Jesús, Kardec, El Espíritu de Verdad

19 – 3 – 1911 – 47

Hermanos míos: Dios ilumine vuestros entendimientos.

De parte de Dios, de Jesús, de María y de la plé­yade de espíritus que están en mi derredor, os felicito, como a mí me felicitan, por el día de la conmemora­ción de mi desencarnación. También os deseo que poseáis en ade­lante grandes bienes espirituales. De los corporales no os faltarán los necesarios, o los que tengáis por Dios destinados.

Deseo con ardor ferviente que cultivéis la fe, el amor y la ca­ridad, y que tengáis misericordia de todos vuestros hermanos. Así es como prosperaréis y llegaréis a realizar vuestras empresas es­pirituales, en bien de la humanidad y en galardón para vuestro espíritu.

Bien sabéis, hermanos míos, que el siglo XIX ha sido el del progreso científico, porque en él han alcanzado mayor desenvolvi­miento que en ningún otro todas las ciencias. Entre las muchas co­sas aportadas al hombre por el siglo XIX, figura, y con principal preferencia, la sublime doctrina del Espiritismo: esa ciencia-reli­gión con la que un Mensajero de la verdad y del bien, vino a ratificar y rectificar la que Jesús enseñó en Judea.

Nuestro amado Maestro pidió al Padre celestial que se digna­se enviar otro redentor para implantar de nuevo el reinado de la doctrina espiritual, y así fue: vino a la tierra Allán Kardec para es­timular a los hombres al cumplimiento de sus deberes, despojándoles de la túnica del fanatismo, que, nueva túnica de Neso, entene­brecía las conciencias.

Ahora que los hombres han elevado un poco su nivel y han tendido su mirada a la ingente Naturaleza, pudiendo admirar la grandeza y munificencia de Dios, gracias a la doctrina evangélica predicada por Jesús y refrendada por Kardec y los espíritus, es hora de que el Espíritu de Verdad, el Espíritu Santo prometido, planee sobre vosotros y os infunda sus inmarcesibles dones, si, como es debido, lo recibís en gracia y misericordia, esto es: ado­rando a Dios sobre todas las cosas y amando a vuestros semejan­tes como a vosotros mismos.

Ha pasado la humanidad, está pasando todavía, por un perío­do de obscuración espiritual, debido al empeño con que los que se han eregido en sus directores religiosos, han procurado vendar sus ojos y tapar sus oídos y separarla cautelosamente de la fuente de agua viva de que ellos se han dicho depositarios.

Esa, la de los directores religiosos, es una raza de víboras de todos los tiempos, y así en la Ley Antigua como en la Nueva no ha hecho otra cosa que seducir con sus brillantes colores y empon­zoñar con su baba la conciencia de las multitudes. En tiempos de Jesús, temerosa de perder su poder con las doctrinas igualitarias que éste predicaba, no cesó en sus intrigas hasta que logró pren­derle y condenarle a muerte; después de Jesús, como nunca han faltado verdaderos discípulos suyos que han tratado de reintegrar su doctrina a su prístina pureza, tampoco ella ha cesado de encen­der hogueras e inventar potros de tortura, mientras ha podido, en la plaza pública y con satánica ostentación, cuando no ha podido, en el secreto del hogar y solapadamente. Y ahora, en el momento en que angustiosa se debate una era que fina y otra que surge a la vida, ella es también la que aferrándose a lo que puede, provo­ca guerras y causa ruinas, porque es lo único que puede producir y causar quien lleva en sí el germen de todo rencor, el anhelo de todo despotismo, la acción de toda tiranía.

¿Cómo es, se preguntan algunos, que Dios consiente tales vi­lezas? ¿Es que no tiene poder para acabar con ellas?

Dios, hermanos, todo lo puede; pero Dios no deroga ninguna de las leyes establecidas. El hombre está dotado de albedrío, y por ello es responsable de sus actos. Si Dios impusiera el bien, no sería el hombre, no sería el espíritu quien pudiera eludirlo; pe­ro tampoco sería el hombre, tampoco sería el espíritu quien mere­ciera el galardón por el bien obrado. La justicia exige que el bien o el mal sean de libre elección del espíritu, y Dios respeta a la jus­ticia. Por vuestra poca fe, sois muchos los que, seducidos por el mal, os arrastráis por el lodazal de las pasiones y os convertís en vuestros propios verdugos.

Dios ha mandado a la tierra muchos profetas y redentores, y todos ellos han sido desoídos. La humanidad, dominada por el or­gullo, mal puede oír las doctrinas de amor y misericordia, que son las únicas que salvan De aquí el que, en lugar de atender a los profetas y mensajeros de Dios, les hayan vejado, escarnecido y perseguido de muerte. Las consecuencias no pueden ser otras que las que impone la justicia. Quien a hierro mata, a hierro tiene que morir; quien injuria, roba, dilapida, calumnia… ha de ser calum­niado, dilapidado, robado, injuriado. El bienestar perfecto sólo lo engendra la perfecta tranquilidad de la conciencia, y no puede te­nerla tranquila quien ofenda a Dios y a su prójimo, o a Dios o a su prójimo solamente.

Las palabras de los profetas se han cumplido, y, para la sal­vación de los hombres, vino nuestro amantísimo Redentor a recoger aquellas ovejas descarriadas, con el ejemplo y la humillación. No tenía necesidad de tantos sufrimientos, porque era espíritu elevadísimo; pero su amor a los hombres, sus hermanos, le indujo al sufrimiento para acogerles al rebaño del buen Pastor. Ya dijo Juan: «El que viene tras de mí es más poderoso que yo, del cual no soy digno de desatarle los zapatos». (Mateo, III, 11).

