Para todo, ¿Quién como Dios?

25  – 9 – 1910  – 20

Hermanos míos: Os saludo en nombre del Maestro.

¡Cuán grandes son los decretos de Dios! ¡Cuán infinita su sabiduría! ¡Ay, humanidad; cuánto te com­padezco! ¡Cuánto sufres en tu existencia por haberte dejado dominar por los vicios!              

Por tus extravíos estás rodeada de iniquidades; todos los ma­les conocidos caen sobre ti, y las señales de los tiempos anuncia­das por el Cristo se manifiestan con toda evidencia, porque hace más de un siglo que se suceden las guerras, las pestes, los terre­motos, las sequías y las inundaciones, asolando al planeta. Y tú te has infatuado con las enseñanzas de algunos hombres, y no has visto en todo esto la mano de Dios.

¿Dónde están esos sabios eminentes que continuamente deli­beran sobre el modo de atacar a los males que afligen a la huma­nidad y combatir los desmanes de la naturaleza? ¿Qué provecho ofrecen a la humanidad con sus estudios y experimentos, si no pueden darle el remedio que necesita, ni explicación categórica a las convulsiones del planeta?

Esos hombres a quienes se considera estudiosos y grandes sabios, son los primeros en incurrir en errores, porque todo su sa­ber es material. No trascienden de lo físico a lo espiritual, y por ello no pueden encontrar el deseado remedio para el cuerpo, ni mitigar las congojas del alma.

¿Cómo es posible encontrar el remedio para todos estos males, sin acudir a Él, al Médico universal? El, sólo Él puede en to­do momento ver los males que afligen a los hombres, y darles el oportuno remedio.

Vosotros, sabios, hombres de poca fe, ¿por qué no acudís a Él con sincera voluntad, pidiéndole lo que os haga falta? ¿Qué pa­dre de la tierra rehusaría la curación de su hijo, por no acudir a Él? ¡Cuántas veces os habéis sentido inspirados por un guía, de que no hay remedios eficaces si no los emanados de Dios! Pero vo­sotros dominados por el orgullo, habéis detestado estas sublimes inspiraciones, y otra vez habéis quedado ofuscados y envueltos en vuestros pensamientos, producto exclusivo de la torpe y corta in­teligencia del hombre.

Hermanos míos, vosotros podéis dar testimonio de cuanto di­go, porque tenéis pruebas de que, con la pequeña facultad que poseéis, han desaparecido muchos males que la llamada ciencia no pudo combatir, y a vosotros os bastó acudir al Padre para lo­grarlo.

Para todo, ¿quién como Dios? Nadie.

Yo estuve dotada de una inteligencia superior y de poderes espirituales tan sorprendentes que, en nombre de mi Amado, el Salvador del mundo, realizaba prodigios. ¡Y tan ingrata que había sido! Gracias, Jesús, por tus favores; porque desde la existencia que te conocí, nunca más me has abandonado.

Vivificada con aquel sublime amor, volví a la Tierra, en la que fui admirada de todos los hombres por mi esbelta figura y la belleza de mi rostro. Poseída de orgullo por el pedestal que me ha­bían levantado mis padres y mis admiradores, empecé a deslizarme por la pendiente de la degradación, de la falsedad y de la hi­pocresía.

En la misma población había un hombre llamado «el filósofo», que oponía a las enseñanzas del clero las doctrinas del Crucifica­do; y esto encolerizó a sus contrarios, y pensaron en desacredi­tarle y perderle.

Para la consecución de sus propósitos se valieron de todas las estratagemas, y entre ellas, el valerse de mí como de villano ins­trumento. Debía yo ir a sus lecciones en calidad de discípulo, y luego, secundar los planes de aquellos malvados, ejecutando cuan­to me dijeran.

Accedí gustosa, porque sentía ansias de aprender, y porque me atraía la figura del filósofo.

¡Ay, hermanos! Os confieso sinceramente que una vez fui ad­mitida entre sus discípulos, hice todo lo que pude por atraerme a aquel hombre que me fascinaba con su mirada, me enloquecía con su hermosura y me subyugaba con su elocuencia y sus bondades; pero fue inútil, porque aquel hombre no vino al mundo para sabo­rear los deleites mundanos, sino para encaminar a los espíritus, y entre ellos al mío, bien necesitado de guía por su desgracia, hacia su verdadera Sión.

Su estancia en la Tierra fue para preparar la venida de Jesús, y Jesús fue él mismo: por eso rechazaba todos mis procedimientos y los afectos que le demostraba. ¡Cuántas veces me decía!: «¡Ay, hermosa Isis! ¡Si tu espíritu fuera tan hermoso como tu cuerpo, cuán grande serías!».

¡Cuántas veces he recordado estas palabras, que en aquel en­tonces las creía de cariño! Pero no lo eran, no: eran sólo de mise­ricordiosa piedad, y tendían a que no le mirase apasionada, para no consumirme en mi propia llama. El me rechazaba cariñosamen­te, sin inferirme ningún agravio.

