El gozo del martirio

7 – 5 – 1911  – 54

Dios os ilumine, hermanos.

Vengo por indicación de los espíritus autores de la obra que estáis compilando y en satisfacción de un deseo propio. Por esos mismos espíritus fui invitado en la Ciudad Santa a un ágape que celebraron, para que aportase mi acción y fuera un rayo más de luz con que alumbrar a los que vagasen entre sombras después de la apocalíptica consumación.

Yo respondo con gozo a sus deseos, así para confortar a los que lo necesitan como para cumplir con mi deber; pues es ésta una época mirada por unos con aversión, por otros con desprecio y por muchos con reconcentrada rabia, conviniendo todos en que no se puede soportar ni tiene razón de ser, pero discrepando en la apreciación de los motivos, que unos achacan al fanatismo, otros a la desmedida avaricia y otros al espíritu de rebeldía de las es­cuelas sectarias. Precisamente el malestar general acusa la necesi­dad de un remedio también general; y el discrepar en el concepto para la adopción del medio, impone un esfuerzo convergente para que todos reciban la luz, el estímulo y la caridad que necesaria les sea. He aquí el trabajo a que con placer contribuyo.

¿Cuántos hay que se titulan espiritistas y dicen estar dispues­tos a defender la fe predicada por Jesús? Muchos. Y ¿cuántos están dispuestos a ser mártires por mantener enhiesta la bandera es­piritual? Por desgracia, pocos. Y es de una necesidad defender es­te estandarte, porque lo han pisoteado y lo han destruido casi sus guardadores apáticos e infieles; es de necesidad devolverle a su esplendor, para que sea de nuevo el espanto de cuantos le han ul­trajado y perseguido en él al Evangelio.

¡Cuántos siglos hace ya que están generando mártires los que se han apoderado de la dirección espiritual de las masas! ¡Cuán dignos fueran de alabanza si hubieran sabido conducirlas a la vir­tud y apartarlas del vicio! Pero no: ha sido lo contrario; la han conducido a la perdición, ansiosos no más de procurarse su bien; y a los que han advertido que podían descubrir un más allá, les han puesto trabas, les han desolado y les han hundido bajo siete estadios de tierra, para que no pudieran remontar al infinito ni pu­dieran señalar con su dedo donde se halla la verdad, la justicia, la fraternidad, el bien. ¡Hubiera sido para ellos un pesar inmenso verse privados del privilegio de disfrutar de todos los goces mate­riales!        

¡Dios mío! ¿Hasta cuándo durará la ceguera de los hombres? ¿Hasta cuándo éstos pseudo directores se enseñorearán de sus hermanos?

Oigo la voz de Jesús, que dice: «Ya ha concluido el tiempo de los mártires; ya puede el hombre desarrollar sus facultades para el progreso; ya no debe temer a los que se dicen fuertes y poderosos, porque si os presentáis como buenos apóstoles y cultiváis la facultad que Dios os ha dado, os sentiréis con fuerzas para deliberar cuanto ataña a la moral evangélica y a la salva­ción del alma».

Sí, Jesús mío; por Vos hemos sido miles los mártires, y gus­tosos hemos derramado la sangre para confundir con vuestra doc­trina la de los escribas y fariseos que durante siglos han venido trabajando para ofuscar vuestra palabra. Ahora también, Jesús mío, dad fuerza a estos hermanos para que puedan triunfar en es­ta empresa, y que victoriosos puedan llegar a Vos.

Hoy tenéis una ventaja muy grande, hermanos míos. Ha di­cho Jesús que se ha concluido el tiempo de los mártires, pues te­néis millones de espíritus que os darán fuerza y os dirigirán por el camino más recto. Por medio de las comunicaciones podéis traba­jar con fe ardiente, porque sabéis por donde tenéis que pasar; y después de todo, gozáis de la libertad de poder exteriorizar vuestros pensamientos para el progreso. ¡Oh! Si nosotros hubiéramos tenido esa libertad, tal vez no hubieran tañido que emigrar tantos cristianos, ni hubieran tenido que estar encerrados en las catacum­bas, para huir de la persecución de los que tremolaban el estan­darte de la cruz, decían defender la religión y perseguían y marti­rizaban a los que en Dios creían y esperaban y a Él sólo adoraban por no pecar de idolatría.