En vuestros días también han aparecido redentores espiritual­mente sabios, y más aún, los mismos espíritus elevados, comuni­cándose con vosotros para revelaros los misterios del infinito, pa­ra descorreros los velos del porvenir y para decir una vez más a los hombres que no han de faltar las catástrofes predichas como elementos necesarios a la transformación del planeta. Para ser bue­nos y portaros como es debido, ¿queréis aún más avisos que los que os damos? Vosotros, creyentes, que os sentís impulsados por el espíritu del progreso, podéis formaros concepto de lo verdadero sin necesidad de más pruebas que testifiquen el porvenir del pla­neta en su nueva etapa.

¡Ay, hermanos! ¡Casi me da pena decirlo! Entre los que se llaman espiritistas hay no pocos que en saliendo de donde han oí­do la palabra divina, no se acuerdan más de las instrucciones reci­bidas ni del porvenir que les espera no comportándose como de­ben.

¡Cuánta ingratitud hay en los hombres! Hasta que sentiréis el golpe fatal, no levantaréis los brazos a Dios implorando misericor­dia. Ya no llegaréis a tiempo. Preparaos ahora. Pocos años que­dan. La prolongación es corta. Pensad que no ha de tocar más que una trompeta, y ¡ay de los que esperen el último toque! Ya no lle­garán a tiempo, ya no llegarán, y tendrán que hacer lo que aque­llos incrédulos del tiempo del diluvio: que se subían a las monta­ñas más altas para salvarse, y sólo consiguieron prolongar sus mortales angustias. Vosotros os trasladaréis de un punto para otro para huir del derrumbamiento, y en todas partes habréis de ser se­pultados. En tales trances, no hallaréis una mano que se preste a prestaros su apoyo; y al volar vuestro espíritu al espacio, tendréis el libro de la vida abierto, y los mensajeros de Dios os dirán: «Mi­ra como has empleado tu tiempo; mira como has cumplido con la Ley de Dios; mira como has escuchado la predicación de sus en­viados.., ¿Lo ves? Pues en justa retribución, vete; allá te espera un planeta en donde puedes comenzar una nueva vida de progre­so, espiando tus desaciertos y llegando paso tras paso a la perfec­ción; pero ten presente que, si ahora no cumples con la misión que te impongan, otra vez serás arrojado a las tinieblas». ¡Oh! ¡Cuán­tos fátuos de ese siglo XIX se hallarán en el antedicho trance!

Muchos han sido los descubrimientos que los terrícolas han hecho; pero, en su mayoría, sólo para proporcionarse un bienestar material, sólo para colmar la copa de sus placeres, sólo para ha­cerse grandes a sus propios ojos. No será igual en el siglo XX; muy al contrario: en él el progreso espiritual alcanzará grandes vuelos, el Espiritismo se asentará sobre sólidas bases, la comuni­cación entre encarnados y desencarnados será cosa corriente, no habrá secretos entre los hombres, se comunicarán unos a otros con el pensamiento y el que quiera ser un verdadero espiritista, dis­puesto a defender la fe y doctrinas de Jesús, se sentirá lleno de sabiduría espiritual y será muy superior a cuantos genios se han conocido.

Esta sabiduría, sin embargo, no es nueva ni sobrehumana; antes de Jesucristo no faltaron varones justos que la poseyeran; después de Jesucristo, tampoco ha estado del todo obscurecida. Los profetas en la antigüedad, los Apóstoles al iniciarse la era cris­tiana y los médiums últimamente, han venido reflejando sin interrupción los fulgores de esa luz divina. El Espíritu de Dios se ha manifestado con prodigalidad en todo tiempo, para unos, los más materializados, en las cosas del orden sensible; para otros, algo más espirituales, con los frutos de su providencia; y para otros, los escogidos, con el fuego de su inspiración infalible. Yo también tuve revelaciones del Padre celestial; y con pruebas concretas pue­do deciros que fui tentado de dejar a mi esposa por considerarla infiel; pero como Dios es tan bueno y sabía su fidelidad no menos inmaculada que la mía, me reveló en santa inspiración el misterio que alimentaba mis dudas. Después de esta revelación, no di ya más acceso a ruines sospechas y me puse en el lugar que debía y me correspondía hasta cumplir los designios del Altísimo.

Confiad en el porvenir, que a ese fin son reveladas las cosas. La mediumnidad podéis desarrollarla y ejercerla todos los creyen­tes, porque la aceptáis como es en sí: como una fuerza que nues­tro Padre nos envía. Ha de llegar momento en que para los espíri­tus no haya velos de ninguna especie y en que la afinidad forme entre ellos coros escogidos. Los incrédulos no pueden comprender esta grandeza, y la recusan, diciendo de ella que es una perturba­ción de la mente. ¡Bendita perturbación, que así nos conduce, pa­so tras paso, a la vida eterna!

Trabajo mucho en vuestro bien; deseo que prosperéis siem­pre en fe, en amor, en humildad, en virtud bajo todas sus formas; os conjuro a que perdonéis a los que os ofendan y a que les pa­guéis sus ofensas con actos de piedad; y os ruego, en fin, que no abandonéis el camino emprendido, seguros de que con ello habéis de lograr la bienandanza anhelada.

Vuestro hermano que desea veros a su lado en la mansión de los espíritus felices,

José.