No pudiendo resistir a la pasión que devoraba mi alma, y no pudiendo tampoco vencer al que era objeto de ella, déjeme domi­nar de la sed de venganza y cometí la mayor de las villanías: con­sentí en ser el instrumento de sus adversarios.

¡Pobre Antulio! Yo fui la causa de tu asesinato; pero… ¡cuán­to sufrió..! Empezó al instante mi remordimiento y no me abandonó nunca más. No hallaba distracción en parte alguna, ni aun con­templando mi belleza; no me agradaban las lisonjas de los jóvenes, que me asediaban como moscas; no disfruté de goce alguno, por­que en todas partes veía la sombra de aquel justo, asesinado por mi culpa.

En mi penúltima existencia, todavía estaba rodeada de todos los, vicios. La ingratitud mayor que pueda empequeñecer a una mujer, la poseía yo; y con todo y con eso, tuve la fortuna de en­contrar a mi Salvador, y de oír de sus labios: «Dame de beber, ingrata». Al oír estas palabras me acordé de aquel Antulio a quien siempre seguía mi espíritu, y exclamé: «¡Oh, sí; tu eres el Re­dentor!»

«Sí, hija mía», respondióme Él; «yo soy quien puedo darte agua de vida eterna; y cualquiera que de ella bebiere, nunca pade­cerá de sed, porque ella es de fuente inagotable».

¡Triste de mí! Arrodillada le pedí perdón por mi ingratitud, y le rogué me diese fuerza para empezar una nueva vida, en la que viniesen a mí los mayores sufrimientos con que purgar los pasados desatinos. Convertida a su palabra, dejé los malos instintos y me fui errante por el mundo para ser el eco de su voz y recoger las ove­jas que, como yo poco antes, andaban perdidas y expuestas a la voracidad del lobo.

Mucho trabajé, muchos fueron mis sufrimientos, y a pesar de ello, no pagué en aquella existencia ni el diez por ciento de lo que debía.

Vine otra vez, y fue mi última existencia, Nací en Ávila (España) y fui llamada Teresa de Jesús. ¡Cuanto sufrí, hermanos míos! Dios me dio una pesada Cruz; pero tuve mucha fuerza para soportarla, y esto me salvó. Si habéis leído mi historia, podéis ha­ber apreciado mis sufrimientos y martirios.

Como las inspiraciones que tenía me trazaban el camino de la verdad y a El seguía, tuve que habérmelas con aquellos clérigos hipócritas y mundanales que pretendieron, primero, seducirme con alabanzas y cortesías, y que viendo que esto no les surtía efecto, me delataron después a la Inquisición como hereje.                                         

Fundadora del convento, trabajé por el bien de las demás hermanas con sublime amor de madre, para que interpretasen mis se­cretos; pero pronto fue puesta en sus manos el arma de la maldad, hasta llegar un día en que fui envenenada por ellas.        –

Como Dios me había dotado de un gran poder magnético, hacía uso de él para bien de los demás; y como aquellos hombres de feroces instintos no podían resistir a la fascinación de mi mira­da, les dominaba con ella, y les hada decir lo que hubieran desea­do callar. De esta manera descubrí muchos secretos que mucho me valieron, y que pude también utilizar en provecho ajeno.

Os he descrito estos episodios de mi vivir eterno, hermanos, para estimularos a ser fuertes y a entregaros con ahínco a la labor espiritual. No debéis quejaros de que no dispongáis de más facul­tades ni de que no veáis a los espíritus. Todo no se alcanza en una existencia Para llegar a la cima de un monte, se han de dar muchos pasos, y a cada paso que se da, se descubre más amplio panorama. Vosotros habéis dado los primeros pasos y no es pe­queño el horizonte que descubrís. Si perseveráis con firmeza, al volver al espacio iréis con los espíritus que os protegen a recorrer panorámicamente vuestro pasado y a percataros de lo malo-que tenéis que eliminar de él; y así enterados y confortados con el apoyo espiritual, escalaréis prontamente la cumbre de vuestro Tabor, aunque pasando, eso sí, por vuestro Gólgota.

Perdonad a todos vuestros enemigos; no les miréis con des­dén, porque con todos habéis de ser humildes y afectuosos. Yo fui la más ingrata del mundo, porque nunca perdonaba al pobre espíritu que había sido la causa de la muerte del Redentor del mundo, y estando en la materia, no recordaba que, había prometi­do perdonarle. ¡Cuánto agravé con ella mi estado! Por lo que yo sufrí, os pido que perdonéis a todos, y de ese modo os libraréis de pesadísimo lastre.

Todos los que queráis escalar el cielo, acudid a los Evange­lios, a esos libros de la sabiduría eterna comunicada desde ultra­tumba, estudiad la filosofía recopilada por el hermano Kardec, pa­ra proveeros en ella del timón que ha de conducir vuestra nave, y entregaos con ardor al amor al prójimo con preferencia a vosotros mismos. De ese modo llegaréis vertiginosamente al Trono del Altísimo, y allí podréis adorar al Rey de los reyes, junto con vuestra hermana,

Teresa de Jesús.