¡Educad a la juventud!

27 – 8 – 1911  – 70

La paz de Dios sea entre vosotros.

Os felicito por vuestra constante unión.

Por primera vez vengo aquí, dispuesto a prestaros toda mi ayuda en la grande empresa que os está enco­mendada. Hubiera quedado muy triste si Jesús no me hubiese de­jado venir a depositar mi grano de arena en la argamasa de la Nueva Jerusalén; pero Jesús no había de negármelo, siendo así que fui uno de sus Apóstoles y de los leales defensores de su doc­trina. ¡Gracias, Jesús mío! Me siento feliz, y procuraré confortar a estos hermanos para que no desmayen en la obra que van a ejecutar.

Han llegado los tiempos, hermanos míos en que han sido ras­gados los Evangelios de Jesús, y las muchedumbres recorren sen­das que conducen a insondables abismos. Si no fuera por lo mu­cho que Jesús suplica al Padre, el planeta ya estaría destruido. La humanidad es tan ingrata, que acaba por no merecer nada; pero Jesús es tan bueno y misericordioso y quiere tanto el progreso de sus hermanos, que no cesa de trabajar en su beneficio. De en­tre los hombres ha brotado con toda la fuerza necesaria para con­mover los corazones más endurecidos, la doctrina salvadora que en su tiempo predicó Jesús para la redención del humano linaje; y hoy, como en aquel entonces, el que beba en esa fuente, no padecerá de sed mundana, porque Él es todo amor, bondad y vida.

La doctrina del Galileo es el agua cristalina que se ha derramado en todos los tiempos para saciar la sed de amor y de sabi­duría de los hombres. Los que se han aprovechado de tan puras linfas, han quedado purificados y han consagrado sus afanes al au­xilio de sus semejantes, hacia quienes eran atraídos por espíritu de justicia, por impulso de caridad y por deliquios de espiritual amor. ¡Ah! Si todos comprendiesen que esta vida presente es co­mo un sueño, indudablemente se apresurarían a seguir el trazado evangélico y se despojarían de ese egoísmo material que sólo les conduce al materialismo. ¿Para qué sirven las riquezas? ¿Para qué los honores y boatos? Para la intranquilidad en los hogares y para el relajamiento de los cuerpos y de los espíritus.

Cuando el ser viene a la tierra, tiene ya trazado su camino; y desde el momento que se enlaza a la que ha de darle a luz, está como en la cárcel; pero más ha de estarlo todavía dentro del cuer­po que toma. La materia, en muchas ocasiones, le arrastra al in­cumplimiento del deber que se había impuesto, y dominado por ella, se olvida de las promesas y propósitos de regeneración, he­chos en estado libre. A medida que se desarrolla, si tiene en torno suyo buenos mentores, es encaminado de nuevo al cumplimiento de su deber; pero si, por su desgracia, es planta solitaria, o bien ha nacido entre riscos y brezos, en lugar de hacerle volver los ojos al Evangelio, probable es que lo encaminen a su perdición, hala­gando sus pasiones e incitando sus ciegos instintos. Nunca, empe­ro, queda el hombre sólo y del todo abandonado de las buenas in­fluencias, porque su ángel, su guía, siempre está con él y siempre le incita al bien obrar. Sucede que en muchas ocasiones no es aten­dido. En este caso, el guía espera, espera confiado, e] despertar del alma que le ha sido confiada. Y cuando llega ese instante, lo aprovecha con delicia.

¡Cuántos de los que en su niñez se han visto muy mimados por sus padres, en su edad madura han sufrido horriblemente, pre­cisamente por el exceso de mimos en su infancia! Se puede, se debe apreciar mucho a los hijos; pero ¡ay de los padres que no comprendan lo que ¡Ha de serles perjudicial! Son muchas las cosas que a los niños debe de negárseles, unas, por nocivas para su sa­lud; otras, por perjudicar a su intelecto; aquellas, porque viciarían su moral; y éstas, porque se extralimitarían de lo justo. Hay que educarlos siempre dentro de las leyes del Padre, inculcándoles las máximas evangélicas y tratando de hacerles entender que, aunque en alguna parte estén en pugna con las leyes sociales, siempre se­rá esa parte por acumulo de piedad y de amor al prójimo: exce­sos que tienen por consecuencia engrandecer al espíritu.

Os hablo, hermanos míos, por experiencia. Mis padres no me daban todo lo que les pedía, porque reparaban antes si podía o no causarme perjuicio; contrariaban muchas veces mis deseos, por­que estudiaban también si éstos podrían pervertir mi fondo moral; me educaban, en una palabra, en el más puro amor a Dios y res­peto al prójimo; y cuando fui mayor y estuve en condiciones de comprender el divino camino, mi espíritu se elevó a las regiones de lo infinito y se acordó de la misión que se había propuesto cum­plir, y quiso cumplirla. Pronto desapareció de mi aquel rencor que suelen sentir los jóvenes cuando se les contraría, y me resigné go­zoso. Recordaba que Jesús advierte que Dios castiga al que ama.