Habéis de saber, hermanos míos, que yo era uno de aquellos que habían de seguir la carrera sacerdotal. Quería ser ministro de Dios en la tierra, y enseñar los verdaderos preceptos del Sinaí, esculpidos también en mi corazón. Desde muy joven mi espíritu comunicábase con otro que era mi protector, y ese espíritu me de­cía que había de ser un sacerdote del Altísimo. Este espíritu era el del propio Jesús.

Al empezar la carrera, tuvieron mis padres gran satisfacción, y yo, regocijo inmenso. Cuando me ordené, tuve un sueño, y a él debo mi progreso. Mi espíritu se elevó a otras esferas y mi pro­tector Jesús le dijo: «No prosigas en la carrera que has emprendi­do, porque vas a sucumbir con tus hipócritas directores. Te amor­dazarán con el error y no podrás desarrollar tus nobles y elevados sentimientos. Sé fuerte para resistir, que en esto estribará la cla­ve de tu progreso».

Pedí a Jesús que me iluminase y me diese valor para sufrir los tormentos que pudiesen venir sobre mí, y de nuevo me incor­poré, pero conservando el recuerdo de lo que me había sucedido. Volví a examinar la doctrina patriarcal, los diez mandamientos y las revelaciones de los profetas acerca del Mesías.

¡Ay, hermanos! ¡Cuán pronto cambió mi suerte! ¡Con qué fu­ror fui tratado por los que habían sido mis Maestros! Su cólera se excitó hasta tal punto, que un día fui llamado a uno de sus conci­lios y me preguntaron cuáles eran mis pensamientos. Con sereni­dad inimitable, les respondí: Mis ideales son los de Jesús, a quien me propongo seguir. El me enseña a adorar al Dios único en su obra, creer en las profecías y esperar la venida de un Redentor que restablezca la Ley y contrarreste los procedimientos de los falsos ministros de ella.

Oír estas palabras y remontar en ira los del areópago, todo fue obra del mismo instante. Me amenazaron, me prendieron, me hicieron saber que, si no me retractaba de mis palabras y propósitos, iría al martirio. Con la misma serenidad, con la misma confor­mación, con la misma fe que antes les dije que quería seguir a Je­sús, les respondí en aquel instante: Muy bien: así mi espíritu se elevará al cielo, porque sucumbirá mi cuerpo en defensa de la ver­dad religiosa. Sentí en mí como un nimbo de luz que me cubría y que me protegía contra todo temor, y enardecido por la fe, excla­mé aún: ¡Que venga el martirio! Lo acepto gustoso, porque morir en el mundo, es vivir la verdadera vida del alma. ¿Qué importa la carne?

Imaginad que se llegaran a vosotros unos cuantos sayones, y que os rasgaran los vestidos solamente. ¿Qué daño físico os cau­sarían? Absolutamente ninguno. Pues eso mismo estaba persuadi­do de que había de pasarme a mí. Creía que podrían venir unos cuantos sayones y matar mi cuerpo, despedazarlo, pulverizarlo! pero no podrían dañar en lo más mínimo a mi espíritu, que acom­pañado de sus hermanos, angelicales, se elevaría hasta el Padre celestial para gozar de las delicias del infinito, y para poder proteger y amparar a los mismos que me martirizaran.

Después de tres interrogatorios, hermanos míos, me condena­ron a muerte. Había de ser llevado a un campo, y apedreado en él por el pueblo, hasta exhalar el postrer aliento. Recibí la senten­cia con estoica resignación, por no decir con secreta alegría. Fui al campo donde me esperaba el tormento, con la sonrisa en los la­bios. ¿Creéis que mi muerte fue horrorosa? Pues os equivocáis. A cada pedrada que recibía mi cuerpo, mi espíritu se elevaba más y más. Veía fulgurar las ¡rizadas influencias de los buenos espíri­tus que acudían a protegerme y confortarme; veía llegar la cohorte de hermanos que salían a recibirme a las lindes del mundo espiri­tual. No temáis nunca a la muerte, porque el espíritu que. bien ha obrado, goza más en el espacio que en la tierra, porque la tierra, al fin y al cabo, no deja de ser lugar de expiación; algo así como una de vuestras cárceles o presidios, en la que, por bien que se esté, no deja de estarse preso.

