte, tampoco perdáis las esperanzas. Dios tiene para dar infinitamente más que ha dado, y lo que habéis recibido es na­da para lo que podéis recibir. Proseguid obrando bien y no hagáis alarde de vuestras facultades; no os deis importancia ninguna, porque todo es de Dios, y nada del hombre, al que Dios utiliza como instrumento cuando quiere y como quiere. Ya sabéis que Je­sús decía a los enfermos cuando les sanaba: «Vete: no digas nada: da gracias a Dios, porque tu fe te ha curado’». (Marcos, VIII, 26).

Hermanos míos, no desmayéis. Esforzaos por llegar a la cús­pide de la montaña en que fue crucificado Jesús, para que tengáis valor espiritual y podáis ayudar a vuestros hermanos. Lo que os digo ya lo sabéis por el mismo Jesús y otros espíritus que os con­ducirán a las esferas celestiales, donde encontraréis la paz y la recompensa.

Así os lo desea vuestra Madre,

María de los Ángeles.