Al llegar a la edad en que los jóvenes disfrutan de los goces mundanos que en ocasiones vendan los ojos y petrifican el cora­zón, pude yo escapar de tales peligros, y escuchando la voz de Je­sús en lo íntimo de mi alma, tuve ensueños que me revelaron la grandeza de mi misión. Penetró en mi espíritu la resplandeciente luz de Jesús, y escuché su palabra, que me decía: «¡Oh, joven ama­do! Desprecia a los que quieren ser tus amigos, porque serían tus peores enemigos; ven conmigo, que en mí encontrarás al amigo verdadero, al que nunca deja a los suyos y los conduce a la per­fección».

Así lo hice. Dejé muy gustoso los placeres del mundo para se­guir las huellas de aquel pastor que tanto sufrió por rescatar a sus ovejas. Cuando estuve a su lado, vi a otros compañeros que se hallaban muy satisfechos; y Jesús, con su inmensa amabilidad, me dio un abrazo y me dijo: «¡Bienvenido seas, hermano! También tu formarás parte de mi Apostolado «Si, Jesús mío, le contesté; gustosísimo iré a derramar la sangre y dar la vida por Vos; por­que estoy seguro de que, perder la vida en este mundo, es ganar­la y vivir radiante en la gloria celestial».

Todos los que hemos predicado los justos y santos Evangelios, hemos sido mártires de la humanidad; y ésta ha seguido tan mal camino, que los que predicábamos su salvación, éramos y seguimos siendo sus detestados e irreconciliables enemigos. Las familias aristocráticas, el sacerdocio y el populacho se juntaron en abiga­rrado e incomprensible complot para perseguirnos y darnos muer­te Y nosotros íbamos al martirio con la frente erguida, llevando la sonrisa en los labios y la paz y alegría en el corazón. Leed, si os viene a mano, el martirologio de los cristianos de los primeros si­glos, y su lectura reavivará vuestra fe. Allí veréis cuántos y cuán­tos fueron víctimas de la crueldad sectaria, por no abjurar de la verdadera Ley; allí podréis capacitaros de como el joven en la pri­mavera de su vida y el anciano en su decrepitud, se entregaban por igual al martirio en testimonio de su fe. ¡Triste es pensar el número de víctimas que ha causado la inquisición de todos los tiempos!

Pero las conciencias reclaman su propia satisfacción, y aque­llas que han producido o producen mal a sus semejantes, están in­quietas hasta alcanzar con la reparación su equilibrio. Todos los trastornos que experimenta vuestro desgraciado planeta, no son otra cosa que convulsiones de esa conciencia general buscando su punto de gravedad, y avisos de nuestro amantísimo Jesús para que os dispongáis a cambiar de rumbo. Pensad que son como pri­meras señales de la tormenta que se avecina, y ¡ay de aquel a quien el chaparrón le coja en despoblado! Procurad acogeros a lu­gar seguro; obrad como obran los buenos, los elegidos, y seréis salvos como ellos. Las aflicciones del cuerpo no tienen ninguna acción sobre el alma, siempre que el alma esté resguardada por la coraza de la virtud.

Hermanos míos: vosotros que escucháis atentos la palabra de los enviados, procurad esparcirla por todas partes, ya que en este recinto sois pocos los que la recibís. Trabajad porque llegue un día que, por medio de esta obra regeneradora, oigan las multitudes la voz desinteresada de los que quieren su salvación. ¡Ay del que; ¡al desplegarse este estandarte por el mundo, no quiera escuchar los sanos consejos de los enviados por el mismo Dios, que estos no encontrarán mano salvadora que pueda libertarles de la catástrofe!

¡Pobre juventud! ¡Cómo te corrompes entre los vicios! ¡Cuán­to habrás de sufrir, para pagar las deudas que inconscientemente contraes! Tu indiferencia por las cosas de Jesús y de los que si­guen sus doctrinas, será causa de su retroceso. ¡Atiéndeme, ju­ventud, que vives entregada a los goces materiales: atiende a un hermano tuyo, que, en lo más florido y sonriente de su primavera, abandonó el mundo de la corrupción y de las ilusiones para entre­garse al de la realidad y de la virtud; ¡atiende a quien dejó el baile y la seducción, y el flirteo, para seguir a su Salvador y vuestro Salvador y predicar por todo el mundo sus universales leyes!

Trabajad por el porvenir, y así llegará más pronto el descan­so de vuestro espíritu; tened fe; y después de haber luchado y vencido, os uniréis con otros que habrán luchado y vencido tam­bién, y ¡untos os elevaréis a las regiones donde moran los espíri­tus elevados.

¡Animo, hermanos míos! No temáis traspasar las barreras que os opongan vuestros contrarios; porque si por seguir la senda de la perfección se os acarrean padecimientos, estad ciertos que vuestro espíritu despertará con más luz, con más gloria, en las ele­vadas regiones. Todos los que han escuchado nuestras palabras y han tomado su cruz para seguir al Redentor, han sido preservados de las penas que sufren muchos al dejar la materia. Elevaos voso­tros, y tended una mirada de compasión por este triste planeta y por aquellos de sus habitantes que no procuran abrir sus ojos para ver la verdad, la verdadera vida espiritual.

Deseo que os encontréis pronto al lado del Maestro, tan ra­diantes de dicha como lo está vuestro hermano,

Bartolomé.