Cumplid bien, hermanos queridos; que el que goza en el mun­do, es el que tiene fe en Dios, amor y caridad para todos sus se­mejantes y cristiana resignación en todas las adversidades de la vida. Hacedlo como os digo y os fío de que para vosotros no ha­brá martirio doloroso, por empeño que pongan los sayones en que lo haya, y cuando llegue el momento de haber de abandonar la tierra, y cuando vuestro espíritu comparezca ante el Padre, daréis por muy bien empleados todos cuantos sacrificios hayáis hecho durante vuestra existencia. Entonces vuestro espíritu, libre de tra­bas, verá a todos los hermanos que merecieron la corona gloriosa del martirio, y al Mártir entre los mártires, a Jesús, coronado de gloria y protegiendo con su manto de piedad a todos los hombres.

¿Quién es el hijo que no respeta a su padre, cuando de su pa­dre tiene recibidos tantos beneficios? ¿Quién el que no respeta y venera al enviado, cuando el enviado es portador de presentes de inestimable valía? V, ¿quién será el hombre que vislumbre algo de lo espiritual que no acepte y proclame y respete a su Padre eterno, del que ha recibido los dones de la existencia y todo lo que con ella hay emparejado; y que no respete y venere a Su Envia­do, a Jesús, cuando éste le fue portador de la Ley de Gracia y de las obras de misericordia? Seguramente, nadie. Si hay quienes les desconocen y les niegan, es porque realmente les desconocen, porque nunca han tenido de ellos un claro concepto. Haced voso­tros, hermanos, porque ese claro concepto se difunda. Enseñad a todos quien es Dios y quien es Jesús; enseñadlo exponiendo su doctrina y presentando sus obras. Que el respeto y el amor que vosotros enseñéis a tener a Dios y a Jesús, cada padre enseñe a sus hijos a tenerlo a él y a la Divinidad y a su Enviado, de quie­nes es el genuino representante. Este sacerdocio, continuación del patriarcado, por ser el más natural y el más legítimo, es el que de­béis esforzaros en difundir. ¡Ay del padre que no cuide con esme­ro de la moral de sus hijos! ¡Ay del hijo que no honre como es de­bido la autoridad del padre! Y ¡dichosa familia, dichoso patriarca­do aquel en que padres e hijos y hermanos y parientes, se tratan como lo que son: ¡como miembros de un mismo cuerpo, como ra­mas de un mismo árbol!

Nunca debemos quejarnos ni murmurar de los sacrificios que se nos impongan en bien de los demás, hay que llevar con resig­nación, y si posible es con regocijo, la cruz que se nos impone pa­ra seguir las huellas de nuestro Maestro; hemos de redimirnos, re­dimiendo en cierta parte a los demás. Haciéndolo así, se llega a un grado de perfección que capacita para esperar la segunda veni­da de nuestro Redentor y para compartir con El mérito del apos­tolado.

Seguid mis consejos, y no tardaréis en estar reconocidos a mi visita; trabajad con fe, porque después del trabajo viene el descanso. Con inefable cariño os abrazo y deseo que vuestro progreso sea grande e inmediato, tanto en vuestro propio bien, como en bien de los demás seres.

Trabajad por el hermoso ideal, del Espiritismo, para así com­partir a la hipocresía; tened compasión de los espíritus encarnados y desencarnados que no han podido ver la luz divina; orad al Pa­dre celestial por todos los extraviados y convertíos en apoyo y guía de todos los flacos y de todos los’ ciegos. Así cumpliréis los’ deseos de vuestro hermano,

Esteban.